La compra y venta de personas y/o partidos constituye una de las tantas taras de nuestros sistemas político y de partidos. La sistematicidad de esa mala práctica de nuestra clase política se acentúa durante e inmediatamente después de los procesos electorales, envileciendo a quienes se venden como a quienes compran, lastrando todo intento de institucionalizar el país y cualquier intento de gobernabilidad democrática en las principales instancias del sistema. Sin rubor ni pudor, singulares individuos y representantes en las instancias de los poderes locales y congresuales cambian de casaca y, sin rubor ni pudor, antiguos compradores estigmatizan a los nuevos.
Es el caso del entonces PLD de Leonel y Danilo, que compró el partido más enraizado en la sociedad dominicana: el entonces PRD, en breve, compró prácticamente toda la oposición organizada, una insólita práctica de corrupción política, quizás única en el mundo. Hoy, los partidos que lideran ambos personajes se quejan de que les “compran” militantes, diputados, senadores, alcaldes y concejales. Acusan al actual partido de gobierno de incurrir en una práctica que, más que nadie, ellos expandieron y fortalecieron hasta la náusea en la cultura política dominicana. Esa compra del PRD fue el inicio de la disolución de esa colectividad y de la presente crisis de partidos del sistema político dominicano.
La adquisición de esa agrupación fue un acto de compra y venta, en la que el jefe vendedor y su grupito sólo pudieron vender, básicamente, sus siglas y su patente legal, en una acción en la que las instituciones al servicio del partido oficial jugaron un papel de sostén y hasta de garantes de esa afrentosa operación que congeló el carácter opositor de la organización. La extra gran mayoría de la militancia y altos dirigentes no se fueron al partido comprador, mantuvieron una tenaz resistencia a los usurpadores que culminó con su salida de la organización para formar otra distinta y en contra del entonces PRD, no sin que, desafortunadamente, la nueva colectividad surgida perdiera importantes atributos de la historia y naturaleza social de la matriz de la cual salió.
La compra y venta de gente y de partidos es una suerte de trata persona, tóxica para el sistema de partidos, la gobernabilidad, la eficiencia y eficacia de esas colectividades. Quienes se venden suelen ser los peores de sus organizaciones, por lo cual se compra un producto de pésimas condiciones éticas, morales y propensos a traicionar la colectividad que los compra y además, causan malestar al interior del partido comprador, porque el vendido que se vende por un cargo, suele reclamar, generalmente con éxito, sus presumidos “galones”. Si era concejal, alcalde, diputado, senador o miembro de la dirección política de su partido, exige esos mismos cargos como pago, por lo cual son despojados de las posibilidades de postularse a esos mismos cargos a eventuales candidatos por el partido comprador.
En este periodo preelectoral, se suceden sostenidamente las juramentaciones de esa suerte de tránsfugas que pasan en solitario o en grupo a las agrupaciones en las que creen podrían obtener una postulación eventualmente negociada y las colectividades receptoras las exhiben públicamente como presas. Sin ningún rubor. Esa práctica constituye una de las razones por la cual aquí no hemos salido del canibalismo político, en la imposibilidad de llegar a acuerdos políticos sustantivos y de largo aliento, lo cual se refleja en la ingobernabilidad en los lugares donde se toman las decisiones políticas fundamentales, sobre todo en los gobiernos locales y en el parlamento.
La imposibilidad de llegar a acuerdos entre los actores políticos claves de un sistema, por la práctica del canibalismo, potencia sus dificultades para establecer “mecanismos de inclusión social, de participación, de representación democráticas de la población en las instancias donde se toman las decisiones que le conciernen” nos dice Joan Prat Catalá. A mayor nivel de ingobernabilidad, menor institucionalidad. La compra de miembros descontentos con sus partidos para ofrecerles candidaturas incrementa el control de los políticos de oficios sobre la representación en los cargos electivos, limitando las posibilidades de ingreso de nuevos talentos a la actividad política, al tiempo de encarecer sostenidamente el costo de esta.
Estar en una boleta electoral, para muchos vendidos, es participar en la distribución de los más de 21 millones de pesos diario que reciben las cámaras legislativas, según se reporta, para gastos y salarios y para distribuir canastas navideñas, bonos los días de las madres, en Semana Santa, etc., esa canonjía constituye una afrenta, envilece la política y a quienes viven de esa práctica dando y/o recibiendo. Es también factor del descontento de amplias franjas de la población, sobre todo jóvenes recién graduados que, con sentido de desarraigo, desean abandonar el país. La nueva mayoría que gobierna prometió institucionalización, creo que su más importante figura, el presidente, junto sus principales activos quieren honrar esa promesa, pero para eso sus prácticas y discursos tienen que ser consistentes.
El país no puede seguir viviendo en el conservadurismo ancestral, en las diversas formas de corrupción en que nos ha sumido la cultura política del dispendio y las dobleces. Para su institucionalidad democrática, urge una reforma política, moral e intelectual, como dice Gramsci, un ejercicio del liderazgo para lograr un real acuerdo político para la regeneración nacional. No solo para seguir en el poder.