Esta cápsula trata sobre una elección profundamente preocupante — una de las más Inquietantes con la que la Organización de los Estados Americanos (OEA) se había topado hasta entonces. En abril el secretario general de la OEA me designó para encabezar la misión de observación electoral de la OEA para las elecciones de 1994 en la República Dominicana. Yo era en ese momento el jefe de la Unidad para la Promoción de la Democracia de la OEA. Esta fue una innovación inspirada y financiada por Canadá, y yo fui su primer titular. Mi papel en la República Dominicana finalmente se convirtió en la de 'mediador internacional '– uniéndome a monseñor Núñez Collado, quien se había convertido en el 'mediador nacional'. El subtítulo es 'Alejándose del precipicio', y las palabras fueron cuidadosamente escogidas.Porque como diplomático me habían destinado a Ciudad Trujillo a principios de los años sesenta y fui embajador no residente en la República Dominicana desde 1988 hasta 1992, conocía a muchos de los protagonistas y se esperaba que tuviera algún conocimiento de los entresijos de la política dominicana. Dice algo sobre lo poco que sabía el hecho de que antes de dejar nuestra casa en Washington, le dije a Judy (mi esposa) que volvería en tres semanas. Eso fue el primero de mayo. Fue casi cuatro meses después que regresé a Washington.
No creo que haya sido ingenuidad, aunque ciertamente hubo algo de eso, pero no había uno entre nosotros –ni un observador ni un veterano político dominicano, ni un miembro de la prensa– que pronosticara la extraordinaria secuencia de eventos de ese verano.
No fue por falta de señales de advertencia. Las anteriores elecciones presidenciales de 1990 habían concluido agriamente después de incidentes de violencia, confusión, mala organización y acusaciones de fraude. Balaguer fue finalmente declarado ganador. Tras la presión de los partidos de oposición, Jimmy Carter, que había venido como mediador, y otros en la comunidad internacional hicieron recomendaciones para una importante reforma del proceso electoral. Estas fueron aceptadas por el gobierno y por la Junta Central Electoral (JCE). Hubo asesoría disponible, alguna pagada por Canadá, pero, como mi equipo descubrió, muy pocos de sus consejos fueron implementados. Los esfuerzos para poner atención a la JCE fueron respondidos con acusaciones de “intrusión”. Los asesores internacionales fueron acusados de “agresividad”. Mientras tanto, la JCE informó a la ciudadanía que los preparativos para las elecciones de 1994 estaban “progresando bien”.
En esta etapa ni yo ni mi equipo olíamos un fraude. Injerencia política, sí, porque una mayoría de los magistrados de la JCE pertenecían al partido de gobierno, el Partido Reformista. La primera persona en especular que un fraude podría estarse fraguando fue el español Vicente Martín, un consultor internacional que asesoraba al equipo del centro informático de la JCE.
Cuanto más se enteraba Martin, más se alarmaba –y su conocimiento alarmaba a los magistrados reformistas. Martín fue acercándose demasiado al corazón de las cosas, y como consecuencia fue
excluido de la mayoría de las actividades del centro. Se fue del país cuando empezó a recibir amenazas de muerte anónimas –para ser seguido, muy pronto, por otros dos consultores que estaban preocupados por su seguridad.
Vicente Martín fue reemplazado por un puertorriqueño Jorge Tirado, un veterano del ejército que siempre cenaba en Santo Domingo de espaldas a la pared, lo que le permitía ver claramente quien estaba entrando en el restaurante — un hábito que había adquirido en Vietnam. Fue en ese ambiente incendiario que los equipos internacionales de observadores electorales llegaron en la primera semana de mayo.
El equipo de la OEA (el mío) estaba integrado por veintisiete miembros; el de la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES), dirigido por Charles Manatt, ex presidente del Partido Demócrata norteamericano, veinte; y el del Instituto Nacional Democrático (NDI), dirigido por Stephen Solarz, ex congresista de Nueva York, veintiséis.
A los pocos días de nuestra llegada, la temperatura política subió. El Partido Revolucionario Dominicano (PRD), el principal partido de oposición, esperaba llegar a las elecciones con una ventaja significativa.
Sin embargo, las encuestas de opinión nacionales indicaban que los resultados serían muy cerrados, y esto tuvo el efecto de suscitar dudas sobre la competencia e imparcialidad de la JCE, denuncias de fraude prefijado, incidentes de violencia y campañas corrosivamente negativas.
El líder del PRD, Peña Gómez, un hombre de ascendencia haitiana, fue acusado de ser inestable y de participar en cultos satánicos. Pero fue el presidente Balaguer quien más astutamente jugó la carta haitiana – esquivando, al hacerlo, una postura honesta y que redujera la tensión.
Fue su extraño brebaje de que gobiernos extranjeros, supuestamente Estados Unidos y Canadá, conspiraban para forzar la unión de Haití y la República Dominicana como medio para resolver el endémicamente caótico problema haitiano. No hace falta mucha imaginación para entender el poder explosivo de tal demagogia.
La sangre haitiana de Peña se convirtió en un tema recurrente de los reformistas. Era acusado de ser el agente de este complot y la persona que lo implementaría si era elegido presidente. Circularon caricaturas grotescas de Peña. A medida que aumentaban las tensiones, también aumentaba la preocupación por un posible estallido de violencia generalizada.
A medida que pasaba el tiempo era cada vez más importante mi conexión con monseñor Núñez Collado, rector de la Universidad Madre y Maestra. Monseñor Núñez había sido la fuerza impulsora de los esfuerzos dominicanos para reformar el proceso electoral. Mi reconocimiento por la solidez de sus valores, su juicio, el respeto del que gozaba en un amplio espectro de dominicanos influyentes y su generosidad con su suministro de ron, que crecía constantemente cuando eran requeridos los fluidos medicinales a base de alcohol.
Otro aliado importante fue Danny McDonald, comisionado de la Comisión Federal de Elecciones de los Estados Unidos, que había sido insertado en el equipo de la OEA por Harriet (‟Hattieˮ) Babbit, embajadora de Estados Unidos ante la OEA, aparentemente en parte para que me chequeara. Suponiendo que esto tuviera una base sólida, el lado clandestino de este esquema colapsó rápidamente cuando McDonald y yo descubrimos que compartíamos intereses en cigarros, ron sour y humor — y nos hicimos amigos.