El Dr. Pedro Mir, con su experiencia e intuición poética, decía que el siglo XXI sería poco lisonjero para la humanidad, a pesar de avances de la ciencia y la tecnología. Y apenas a un año se su partida, se confirmó su presentimiento con los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono en Estados Unidos, el 11 de septiembre del 2001, que cambiaron la historia de aquella gran nación, realizados por terroristas radicales que chocaron tres aviones y ocasionaron más de 4 mil víctimas humanas e incalculables daños materiales.

Todavía siguen abiertas las heridas provocadas por estos hechos; carezco de capacidad para evaluar sus causas, razones y consecuencias por los que me acercaré a algunos factores psicológicos asociados a estos terribles comportamientos. Al decir del intelectual Robert Sapolsky en su famoso libro de neurociencia Compórtate: “las adversidades sufridas durante la infancia pueden dejar cicatrices en nuestro ADN o en nuestras culturas, y los efectos pueden perdurar toda la vida, en muchas generaciones”.

Existen evidencias y estudios acerca de que algunas personas, por causas genéticas y ambientales, no desarrollan o maduran ciertas áreas cerebrales ya identificadas y estudiadas, asociadas a las funciones de decidir cómo proceder correctamente y a establecer el promedio de edad en que los adolescentes pueden votar, beber o conducir.  Y han surgido influyentes líderes políticos, comunitarios o de fe, algunos propagandistas del odio, quienes han logrado provocar cambios y desequilibrios bioquímicos, llamados lavados cerebrales.

Estos desequilibrios, reforzados por el uso de sustancias ilícitas, arraigan odios y resentimientos tan profundos, tal vez en el inconsciente, convierten a personas en capaces de asesinar o ser asesinadas, de realizar maldades o atrocidades por valores sagrados, sobrehumanos o religiosos, o creencias en que ellos son superiores y con almas, y otros no. Estos comportamientos pueden responder a simbolismos, como una bandera, una caricatura, una canción; o a crueles metáforas o comparaciones con ciertos animales.

Por ejemplo, las acciones de ciertos conquistadores de las poblaciones originarias americanas; los nazis de Alemania; los antitutsi en Ruanda; los golpistas en Chile. Algunos deshumanizaban a sus rivales llamándoles ratas, cucarachas, roedores, piojos, buitres y otros apodos denigrantes. Y recordemos los casos de canciones como “A mi manera”, en algunos países como Filipinas y “Páginas gloriosas” en República Dominicana, donde provocaron tanta violencia y muertos que las prohibieron.

Afortunadamente, algunos individuos, con el tiempo y por procesos cerebrales, sufren cambios cerebrales y adquieren comportamientos correctos, como el caso del presidente Nelson Mandela, en Sudáfrica, quién durante su cautiverio de 27 años, se dedicó aprender la cultura, deportes y el idioma de sus adversarios y a controlar el odio y el resentimiento contra ellos.

Y puedo ofrecer humildemente el caso de Mario José Redondo Llenas, quien lleva más de 27 años preso por un hecho que estremeció la sociedad dominicana y, según el testimonio del sacerdote Antonio Lluberes, historiador y mi amigo fallecido, y evidencias, se ha destacado por su buen comportamiento y labor cultural en la cárcel. En otras palabras, tanto los comportamientos peores como los mejores pueden aprender.

Paz a las almas de las víctimas de los atentados del once de septiembre en Estados Unidos.

** Este artículo puede ser escuchado en audio en el podcast Diario de una Pandemia por William Galván en Spotify.