La vida tiene formas muy extrañas de imponer su natural autoridad sobre nosotros. Uno, por ratos, se puede sentir tan astuto como un zorro y pensar en su mente que se la está comiendo, que se está saliendo con la suya, hasta que la vida misma te estruja la realidad en la cara y pone todo en su lugar. Muchísimas veces hemos sido testigos y protagonistas de momentos en los que no queda más que pensar cuántas vueltas da la vida.
Con los años, he asumido esas vueltas como lecciones de la vida que te muestran, a veces de la manera más dura, el camino para retornar a la humildad, a la disciplina, al bien y al perdón.
Me recuerdo una vez que bajo una rabieta, abandoné mi puesto de trabajo en un programa de televisión y simplemente no regresé. En una actitud de ingratitud, de mala educación y terquedad, no volví. Me fui sin agradecer aquella oportunidad, el trato que se me había dado y lo que aprendí mientras estuve ahí. Rememorando ahora, tantos años después, no caigo en cuenta sobre las razones de mi enfado, pero tengo la certeza que aquella actitud mía fue fruto de la inmadurez y que muy probablemente, si yo hubiese asumido otra forma, las cosas no pasaban de una diferencia entre dos compañeros de trabajo.
Años después, haciendo de presentadora en las elecciones del 2008, ¿adivinan con quién coincidí como mi jefe inmediato? Sí, la misma persona con la que tuve aquella malísima actitud, injustificable por demás, y que en ese momento, con todo el chance de hacerme pasar un mal rato, decidió pasar la página y ni mencionar aquel impasse. No tengo que contarles lo minúscula que me sentí con aquella vuelta de la vida.
Hace más de veinte años, tuve uno de esos ex novios terribles, de los que te dan mucha carpeta y te enseñan dos cosas, a pasar mucho trabajo y cuando me cansé, a no exceder mis límites de aguante por nadie. Pues, como dos años después del noviazgo, resultó que yo no estaba sola y que los amores, a fin de cuentas no eran conmigo. Que yo andaba muy lejos, a pesar de conocer su familia, sus amigos y visitar su casa, que la novia no era yo sino otra muchacha, en ese momento estudiante de Derecho.
Sobra decirles que como seis o siete años después, llevando una causa en un tribunal, la jueza suplente ese día era nada más y nada menos que aquella misma muchacha a la que un novio nos puso en contra. Sabrán también que, en una muestra de altura y en nombre de hacer lo correcto, ella se inhibió sin necesidad de que los abogados dijeran ni media palabra. Vaya vuelta de la vida.
Hoy, tantos años después, ella ya casada con el mismo hombre que nos puso en aquella situación, forjamos una amistad sincera, de mucho afecto, admiración, respeto y sobre todo solidaridad. A veces cuando nos escribimos, hablamos de nosotras, de los hijos, de los planes, del trabajo, el futuro y al rato, cuando caemos en cuenta, yo le mando saludos al ex novio que me regaló una gran amiga.
De tantas vueltas que ha dado la vida, si algo me ha enseñado es a tratar siempre de ser gente, a hacer el bien por uno mismo sin esperar gratitud ni reconocimiento y a no andar dañando con atropellos o insultos, cuando uno puede ser presa de la ira, la rabia y el dolor con gente a la que uno sabe que quiere.
Y no digo que sea fácil aquello de uno dejar en visto a una persona que te agrede, de dejar pasar un agravio, de no contestar una ofensa. Uno puede llegar a sentirse pendejo y hasta bobo. Ahora, lo que sí es difícil, es eso de tener constantemente que explicarse y quedar como alguien fuera de control.
Los insultos, los agravios y el daño a la estima no se recogen. Cuando una ofensa rompe a un ser querido, cuesta muchísimo enmendar el daño y empatar aquellas piezas rotas. Por eso, como yo ya sé de las vueltas que da la vida y la manera tan peculiar que tiene para dar lecciones, trato siempre de evitar que el orgullo, la soberbia y la ira me dominen. Tarde o temprano la vida nos coloca en el mismo lugar, frente a frente para pasar factura y habrá que rendir cuentas, porque entre tantas cosas de eso se trata la vida, de aprender por las buenas o por las malas.