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La historia sucede como tiene que suceder, y no como, en función de métodos y fórmulas de interpretación embrollados, y de agendas ideológicas insospechadas, se pretende que suceda mucho tiempo después de transcurrida. Es de naturaleza subjetiva. Los métodos y fórmulas, al igual que las agendas ideológicas en la interpretación historiográfica, se reducen a lo que tienen que ser: métodos, fórmulas y agendas ideológicas; es decir, son perfectamente situables.

En su ensayo “La oralidad sobre el pasado insular y el concepto de nación en el mundo rural dominicano del siglo XIX” (SD: Ediciones Boletín del Archivo General de la Nación. Año LXXI, Vol. XXXIV, No. 123, 2009), con una visión postmoderna y eurocéntrica de la historia patria, el historiador, Dr. Roberto Marte se propone despachar las metodologías de investigación historiográfica de los historiadores tradicionales dominicanos, tales como José Gabriel García, Emiliano Tejera, Antonio del Monte y Tejada, Américo Lugo, entre otros historiógrafos. Marte no solo intenta descalificar dichas metodologías, sino que llega al extremo de cuestionar el rigor de sus obras. En el caso de José Gabriel García, Marte raya en la insolencia al referirse a él como un “coleccionista” (Véase nota al calce, 96) e insinúa una falta de originalidad en sus aportes (89), a los cuales califica despectivamente de “folletería” (148) y, en otro lugar, los minimiza como “novelones y prontuarios de fechas”. Al romper lanzas y dirigir sus críticas contra García, por lo que parece Marte lo considera el chivo expiatorio por excelencia de nuestra historiografía. Siendo García el “Padre de la Historiografía Dominicana”, no sería casualidad que reciba tal tratamiento de su parte.

José Gabriel García

Desde el primer párrafo de su ensayo, Marte apunta a condenar el concepto de la nación dominicana. Su sesgo racionalista y su mirada posmoderna y eurocéntrica de la historia patria, no le permiten ver que no ha existido cultura en la historia humana que no haya comenzado a fraguar su ser nacional, mayormente a través de la tradición oral y las memorias populares. Si bien Marte subestima la primera, refiriéndose a ella como “la llamada tradición oral” (94 y nota al pie de página, 91), es evidente que esta ha sido un pilar en la construcción de identidades nacionales, por ser uno de los vínculos más directos con la historia vivida y transmitida por las comunidades tempranas.

Estamos, sin duda, ante un discurso embrollado, sobrecargado de citas, de largas notas al calce, de un armazón léxico pesado y de fraseologías en cada página. La muestra es una rigurosa erudición historiográfica que recuerda a aquellos áridos discursos academicistas europeos y norteamericanos. Esto indica, por tanto, poca originalidad en la tesis del historiador, como se observa en el abuso del mecanismo de las citas y en las profusas y tediosas notas al calce con las que intenta sustentar sus planteamientos. Este uso desembozado de barbarismos (latinismos, anglicismos, germanismos, entre otros) crea un instrumental lleno de jergas profesionales y tecnicismos, que interrumpe el buen ritmo del discurso y de la lectura, resultando en un estilo pedante y engorroso.

Marte parece perder de vista que es constante en la construcción de las historias nacionales marginar las regionales y locales. En otras palabras, las diversas regiones y comunidades que conforman un país tienen sus particularidades y matices. Esta dinámica se observa cuando el investigador intenta descalificar el concepto de la identidad nacional dominicana, asumiendo que el sector rural del país, a sugerencia suya, no estuvo a la altura de conceptualizar la nación dominicana, y que, además, la desprecia. De ser así, ¿acaso no sucede lo mismo con las historias regionales y locales de otros países latinoamericanos y caribeños en relación con su ser nacional? ¿Existe algún país que haya nacido maduro en su historia, sin haber pasado primero por procesos variados y complejos, y que no cuente con sectores rurales que transmitan sus valores históricos y culturales a través de la tradición oral? Grecia y Roma, las culturas clásicas por excelencia, no fueron la excepción; las obras fundacionales de la cultura occidental, como la Ilíada y la Odisea, comenzaron en la tradición oral, y dentro de ella, las memorias populares.

Los pensadores desde el Renacimiento y la Ilustración no atribuían estatus de humanidad a las personas de color, es decir, a los indígenas, a las personas de piel negra y a los orientales, bajo el supuesto de que carecían de historia escrita y, por ende, de alma. Sus prejuicios eurocéntricos y racionalistas los llevaron a pasar por alto el valor de la tradición oral como formas de transmisión de la historia y la cultura en la etapa temprana de formación de los pueblos. Son, simple y llanamente, otra dimensión de la experiencia humana. A la luz de este postulado, Marte concluye que los habitantes del sector rural en la parte oriental de la isla de Santo Domingo no tienen identidad nacional. (84 y 126) La tradición oral es, sencillamente, otra dimensión de la experiencia histórica que el historiador no debe soslayar, so pena de responder a métodos, fórmulas e intereses ideológicos ajenos al rigor del quehacer histórico.

No solo ha sido la tradición oral útil en la formación del ser nacional de los países en su etapa balbuciente, sino que todavía continúan siendo relevantes en algunos pueblos en la reconstrucción de determinados procesos. Un caso en nuestro país es el olivorismo en el Suroeste a principios del siglo pasado, del cual aún quedan testigos vivos, una realidad que Marte reconoce, aunque con otros propósitos. (123-124)

El hecho de que no haya habido libros de historia escritos en los albores de la República Dominicana no significa que no se haya forjado la idea de nación en los dominicanos del sector rural en aquel entonces. Marte sugiere que solamente los países cultos pueden forjar su ser nacional, una noción que contrasta con su discurso inscrito en los presupuestos ideológicos del pensamiento posmoderno y eurocéntrico. Esta contradicción se hace evidente en su análisis del “proceso de diferenciación social y política” (132) entre la República Dominicana y Haití, así como entre nuestro país y España, resultado de las guerras independentistas y restauradoras. Marte reconoce el carácter natural de los conflictos entre la República Dominicana y Haití en la formación del ser nacional. (145).

Sin embargo, nuestro historiador incurre en contradicción cuando afirma que “es cierto que los anexionistas no acogieron la ideología nacionalista, pero esto no implica que no se hubieran autopercibido como dominicanos” (Véase nota al pie de página, 128); o cuando sostiene que “en general, la criollización de la población de la antigua Española significó que la sociedad insular fue adquiriendo desde el siglo XVII una fisonomía propia” (152); y que “la historia del nacionalismo dominicano no fue un tema de la exclusiva competencia de las élites política y letrada, pues la población rural pobre constituyó la sustancia de las fuerzas dominicanas en las guerras independentistas”. (153) Parejos asertos contrastan con su argumento base de que la noción de dominicanidad es un asunto de esas mismas élites. (126, 138, 164) Semejante procedimiento en la investigación no puede sostenerse, especialmente cuando su intención parece ser canibalizar la noción de la identidad dominicana tal como emerge del discurso historiográfico tradicional, lo que denota una falta de vigilancia sobre su propio discurso.

En términos generales, la formación del ser nacional despierta espontáneamente en los pueblos. En su lucha germinal como nación, la República Dominicana se desarrolló enfrentando a los franceses desde las Devastaciones hasta la batalla decisiva de la Sabana Real de la Limonade, donde, por cierto, emerge el culto a la Virgen de la Altagracia. El pueblo dominicano nació luchando por no dejar de ser hispánico. En Neiba, por ejemplo, fue una masa de campesinos quienes, inicialmente interrumpiendo sus labores en los conucos, se enfrentaron a ejércitos tan poderosos como los de Jean Jacques Dessalines, Faustin Soulouque, Charles Hérard, el general Suffrant y el coronel Auguste Brouard, cierto, con héroes o próceres mayores que la dirigiera como tropas de avanzada durante nuestras luchas independentistas y restauradoras, como fue el caso del entonces coronel Antonio Duvergé, pero a la distancia, desde Azua, en tiempos de la Batalla del 19 de Marzo de 1844. Sin embargo, para Marte, en una actitud que denigra su lucha, los campesinos de la zona rural fueron “con frecuencia sacados amarrados de sus conucos o, al toque de la generala, incitados por el entusiasmo de obtener algún botín de los vencidos”. (146) No bastó con que un Fernando Tavera, un Dionisio Reyes, un Lorenzo de Sena y un Pablo Mamá no supieran conceptualizar nociones abstractas o ideológicas como el escudo, el himno y la bandera para que no se distinguieran de los haitianos, de los Estados Unidos en tiempos de Báez, y de la España anexionista antes. En este sentido, resistieron la noción del Otro. Lejos de que su participación en las luchas nacionalistas estuviera motivada por un interés estrictamente crematístico, su arrojo y heroísmo fueron tan reales como consistentes a lo largo del valle de Neiba, primero contra el Haití invasor, luego contra España durante la Anexión, y finalmente, contra las ambiciones desmedidas de un Báez que buscaba arrendar o vender en beneficio propio la Bahía y la Península de Samaná a los norteamericanos. En otras palabras, se descubre un patrón de lucha heroico en sus proezas en la historia patria.

La historia se desarrolla como debe en cada país, y no como eruditos ahora en un intento tendencioso pretenden que haya sucedido en el tiempo. Esto vale para cada episodio o hecho que se intente deconstruir dentro de la historia dominicana, desde la perspectiva de las obras citadas, a partir de una óptica posmoderna y eurocéntrica y de un vasto arsenal léxico y fraseológico. El discurso construido, por serlo, no es para nada casual, y mucho menos inocente, dado su arraigo en presupuestos ideológicos.