Aprendí a manejar poco antes de los 18 años. Obtuve mi licencia y en mis primeros años de universidad manejé mucha carretera en viajes con mis amigos de la facultad, siempre prudente, pero sin miedo.

En esos primeros años le escuché a mi tío Nelson uno de los consejos más valiosos que recibí para manejar en carretera y que tantos años después, propio de las palabras sabias, lo recuerdo y lo aplico.

Nelson, camionero experimentado de toda la vida, presidente de un sindicato de camioneros y sobra decir la clase de chofer tan diestro que sigue siendo, de los buenos, de los de antes. “Ni adelante, ni atrás, ni a los lados, a los camiones se le anda bien lejos”, me dijo, y si aquellas palabras venían de él, un camionero tan sabio, lo lógico era hacer caso y así lo hecho siempre.

Ahora, tantos años después de que Nelson me haya dado un consejo que probablemente ni él mismo recuerde, pero que yo mantengo pendiente, se me ocurre que hay gente a los que uno les debe andar como a los camiones.

Entre el constante mal vivir, la eterna queja, ese ánimo de que todo está mal y nada está bien y la amargura desmedida al punto de que todo les molesta y son capaces de externarlo sin filtro, sin medir daños ni consecuencias, a esa gente que se hace acompañar de una nube negra donde quiera va, a esos hay que evitarlos.

¿Se imaginan vivir quejándose de absolutamente todo? ¿Que no haya espacio en su vivir para reconocer algo bueno entre tantas cosas? ¿Que su felicidad esté condicionada a la desgracia del prójimo? ¿Eso puede ser vida? Yo personalmente estoy segura que eso anda muy lejos de vivir y más divorciado aún de la felicidad.

Hay que ser celosos con nuestro entorno, con lo que uno lee, con la gente de la que uno se rodea y hasta a quién uno le consume sus desahogos en vida real o redes sociales, porque estoy convencida de que con esa vibra, ese oscurantismo, uno corre el riesgo de que se le pegue.

Especialmente aquellos que tienen la capacidad de encontrar felicidad y belleza hasta en lo más sencillo y cotidiano de la vida. Uno que es capaz de ponerse contento porque un día puede despertar tarde; que disfruta un buen café; que atesora los logros de los demás como si fueran propios; que encuentra felicidad hasta en un sancocho en tarde de lluvia; que no anda cargando rencor en su equipaje de vida, esa capacidad vale la pena cuidarla.

Ya para queja y prédica el mundo tiene demasiado voluntarios y abonados. Se le concede el permiso al corazón de vez en cuando para uno quejarse y andar con el ánimo al revés, pero no siempre. El empeño debe ir orientado a vivir bien, a ser felices sin dañar a nadie y si eso requiere andarle lejos a los camiones y a esa gente que son como los camiones, abróchese el cinturón, chequee su carril, acelere y déjele la pista a ese camión.