“… el futuro se ha transformado y ha dejado de ser el hábitat natural de la esperanza y de las más legítimas expectativas para convertirse en un escenario de pesadillas: el terror a perder el trabajo y el estatus social asociado a este…”. (Zygmunt Bauman: Retrotopía).

Nos encontramos en una verdadera subversión sigilosa. Una crisis civilizatoria que trae consigo la crisis de un modelo de producción, que no ruptura la esencia del régimen político de la democracia, empero, el ritmo de la conflictividad comporta en su seno el espejo de la erosión de la democracia, permeando en su tejido adiposo la autocratización democrática.

La perplejidad de la crisis civilizatoria nos lleva a lo que Antonio Gramsci graficó elocuentemente “La crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer”. En el interregno actual se producen los fenómenos más mórbidos a través de un querer retrotraer el pasado, una nostalgia incierta, como si el pretérito fuera el protagonista esencial de los tiempos y los demás, presente y futuro, no existiesen. Dice Bauman: “Lo que yo llamo retrotopía es un derivado de la ya mencionada negación del segundo grado: la negación de la negación de la utopía”.

La nostalgia, esa vuelta inapelable al pasado, se constituye en la antorcha, para desde allí querer redituar su libertad y seguridad. La estabilidad, como fuego inexorable de esa nostalgia pretérita, se coloca en el corazón y el cerebro del accionar de los actores políticos, sociales y culturales que luchan por recuperar un tiempo que no existe. La confianza como eje articulador se cierne sobre base desconocida, tanto en su definición como comprensión. La nostalgia se consolida en un “anhelo de regreso a los viejos tiempos”. La subjetividad se adueña así, de un amplio espectro de seres humanos que pretenden, afanosamente, encontrar soluciones arcaicas, añejas, a los problemas y necesidades de hoy, de esta época, de hogaño.

La globalización de los años 80 del siglo pasado significó una ola de desregulaciones, allí donde los mercados canalizarían el mundo. Se precisaba así de unos Estados débiles, con sujeción a lo mínimo, ni siquiera la asunción de aquella frase del padre de la Economía moderna, Adam Smith, cuando decía “El capitalismo solo puede funcionar si se cumplen las leyes que lo regulan”. La globalización, a través del neoliberalismo, donde el capital financiero se erigía en el peldaño más alto, de los demás capitales, produciendo una disrupción y recomposición de la producción y consumo. El capital financiero ya no era la unión entre el capital industrial y el capital bancario, sino el capital financiero como dispositivo de burbujas.

Ese modelo de producción y consumo aumentó la desigualdad y conllevó a la alta concentración del ingreso y de la riqueza en el mundo, derivando en la precarización de la clase media y en Europa, los signos de la disminución del Estado de bienestar. Esa crisis civilizatoria, cuyo hilo conductor se traza en el siglo pasado, encuentra en la dimensión política, un trastrocamiento de la democracia como régimen político.

Crisis civilizatoria que, a nivel político, se quiere resolver con una retrotopía, con una nostalgia inalcanzable, con un volver a ser la potencia, como es el caso de los Estados Unidos de los años 50 hasta los 90 del Siglo XX. La respuesta, a nivel político, en lugar de diseñar más democracia, más inclusión, más equidad, nos encontramos con una erosión de la democracia que se verifica en una desconfianza de los sistemas de partidos, una alta polarización, una significativa fragmentación, un auge de los extremos. Allí donde en algunos países se han subvertido los mecanismos institucionales. El estropicio humano se recrea a través de la xenofobia, de actitudes raciales, de estereotipos, de prejuicios, de discriminaciones.

El odio, emoción exacerbada como núcleo esencial de nuestro origen animal, se manifiesta en contra del otro. Es así como la negación del otro, a través del rechazo a las migraciones, en el ámbito emocional se convierte en la cantera del éxito de los ultra conservadores. No van a la raíz, al contenido, a la verdadera realidad. Por eso Edgar Morin en su más reciente libro Despertemos, nos dice “El nacionalismo deshumaniza al enemigo en tiempo de guerra y subhumaniza al extranjero en tiempo de paz. Sin embargo, como muy bien lo vio Jaures, para quien el patriotismo y el internacionalismo estaban unidos, el patriotismo y el humanismo estaban unidos, el patriotismo y el humanismo, que comportan la preocupación por el destino de la especie, son complementarios”.

En medio de ese panorama complejo nos preguntamos:

1.- ¿Quién llena el espacio del miedo y la incertidumbre?

2.- ¿Qué genera la ansiedad, la angustia y el deseo por la nostalgia del pasado?

3.- ¿Qué tipos de liderazgos corren en medio de la ruta de la mentira, de la manipulación, de la desinformación, de la infoxicación, del fake news y la posverdad, donde la verdad no importa?

Actualmente, los están llenando líderes carismáticos, más que lideres efectivos. El líder carismático es aquel “que tiene la habilidad para aglutinar a las masas en apoyo a las metas y objetivos, de un movimiento concreto. El líder carismático puede ser un miembro del grupo directamente interesado en el cambio, o puede ser de una clase social más privilegiada”. El líder carismático no necesariamente llega a ser un líder efectivo, eficiente, administrativo. El liderazgo carismático, hoy más que ayer, es el que apela de manera más recurrente, más sistemática, a las emociones, inspirando en las pasiones y creando entusiasmo en realidades que no existen. Crean enemigos donde no los hay. Golpean a fuerza de mutilar la psique, a través de la Neurociencia, para confundir la mentira con la verdad.

La información como búsqueda de la verdad no constituye el objetivo principal visibilizado. La información para ellos solo tiene importancia en su relación con el poder y en el acceso a este. Hoy, tenemos líderes carismáticos conservadores, regresivos, que responden de manera “firme” a una población que busca afanosamente encontrarse con su pasado “glorioso”. El líder carismático interpreta y canaliza emocionalmente con el discurso, la retórica, redimir ese pasado y trastocar el presente para montar un futuro sin tiempo, creando un verdadero vacío, como nos señalaba Gilles Lipovetsky en su libro Era del Vacío. Allí donde el individualismo se convierte en la búsqueda del alcance imposible, negando la esencia de la naturaleza humana.

Esa lucha desaforada, cuasi sin racionalidad, pues tiene como centro motriz la nostalgia del pasado y su regreso, ha generado grandes movimientos sociales, traducidos en olas políticas. Los movimientos sociales se llevan a cabo allí donde hay un “grupo de individuos comprometidos en un esfuerzo organizado, ya sea para cambiar o mantener algún elemento de la sociedad.”

¿Qué grafica y ejemplariza el odio, la xenofobia, el racismo, los estereotipos, la discriminación y el ultranacionalismo como cemento ideológico? Traen consigo, en los escenarios políticos, dos tipos de movimientos sociales:

  1. Movimiento social regresivo.
  2. Movimiento social conservador.

Esos dos son los que están más apuntalados en esta época de cambio y de cambio epocal, generando una crisis civilizatoria en los 80 del siglo pasado y ahora, con una retrotopía infiel, de una infertilidad fecunda que no encuentra eco en el presente. El dilema así construido es, polarización y fragmentación, dificultándose los pactos, acuerdos y alianzas en función de la sociedad como un todo. El maniqueísmo creado produce la adversidad, el enemigo, perdiendo la tolerancia y el respeto por la diferencia.

¿En qué consiste el movimiento regresivo y conservador que es la punta de lanza de esta crisis civilizatoria? Según Bruce J. Cohen, el movimiento regresivo (reaccionario) “intenta regresar a condiciones anteriores, devolverse en el tiempo”. Abunda el autor “Es evidente que los individuos que adhieren a este tipo de movimiento están descontentos con las tendencias sociales actuales”. El movimiento conservador “es aquel que trata de mantener el statu quo de la sociedad. Los individuos que apoyan este tipo de movimiento consideran que el estado imperante de la sociedad es el más deseable”.

Los movimientos regresivo y conservador, en la praxis, acusan un desconocimiento sigiloso, sutil o abierto a la democracia. Dinamitan los espacios de participación y de horizontalidad del poder y pulverizan los mecanismos institucionales, agrietando a los partidos y negando la política, desde la política misma.

Francis Fukuyama en su libro Identidad esbozaba “Mucho antes de la elección de Trump (2016), escribí que las instituciones estadounidenses se degradaban a medida que poderosos grupos de interés cooptaban progresivamente el Estado y este quedaba limitado a una estructura rígida incapaz de reformarse”. Se desliza el autor “El propio Trump era tanto un producto como parte causante de esa decadencia”. “Trump Carecía completamente de las virtudes que uno asocia con el liderazgo (integridad, fiabilidad, buen juicio, devoción por el interés público y una brújula moral incuestionable”. Hay que subrayar, resaltar, que todo lo aludido fue escrito en julio de 2019 en ese libro denominado Identidad ¡5 y 6 años después conoceríamos de sus explosiones legales, éticas y morales!

La crisis civilizatoria, en su segunda fase, crea estos liderazgos fuertes, con vocación autoritaria, sin horizonte cierto, porque en su nostalgia creen que su sola personalidad retrotraerá la historia. Pero, como decía Carlos Marx, recreando a Hegel “La historia se repite, primero como tragedia, segundo como farsa”. La esperanza de que un mundo mejor es posible nos lo refuerza el gran filósofo coreano Byung-Chul Han en su obra El Espíritu de la Esperanza, cuando nos dice “La esperanza no es optimismo. No es el convencimiento de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido”. Diríamos nosotros, la vida humana misma.