Parece que se ha logrado un cierto consenso en medios internacionales sobre la necesidad de que se produzca una intervención extranjera en Haití para detener los desmanes de las pandillas. El primer ministro haitiano Ariel Henry, hoy la autoridad ejecutiva, ha solicitado tropas extranjeras. En Estados Unidos y, en menor medida, otros países se evalúa la solicitud con aparente reticencia. En contrapartida, llegan noticias de manifestaciones masivas en Port-au-Prince contra tal solicitud y en demanda de la renuncia del señor Henry.
Carezco de información suficiente acerca de los intríngulis de la actualidad política en Haití. Señaladamente, no tengo una interpretación acabada acerca del fenómeno social que significan las pandillas. Sin embargo, resulta a todas luces evidente que no responden únicamente a un componente delictivo, pues son consecuencia de la degradación del esquema de poder en el país vecino, asolado por sectores dirigentes rapaces, responsables en lo fundamental del agravamiento de las deplorables condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población.
Un rastreo superficial del proceso político reciente muestra que de los factores internacionales que gravitan decisivamente en Haití no son ajenos a los desenlaces en las pugnas de fuerzas sociales y políticas. En particular, quedó más que evidente el apoyo estadounidense al ex presidente Michel Martely, de orientación de extrema derecha, iniciador de la implantación de los medios actuales que dominan el Estado. En las elecciones pretendidamente ganadas por este personaje participaban otras opciones, como la competente académica Mirlande Manigat, desfavorecida por manejos espurios que no viene al caso detallar ahora.
Al margen de tal cuestionable contexto de gravitación internacional, ha quedado probado que las intervenciones de Estados Unidos en Haití no han surtido efectos deseables. La prolongada ocupación entre 1915 y 1934 tuvo efectos deletéreos sobre el campesinado y dejó estabilizado el dominio de la élite mulata, lo que no dio solución a los problemas ancestrales y a la larga, abrió las puertas para la toma del poder por François Duvalier, tirano que, a nombre de la negritud y en fin de cuentas con apoyo estadounidense, provocó males inconmensurables, como el asesinato de más de treinta mil personas o la desarticulación de aparatos productivos. Más recientemente, la intervención decidida por el presidente estadounidense Bill Clinton en 1994 para reponer a Jean Bertrand Aristide muestra los meandros de las conveniencias de una potencia en su relación con formaciones dependientes. Fuera de toda duda, careció de cualquier efecto favorable a la vida de los haitianos. Esferas del poder foráneo habían contribuido al derrocamiento previo de Aristide y lo mismo volvieron a hacer tras reponerlo.
Habrá de ser cuestión de evaluación por parte de actores de Haití si van a continuar visualizando a República Dominicana como la responsable de sus problemas. Al margen de ello, los dominicanos debemos hacer lo que esté al alcance para apoyar a Haití, aunque comporte dificultades considerables.
Me parece auspicioso que sectores importantes de la población haitiana en la coyuntura actual cuestionen la solicitud de intervención extranjera. Contrasta con la sensación de apoyo que se visualizaba en 1994, a raíz de la operación Uphold Democracy, cuando abundaban letreros como “U. S. for 50 years” (“¿sensaciones?”). Atribulados por la violencia de los regímenes militares, demócratas haitianos con quienes conversé en la ocasión en Port-au-Prince se sentían aliviados de salir de una pesadilla.
En cualquier caso, al margen de “beneficios” o perjuicios seguros de una intervención militar extranjera, debe ser cuestión de principio la defensa de la autodeterminación de los pueblos. En la medida en que Haití es una nación organizada como Estado, la solución a la tragedia humanitaria corresponde a los propios haitianos.
Algo distinto a una intervención militar ha de ser el apoyo internacional a un proceso de reconstrucción de Haití. Para que tenga efectos, resulta imprescindible que la voluntad de soberanía se troque en eficacia. Un movimiento popular y democrático en Haití tendría que trazar balances acerca de experiencias pasadas. Por desgracia, las gestiones de Aristide y de su sucesor René Preval se saldaron en un rotundo fiasco, tema que correspondería a otro artículo. Aristide en particular condujo una estrategia tendente, entre otros componentes demagógicos, a polarizar apoyo popular a través de la contraposición con República Dominicana. De presentarse como un semi-Dios al servicio de los pobres, salido de un movimiento eclesiástico de base, Aristide terminó siendo un político convencional, corrupto como cualquier otro, y con actuaciones generales cuestionables.
Al margen de la evolución de la política interna, y con el debido respeto a la soberanía nacional, como cuestión moral la comunidad internacional está llamada a prestar apoyo a Haití para que entre en una senda de construcción de una economía que enfrente la pobreza y geste un ordenamiento democrático. Una tarea de esta magnitud debe abarcar a la comunidad internacional en su conjunto, por lo que corresponde agendarla a las Naciones Unidas. Es de esperar que algunos países ponderen propuestas de los propios actores haitianos dotados de responsabilidad, y así no se repita la experiencia de la Minustah, tropa limitada a mantener un orden superficial, carente de contenidos rescatables y debajo del cual se fue incubando lentamente el fenómeno social de las pandillas.
Por razones comprensibles, la República Dominicana no debiera operar como actor importante en una adecuada estrategia multilateral de apoyo a Haití. Nuestro país, aunque mucho menos pobre, sigue teniendo recursos limitados que ni siquiera permiten afrontar todos los requerimientos deseables para una política nacional de desarrollo. Adicionalmente, dados los elementos históricos problemáticos de la vecindad, la República Dominicana debe abstenerse de cualquier presencia política en Haití, más allá del apoyo moral a los sectores animados por propósitos democráticos y de compromiso social genuino.
Como parte de esta orientación, y a pesar de la limitación de recursos en nuestro país, el Estado y organismos independientes de la sociedad deben aprestarse a ofrecer respaldo a Haití en lo que sea posible. Hay áreas en las que resultan factibles esfuerzos sistemáticos, como la extensión agrícola, la formación profesional o la educación en términos generales, o la salud. El apoyo a Haití, aunque forzosamente de alcances limitados, debe elevarse a tarea de consenso entre los dominicanos.
De nuevo, los efectos de una acción de este género, en el caso deseable de orquestarse, dependerían de la receptividad de los haitianos, de la capacidad de que en Haití se geste un ordenamiento que permita tal tipo de colaboración. Por el momento, en República Dominicana debe desterrarse la visualización de Haití como mera fuente de beneficios comerciales.
En el mismo orden, no pueden atenderse las exigencias y presiones de organismos internacionales de que el país continúe recibiendo inmigración haitiana fuera de control, como acontece. En días recientes, uno de los tantos organismos internacionales pidió que no sean repatriados inmigrantes haitianos ilegales. Una formulación de este género está focalizada en República Dominicana, único país que no aplica las regulaciones migratorias de la generalidad de Estados modernos.
La solución de los problemas de Haití se encuentra en el interior de su territorio y ha de ser resultado de la acción de su pueblo. La emigración, a lo sumo, no pasa de ser una válvula de escape que no resuelve nada, porque a lo sumo cubriría a una porción minoritaria de la población sometida a condiciones de pobreza extrema. Precisamente las presiones sobre la República Dominicana para que no aplique regulaciones migratorias forman parte de la visión de no afrontar a fondo las consecuencias de la tragedia humanitaria que sufre el pueblo haitiano.
Habrá de ser cuestión de evaluación por parte de actores de Haití si van a continuar visualizando a República Dominicana como la responsable de sus problemas. Al margen de ello, los dominicanos debemos hacer lo que esté al alcance para apoyar a Haití, aunque comporte dificultades considerables. La propuesta de la fraternidad ha de erigirse en un principio. Pero cada país en su propio espacio: los dominicanos no deben entrometerse en los asuntos internos de Haití y los haitianos deben comprender las conveniencias de la República Dominicana en materia migratoria.
Por mi experiencia muy limitada, estoy convencido de que existen interlocutores válidos, capacitados y responsables en Haití. Entre nosotros debe armarse una agenda de colaboración multilateral, al margen de desenlaces puntuales de la evolución política en ambos países. Los prejuicios mutuos deben ser desterrados para beneficio común.
La agenda deseable, ciertamente, está plagada de inmensas dificultades, pero no por eso debe ser desestimada.