Hay ciertas diferencias entre lo que cuenta Bosch y otras versiones de lo que sucedió o pudo haber sucedido en Azua y en la curva de El Número, pero en esencia los hechos son los mismos, con excepción de algunos datos que parecen propios de un narrador omnisciente y que no es posible comprobar. Se entiende, pues, que el relato de Bosch tiene que ser en parte una dramatización del suceso, una recreación histórico-literaria. No está en discusión, por supuesto, el valor temerario que demostró Porfirio Ramirez cuando detuvieron el camión y se encaró con el aborrecido general Fiallo. Había visto los palos en manos de los guardias y sabía lo que le esperaba. En vez de amedrentarse se mostró agresivo. Decidió morir con dignidad, morir peleando, de la única forma que podía morir un hombre como el:«Acercándose a Ramírez Alcántara, el general Fiallo preguntó”

»-¿Me conoces?

»Ciego de cólera, y seguro de que su hora final había llegado, Porfirio Ramírez, un hombrón de más de doscientas libras, de casi seis pies, valiente hasta la temeridad, respondió:

»-¿Cómo no te voy a conocer, asesino?- y agregó de inmediato:

»-¿Es así que matan ustedes a hombres machos?

»Federico Fiallo, ejecutor de mil crímenes, no esperaba semejante reacción. Tal vez por eso no atacó antes. Con la rapidez de la centella, Porfirio Ramírez saltó sobre él y le pegó en la quijada; y cuando el orondo general de brigada rodaba por tierra, mientras los soldados encañonaban a choferes, peones y acompañantes, avanzaron los oficiales con los palos en alto. Uno de ellos se lanzó sobre Ramírez. Pero Ramírez le arrebató el tronco y de un solo golpe lo dejó muerto. Dos oficiales más cayeron, abatidos por el brazo vigoroso de aquel hombre que defendía su vida con la fiereza de un héroe.

»-El patrón luchaba como un león, doctor – relataba al doctor Víctor Manuel Ramírez, hermano de la víctima, horas después, el chofer Juan Rosario».

De acuerdo con lo que cuenta Bosch, el doctor Ramírez Alcántara no se enteró de la muerte de su hermano hasta el día siguiente, cuando recibió una llamada telefónica:

«Un amigo le avisaba que el Cónsul de Suecia, en viaje desde la Capital, acababa de informarle que en la curva de El Número había un camión, el cual ardía con sus ocupantes todavía en la mañana; según el Cónsul, gente del lugar afirmaba que el camión era propiedad de un señor Ramírez de San Juan. El doctor Ramírez Alcántara no había colgado aún el teléfono cuando ya estaba pensando salir hacia El Número».

»Al llegar al lugar y ver el camión humeante cayó presa de la desesperación y quiso bajar en busca de los restos de su hermano, pero se lo impidieron unos guardias.

«La indignación cundía entre los campesinos que presenciaban la escena. Uno de ellos se acercó al médico.

»-Dicen que en Baní hay un herido. Vaya a verlo, porque a su hermano lo asesinaron éstos -dijo señalando hacia los soldados».IMG_1115

Se refería a Juan Rosario, el milagroso sobreviviente.

Lo que contó en sus últimas horas de vida el valiente Juan Rosario pone los pelos de punta y puede ofender la sensibilidad de los lectores. A Porfirio lo habían matado a balazos en Azua, pero a ellos los llevaron a Él Número: «dos choferes, tres peones, un hombre y una mujer del pueblo».

«Nos mataban a palos como si fuéramos fieras malas, doctor”, contaba Rosario. Y relató que él vió a la mujer pedir misericordia de rodillas, y caer después con el cráneo destrozado a resultas de un terrible garrotazo; que vió a uno de los peones saltar enloquecido al abismo, tras haber recibido un feroz golpe en la frente.

»Tendido allí, como muerto entre los cadáveres, Juan Rosario advirtió que los tomaban uno a uno, los metían en el camión, descargaban el tanque auxiliar de gasolina que llevaban en todos sus viajes, regaban la gasolina sobre los cuerpos y en todo el vehículo, le pegaban fuego y luego empujaban el International hacia el derriscadero. El camión fue cayendo, envueltos en llamas; pero los troncos y los grandes pedruscos lo pararon cuando apenas llevaban veinticinco metros barranco abajo. Vivo y consciente, el chofer Juan Rosario sentía el fuego quemándole las carnes; y no lanzaba un quejido porque sabía que si los monstruos que desde el filo del abismo esperaban que todo quedara consumido por las llamas le oían, iban a rematarlo a tiros. Aunque era parte del complot no disparar, para que no se oyeran las detonaciones, lo harían en última instancia, como lo hicieron en Nizao cuando comprendieron que sólo a fuerza de balas podían liquidar al “patron”. Así, Juan Rosario prefirió el fuego. Y cuando oyó a los criminales alejarse, se arrastró como pudo, abandonó el humeante montón de hierros y cadáveres y se lanzó a cortar monte, camino de la salvación».

El doctor Víctor Manuel Ramírez Alcántara siguió indagando, tratando de reconstruir los hechos, aunque le fuera en ello la vida:

«Por donde se moviera, el médico hallaba gente de pueblo acumulando detalles. Había en medio del terror una conjura, la de la dignidad; y anónimamente todo el que podía se enrolaba en ella. Nadie quería que por cobardía suya quedara en las sombras la triste hazaña del tirano. El último en formar fila entre los conjurados de la dignidad fue el sargento Alejandro Méndez. Llegó a la consulta del doctor Ramírez y contó su tortura: él había participado en el crimen, aunque no a conciencia. Estando en su puesto en San Juan, a prima noche del jueves día primero, había recibido órdenes de hacerse acompañar de un policía y trasladarse en un “comando” al lugar que se le indicara. El “comando” pasó a recogerlo; iban montándolo el Capitán Almonte Mayer, el teniente José de las Cruz Almánzar y varios números. Ya en El Número, se detuvieron a esperar, hasta que asomó por la curva el camión que poco antes había sido el instrumento de trabajo de Porfirio Ramírez.

»-Su hermano no estaba en él, doctor; lo habían matado en Nizao, según dijeron después los soldados que venían en el camión. Nos dieron orden de asesinar a los peones, a los choferes, a una pobre mujer… A usted van a matarlo también. Cambie de aposento, porque lo vigilan».

Una vez en conocimiento de los hechos, el doctor Víctor Manuel y su hermana movieron temerariamente cielo y tierra para darlos a  conocer y provocaron uno de esos escándalos soterrados que no aparecían en los periódicos, pero provocaban un gran rumor, un malestar público.

«Con toda entereza se dieron a denunciar el crimen de esquina en esquina. Conocían al dedillo cada paso de los asesinos; habían tenido la amarga fortuna de descubrir los hilo del complot. Colérico, Trujillo ordenó que se les llamara a la Capital. El Procurador General de la Nación – equivalente al Ministro de Justicia en otros países -los hizo llevar a su despacho para pedirles cuenta. Ellos estaban haciendo rodar el rumor de que el Gobierno había asesinado a su hermano, y eso tenía una grave pena según ellos no ignorarían. El doctor Víctor Manuel Ramírez y su hermana Genoveva supieron responder:

»-Nosotros no acusamos a nadie; simplemente relatamos los pormenores, tal como nos fueron comunicados por una de las víctimas antes de morir.

»Cogido en la trampa de su legalismo, el funcionario no tuvo más remedio que iniciar un proceso y desde luego, avisar a Trujillo. La próxima llamada que recibió el doctor Ramírez Alcántara, partió del Palacio presidencial».

En el palacio se encontraron cara a cara con la bestia, una bestia que fingía indignación por lo que había sucedido y que al parecer no tenía que ver con su gobierno. La culpa era del propasado general Fiallo, que había actuado por su cuenta. Afirmó que todo el peso de la justicia caería sobre los culpables y en efecto cayó. Le tocó a Fiallo recibir una dura reprimenda y ser degradado y apartado de la gracia del jefe hasta que el escándalo amainó. Luego, según lo que dice Crassweller, emergió como jefe de la policía.

El castigo, un insuficiente castigo, se lo infligiría a sí mismo en 1961, después del ajusticiamiento de la bestia, cuando fue llamado por las autoridades a responder por lo de Nizao y El Número, quizás por tantos otros de sus innumerables crímenes.

Fiallo no acudió al llamado ni acudiría nunca. Esta vez haría algo bueno. Hizo lo mejor que había hecho en toda su vida. Se pegó un tiro. Se suicidó. O mejor dicho se ajustició.

(Historia criminal del trujillato [144])

Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

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