La idea de pertenecer y estar vinculado con una determinada comunidad constituye una de las inclinaciones naturales del ser humano.  El ser humano es un ente social por naturaleza y como tal tiene la tendencia a «vivir en sociedad». En otras palabras, el ser humano requiere de la ayuda y protección de los demás para poder desarrollar plenamente sus virtudes, de modo que necesita vivir en sociedad para poder satisfacer sus exigencias físicas y espirituales.

 

La adhesión voluntaria a la comunidad se da por efecto de la necesidad de salvaguardar nuestras libertades y demás derechos naturales. Las personas se adhieren voluntariamente a la comunidad para ser, a pesar de sus diferencias, libres e iguales. La protección de estos principios es lo que fundamenta el surgimiento del Estado liberal y, posteriormente, la cláusula del Estado «social» y democrático de Derecho.

 

Estos principios básicos del liberalismo, que sustentan el surgimiento del Estado -moderno-, se encuentran arraigados en el pensamiento cristiano. Podría decirse, citando a Habermas, que “el universalismo igualitario -del cual derivaron las ideas de libertad, (…) derechos humanos y democracia- es un heredero directo de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor” (Habermas, 2006). De ahí que no hay dudas de que existe una gran afinidad entre el cristianismo y el liberalismo político. Esa afinidad se construye básicamente sobre la base de la igual dignidad de todas las personas.

 

En la declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II (1965) queda confirmada esta relación indivisible entre el cristianismo y el liberalismo. En este documento se reconoce que Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana, que debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. “Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana y aumenta el número de aquellos que exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio y libertad responsables, guiados por la conciencia del deber y no movidos por la coacción”.

 

Es posible afirmar que los principios que fundamentan el surgimiento del Estado tienen su origen -directa o indirectamente- en el pensamiento cristiano. Dicho de otra forma, en el cristianismo ya estaba recogido el núcleo esencial del liberalismo político y, por tanto, el “telos” del Estado: las personas y sus libertades. Esto se ve reflejado en las reivindicaciones de los derechos de los indios por parte de los escolásticos españoles (v. gr. Antonio de Montesinos, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitora, etc.) y en los movimientos constitucionalistas que dieron origen a los textos constitucionales liberales. Por ejemplo, en la Declaración de Independencia norteamericana se alude a Dios como fundamento último de los derechos: “los hombres son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

 

Lo mismo ocurre en la decisión preconstituyente dominicana. En el Manifiesto del 16 de enero de 1844 se invoca a Dios en la lucha por la defensa de la libertad y los derechos. “(…) Juramos solemnemente ante Dios y los hombres, que emplearemos nuestras armas en defensa de nuestra libertad y de nuestros derechos, teniendo confianza en la misericordia del Omnipotente que nos protegerá felizmente, haciendo que nuestros contrarios se inclinen a una reconciliación justa y racional”.

 

Es cierto que la relación entre cristianismo y liberalismo político no ha sido del todo armónica. Por ejemplo, en el siglo XIX existió un movimiento antiliberal como consecuencia del temor de Gregorio XVI y Pío IX a los efectos de la revolución francesa. Pero ese movimiento, descontinuado a través del documento eclesial Dignitatis Humanae, no fue (ni en verdad es) una justificación válida para desconocer la idea central del cristianismo (la igual dignidad de todos los hombres [“ya no hay judío ni griego, esclavo ni amo, varón ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, Gálatas 3,28 ]) y sus implicaciones en las teorías liberales y el surgimiento del Estado democrático.

 

Este artículo no pretende defender la existencia de un Estado confesional, en el cual se utilice el poder político para imponer los valores cristianos, sino que sólo busca resaltar la importancia de la religión para comprender los principios básicos del liberalismo político. El estudio de estos principios requiere necesariamente de la religión, pues en el cristianismo encontramos la base de los derechos humanos como límites del poder político.  En definitiva, existe una relación -deísta o no- entre fe y razón, de modo que no procede negar la importancia del pensamiento cristiano para la comprensión del proceso de construcción de la comunidad política contemporánea.

 

Así pues, hoy debemos apostar por un “Estado laico vitalmente cristiano” (Maritain, 2001). Es decir un Estado que garantice las libertades que permitan a los cristianos fomentar la justeza de los principios y valores cristianos. En palabras de Maritain, “una sociedad cristianizada «desde abajo» (por los ciudadanos cristianos que aprovechan la libertad política para convencer pacíficamente a los demás de la justeza de sus valores) y no «desde arriba» (por un Estado confesional que impone coactivamente la verdad”. Y es que, a fin de cuentas, “la verdad no se impone de otra manera (…) [que] con la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas” (Dignitatis Humanae, 1965).