Vinculo de la Cápsula anterior: https://acento.com.do/opinion/crisis-electoral-de-1994-alejandose-del-precipicio-1-9230334.html

El 16 de mayo, día de las elecciones, fue un día cálido y de cielo despejado – y comenzó engañosamente bien.

La pasión generada en todos los bandos por la contienda electoral hizo que las cifras de votación superaran incluso la habitualmente alta participación electoral dominicana. De hecho, la participación fue extraordinaria: 87,4%, con un considerable margen la mayor participación en una contienda electoral en la historia del país.

Estas cifras son absolutamente inauditas en las democracias más aburridas del Norte. En cualquier caso, temprano en la mañana hubo pocos problemas y ninguna violencia. Animado por los informes en este sentido, me puse en camino para visitar algunos colegios electorales en la capital.

A media mañana estaba en un barrio marginado junto a Danny McDonald cuando el teléfono celular comenzó a sonar con llamadas de varios observadores. Se materializaba uno de los sombríos escenarios proyectados por Vicente Martín (consultor internacional que asesoraba al equipo del centro informático de la JCE). Un gran número de ciudadanos estaban siendo rechazados porque sus nombres no figuraban en la lista de votantes que había entregado la Junta Central Electoral el día anterior y que había reemplazado el padrón en el que figuraban sus nombres.

El Instituto Nacional Democrático (NDI) y la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES) reportaron el mismo fenómeno. Se convocó apresuradamente una reunión de los tres equipos de observación electoral, y se solicitó una cita urgente con la JCE. Después de un poco de retraso, finalmente se concedió para las 2:40 pm, hora en la que ya se había establecido un patrón claro de privación de derecho al voto.

En nombre de los equipos de observación, NDI, IFES y OEA, expliqué nuestros hallazgos y le pedí a la JCE que extendiera el horario de votación más allá del cierre de las 6:00 de la tarde y autorizara el voto de aquellos cuyos nombres estaban en la lista anterior. Monseñor Agripino Núñez, la embajada de Estados Unidos y otros estaban haciendo la misma gestión.

Cuando la JCE aceptó a regañadientes extender la votación, eran las 6:13 de la tarde y las urnas ya estaban cerradas. Algunas urnas reabrieron, pero el daño ya estaba hecho.

La JCE informó que Balaguer había ganado por un margen de 22,281 votos sobre Peña Gómez. Más tarde se descubrió que muchos más habían sido privados de su derecho al voto.

De derecha a izquierda, monseñor Agripino Núñez, el presidente Joaquín Balaguer y el doctor José Francisco Peña Gómez escuchan a John Graham durante la crisis electoral de 1994.

Los ánimos se subieron, se reunieron multitudes y se esperaba violencia. En esta situación, el veredicto de los equipos de observación electoral internacional adquirió cada vez más importancia. Los dirigentes de los tres equipos se reunieron periódicamente durante los días siguientes. Una cuestión clave entre nosotros fue hasta qué punto debíamos señalar los problemas y las irregularidades; todos coincidimos en se debía actuar con cuidado y cautela. El debate giraba en torno a si se debía indicar abiertamente la posibilidad de fraude en nuestros comunicados. El NDI quería ir en esa dirección. Mi posición y la del IFES era que, si bien el fraude era prácticamente seguro, en esta etapa inicial no podíamos probarlo de manera absoluta. En un ambiente altamente polarizado e incendiario debíamos ser sensibles y no permitir que nuestras declaraciones levantaran las pasiones al punto de que estuviéramos contribuyendo a la combustión social.

Después de las elecciones: peligros y dilemas

La prensa de América Latina y de Estados Unidos se hizo eco de los preocupantes reportes sobre las elecciones. Los editoriales del Washington Post y del New York Times expresaron consternación e instaron a las autoridades electorales dominicanas a realizar una investigación exhaustiva y transparente. Escribiendo para UPS (United Press Syndicate) desde Santo Domingo, la periodista estadounidense Georgie Ann Geyer, comenzó su artículo diciendo: “Puede que no sea la elección más sucia en la historia dominicana, [pero] también es posible que mi gato, si lo ponen en un gallinero, le dé besitos a las gallinas”.

Desde el día de las elecciones y en adelante durante los siguientes tres meses, todos los que estábamos comprometidos enfrentamos el desafío de buscar una solución y los medios para llevarla a cabo, de una elección que parecía, casi seguro, que fueron robadas por fraude.

Ese fue un desafío. El otro era hacerlo — o más precisamente persuadir a los dominicanos para que lo hicieran — sin destrozar la estabilidad cada vez más frágil en el país. Los dos desafíos estaban inherentemente en conflicto. Mi meta, compartida por Monseñor Núñez y por el Embajador de Estados Unidos, Robert Pastorino y luego por su sucesora, Donna Hrinak, era encontrar y transitar el camino angosto que pudiera alejarnos del abismo. Como se señaló anteriormente, el subtítulo de esta cápsula, “Alejándose del Precipicio”, fue seleccionado con cuidado.

Un asunto que surgió de inmediato fue la reacción del PRD. Al final del día de las elecciones, el partido estaba convencido de que Balaguer y los reformistas se habían robado las elecciones. El riesgo de una convulsión civil iba en aumento, y era inquietante la conclusión de muchos de que las lealtades del Ejército estaban divididas.

Preocupados porque la seguridad de su equipo estuviese en riesgo, la oficina central del NDI en Washington ordenó a sus observadores que salieran del país cuarenta y ocho horas después de las elecciones.

Yo me había reunido con Peña Gómez antes de las elecciones, pero la más memorable fue nuestra primera reunión después de las elecciones. Los teléfonos sonaban, los asesores principales entraban y salían de sus oficinas. Las emociones estaban encendidas. Algunos miembros del PRD aconsejaban a Peña que saliera a las calles y demostrara la fuerza del Partido. Partes de la ciudad iban a ser incendiadas.

Impulsado por su propia ira y frustración, y herido por una campaña despiadada, Peña se vio dividido entre ceder a las presiones para la acción directa y la violencia inevitable, por un lado, o mantener apretadas las riendas del partido para evitar la fractura destructiva de la sociedad, por el otro.

Por mi lado, defendí que el país debía estar por encima del partido y, por supuesto, no estaba solo en ese clamor. Monseñor Núñez fue un defensor aún más poderoso de este mensaje. Nos acompañó el Embajador Pastorino y otros. Parte de nuestra influencia colectiva fue nuestro compromiso de presionar para que se llevara a cabo una investigación real de las trampas en la elección. Ninguno de nosotros estaba preparado para aceptar los resultados de la manipulación.

Una conversación reciente en Santo Domingo con el general Soto Jiménez, un distinguido y elocuente ex ministro de las Fuerzas Armadas, autor e historiador consumado, ha añadido sustancia y claridad a los informes que nos llegaron en 1994, en el sentido de que elementos importantes de las Fuerzas Armadas podían estar comprometidos – no todos, por supuesto, con el mismo bando.

La reacción dominante dentro de las Fuerzas Armadas fue de consternación, porque Balaguer y los reformistas le habían robado las elecciones a Peña Gómez, y preocupación, porque algunas unidades dentro del Ejército estaban preparando acciones preventivas para impedir una posible acción de fuerzas favorables a Peña.

Pronto se hizo evidente que la mayoría, encabezada por oficiales como Soto Jiménez, apoyaban a Peña, bajo el argumento del respeto a la voluntad popular, y estaba preparada para desplegar la fuerza armada para garantizar que asumiera la presidencia. Cuando se le presentó un plan para lograr esto por la fuerza, Peña respondió pidiendo un pronóstico considerado del número de vidas en ambos lados que costaría tal operación. Cuando se le informó que la cifra podría superar los cien, Peña se negó a respaldar el plan.

La elección de Peña entre una resolución por métodos pacíficos por encima del uso de la violencia no fue fácil. Hay que recordar que su espíritu se había formado y su reputación se había establecido por primera vez, gracias a su rol como portavoz y redactor de discursos del coronel Caamaño, líder del sector de los Constitucionalistas en la guerra civil de 1965, que enfrentó a las tropas de Caamaño contra los marines estadounidenses.

En esta ocasión, y para su gran crédito, Peña finalmente se mantuvo firme e instruyó a su gente a participar solo en protestas pacíficas.

Y, por otro lado, ¿se dejó Balaguer llevar, desde el principio, por los acontecimientos y las maquinaciones de sus partidarios? Puede ser que Balaguer no estuviese al tanto de los pequeños detalles, pero creo que debe asumirse que aprobó el fraude por adelantado. Dentro de ese sistema cerrado y altamente personalizado, reforzado por sanciones de miedo y penalidades económicas, es impensable que una decisión tan importante se pudiese haber tomado sin su consentimiento.

Al releer mis notas y el relato publicado sobre la narrativa de la crisis electoral del 1994, todavía estoy asombrado por la complejidad de las fuerzas en juego, tanto nacionales como internacionales, la proximidad al desastre y, sobre todo, por la conclusión imperfecta, pero pacífica.

Seguirá al menos una cápsula más sobre este drama.