“Entre los 12 y los 20 años escribía cada día. Y entonces paré de hacerlo porque fui a vivir a Barcelona, ​​donde la vida era demasiado excitante como para escribir”. Colm Tóibín

La primera vez que fui a Barcelona la exploré con los sentidos. Andaba con mi amiga y compañera de trabajo Giselle Scanlon a principios de los años ’90 mientras ambas laborábamos en CIPAF, la primera ONG feminista de nuestro país. El congreso al que fuimos era sobre las mujeres en el mercado de trabajo y atrajo cientos de delegadas y delegados. Nosotras estábamos fascinadas con las charlas, las presentaciones y la gente que conocimos. Pero estábamos más fascinadas aún con la ciudad.

No nos importaba compartir una habitación de hotel minúscula con una sola ventana ni que la susodicha ventana daba a una triste pared con un tubo expuesto de plomería. Tampoco nos importó que andábamos con el dinero menos que justo viniendo como veníamos de una ONG pequeña del Caribe. Estábamos en Barcelona y nos dedicamos a conocerla y enamorarla tal y como ella nos enamoró a nosotras desde el primer día. Para hacer rendir el dinero, nos dividimos las dos tareas principales como si estuviéramos en un campo de batalla: yo me encargaba de las rutas en el metro y en el tren mientras Giselle encontraba las comidas más baratas y espectaculares de la ciudad. Los sándwiches de quesos y embutidos catalanes que hacíamos en la habitación nos sabían a gloria después de dar pata todo el día y por todas partes.

Después de una de las sesiones maratónicas del congreso nos fuimos en bola de humo al Museu Picasso y logramos entrar justo antes de que se acabaran las horas de visita. (Como nos hizo saber la nada contenta empleada de la recepción). El sentido de la vista nos permitió saborear las obras de la época azul de Picasso y muchas otras con el mismo placer que se admiran los atardeceres. Cuando salimos del Museu a las callecitas casi claustrofóbicas del Barrio Gótico, Giselle me pidió ir a las tiendas a buscar unos zapatos que necesitaba. Por supuesto le dije que sí mientras las dos mirábamos y admirábamos la historia reflejada en las piedras y paredes de esa sección tan particular de la ciudad. Al salir de la tienda seguíamos todavía caminando despacio como en un sueño, hablando y sonriéndonos, recordando toda la belleza que acabábamos de ver.

Mientras caminábamos yo pensaba que mi subconsciente me estaba cogiendo de relajo porque me parecía oír a lo lejos una música conocida. Pero si no llevábamos tantos días en Barcelona, ¿cómo puede ser que sintiera nostalgia de República Dominicana ya? Como mi mente consciente no entendía lo que estaba pasando, hizo lo que con frecuencia hacemos los humanos, ignorar lo que no parece tener sentido. Así que seguimos avanzando, hablando de nuestras vidas, de lo mucho que nos gustaba Barcelona, de lo encantadas que estábamos con la Ciudad Vieja…

Pero después de avanzar unas cuadras el sonido le llegó también a Giselle y las dos nos mirábamos sin poder entender. “¿Pero eso no es una bachata? No, no puede ser” nos decíamos casi sin decirnos porque estábamos todavía en las pequeñas calles cubiertas de piedras del Barrio Gótico y no podía ser que nuestra sabrosa bachata fuera la música de fondo de caminar en esas piedras tan circunspectas y tan serias. Nuestras mentes se resistían pero nuestros pies y nuestros oídos sabían lo que tenían que hacer: llevarnos como en trance al origen de esa música. Y así fue.

Al doblar una de las esquinas del laberinto que es esa sección de la Ciudad Vieja de Barcelona nos encontramos frente a frente con una escena tan alegre como surrealista que parecía sacada de cualquier barrio de Santo Domingo. Un grupo de hombres dominicanos conversaba al lado de una camioneta con música altísima, la misma música que nos había llevado a conocer a nuestros compatriotas. Nos explotamos de la risa y empezamos a conversar con ellos y a preguntarles sobre los plátanos verdes que nos mostraba con orgullo el colmadero de origen árabe que les servía de anfitrión.

Ese primer viaje a Barcelona estuvo lleno de coincidencias y experiencias increíbles como ésa. Giselle y yo dejamos de buscarles explicación y nos rendimos a la magia y a los regalos que nos esperaban en cada rincón. Así lo hicimos cuando entramos a la catedral para admirar su arquitectura y unos momentos después cerraron la puerta. Al principio nos preocupamos pero luego nos dimos cuenta de que había un concierto de órgano (“¿concierto de órgano? ¿cómo así?”) y nos contaron que tuvimos la suerte de estar entrar justo a tiempo en el concierto del mes. Disfrutamos extasiadas de principio a fin no solo porque no podíamos salir sino porque nos encantó nuestro regalo sorpresa.

También nos sorprendió que, a unos pasos y muchas escaleras del centro de convenciones del congreso, estaba nada más y nada menos que la Fundación Joan Miró. Le conté a Giselle que uno de mis libros favoritos de la infancia había sido uno con las obras de ese pintor y escultor catalán. El ver sus obras de cerca me puso una de esas sonrisas de idiota que pongo cuando no puedo creer tanta felicidad. Su museo lleno de luz y de color fue otro de nuestros regalos.

Pero el regalo mayor fue cuando nos escapamos en el tren a Figueres, una pequeña ciudad a una hora de Barcelona, para ver el museo de Salvador Dalí, el famoso genio cascarrabias de la pintura. Así como habíamos disfrutado el juego con los colores y las formas en la Fundación Miró así mismo nos gozamos la manera en que el museo refleja la vida y el arte irreverente de Dalí y su adorada compañera Gala: las esculturas y pinturas que desafían la lógica y la imaginación incluyendo retrato tras retrato de ella, el hermoso patio interior, el carro de Gala convertido en escultura en el mismo patio, las pinturas gigantescas que se llevan varios pisos, el sentido del juego y de la audacia en todos los rincones.

La segunda vez que fui a Barcelona la exploré con las emociones. En el verano del 2007, mi exesposo y yo visitamos a mi amiga Martha (Mayte) Rodríguez Wagner quien estaba haciendo su maestría en Cataluña. Nos quedamos con ella en el hermoso pueblo de Sabadell, en las afueras de Barcelona, y de ahí salimos a pasear casi todos los días mientras yo trataba de compartir con Jeremy los sitios de los que me había enamorado en mi viaje anterior y Mayte nos mostraba los suyos.

Yo, con la sonrisa que ya saben, caminaba emocionada y con prisa tratando de no perderme ni un segundo de tanta maravilla. Volví con ellos y las amistades de Mayte a Figueres el mismo domingo que llegamos. Volví también con ellos a caminar en las famosas Ramblas y por el Barrio Gótico de la ciudad. Mayté nos llevó a conocer lugares nuevos para mí como la magia de agua, luces y colores de Mont Juic y la colección impresionante del Museo de Arte Contemporáneo de Cataluña de donde Jeremy y Mayte casi me tuvieron que sacar por un brazo a la hora de cerrar. También nos deleitamos con la imaginación sin límites de Antonio Gaudí visitando el Palau Güell, la Casa Batlló y la Sagrada Familia.

Pero en este viaje, los regalos fueron distintos. Uno de ellos fue la alegría de ver a Mayte florecer en su vida profesional, intelectual y personal. Lo vimos cuando fuimos con ella y sus amistades Jaime y Katia a Figueres y lo confirmamos cuando nos llevó a conocer sus colegas y profesores en la Universidad Autónoma de Barcelona. A Mayte, que es de por sí optimista de fábrica igual que yo, se le notaba la dicha a leguas con su sonrisa de oreja a oreja y eso, por supuesto, me hacía aún más feliz por haberla podido visitar y compartir parte de su felicidad.

El otro regalo que recibí me costó muchos años asumirlo como tal. Mi exesposo, un neoyorquino consumado que camina 10 o 12 cuadras como quien sale a comprar al colmado de la esquina, se pasó esas dos semanas siempre cansado y de mal humor. Al principio le di el beneficio de la duda porque pensé que era el impacto de la diferencia de hora que tanto afecta el ánimo y el cuerpo. No fue hasta varios días después que me di cuenta de que siempre quería hacer todo lo contrario de lo que habíamos acordado para celebrar nuestro primer aniversario de bodas. Peor aún, disfrutaba hacer todo lo contrario de lo que me hacía feliz a mí algo que yo no podía entender por la alegría que me daba verlo contento.

Tuve que hacer mucha terapia, antes y después de dejar a Jeremy año y medio después, para poder entender que no todo el mundo valora y practica la reciprocidad. De hecho, esa forma de comportarse (pasivo-agresiva le llaman) se convertiría en su forma de relacionarse durante el resto de nuestro matrimonio y me hizo un daño inmenso que me llevó hasta los límites de la cordura. Y no me lo creo mientras lo escribo pero le agradezco a Barcelona el haberme regalado el primer rayito de luz, pequeño pero preciso, que me ayudaría a encontrar el túnel para salir de las dudas y la tiniebla.

La tercera vez que fui a Barcelona la exploré con el intelecto. En esa ocasión asistí al Primer Foro Internacional de Sociología en septiembre del 2008 y me quedé con la familia de un colega catalán de Mayte. En ese viaje exploré la ciudad no ya con el asombro y el sentido del juego de la primera vez o las emociones intensas de la segunda sino con la distancia analítica y el sentido de compromiso de la socióloga en que me estaba convirtiendo.

En ese tercer viaje exploré la ciudad no con mis amistades ni mi pareja sino con mis colegas del comité de estudios urbanos de la Asociación Internacional de Sociología. Nuestras contrapartes de Barcelona nos mostraron la historia reciente de la ciudad, los cambios profundos que había pasado para las Olimpíadas del 1992, la forma en que las universidades y el gobierno municipal colaboraban para hacerla habitable para todo el mundo incluyendo innovaciones en el transporte y la vivienda que nos llenaron de sorpresa y de optimismo. La socióloga urbana en mi estaba en sus aguas mientras en mi mente se acomodaban las imágenes de mis viajes anteriores en un rompecabezas mucho más completo pero diferente.

Esa tercera visita fue también una lección de sociología política. El colega de Mayte y su familia son catalanes independentistas y con paciencia me regalaron respuestas a mi cantidad casi infinita de preguntas. En las comidas que compartimos intenté entender un poco de catalán que me resultaba tan hermoso como el portugués que aprendí años antes haciendo investigación en São Paulo. Con él, su esposa, su hijo y su hija pude empezar a conocer la historia larga y perseverante de Cataluña. Y ellos también se sorprendían con mis reacciones como cuando les dije que no entendía cómo conmemoran el Día Nacional de Cataluña (otro 11 de septiembre) por el día que perdieron su autonomía cuando en la mayoría de los lugares lo que conmemoramos son las victorias. Pero esa terquedad hasta en la derrota, la entendamos o no, es también parte del espíritu de Barcelona y de Cataluña.

Ayer 23 de abril fue el día de Sant Jordi, patrón de Cataluña, un día en que la ciudad se llena de los libros y las rosas que las parejas se regalan mutuamente. Como pueden ver, en estos días de guerras, genocidios e incertidumbres tengo ganas de volver a Barcelona. Como la flâneuse exploradora de ciudades que soy, quiero ir a descubrir nuevos regalos.