«Conozco de la A a la Z todas las razones que mantienen a ese pueblo ahogado en su pantano», pensé, cuando Gregorio Etesse me citó para que charláramos sobre Ayití. En realidad, conocía «La razón», pero siempre la negaba, como hace todo buen ayitiano. Eso, lo descubrí después.

Era una tarde de otoño. En el Corner Cafe. La conversación empezó con la palabra crepúsculo.

—Los crepúsculos de otoño son los más hermosos —le dije.

Le sorprendió darse cuenta de que aquí, en República Dominicana, la gente no suele usar esta palabra tan hermosa. Luego, pasamos a analizar las palabras obsoletas de mi libro de cuentos Grietas. Según él —en parte estuvimos de acuerdo—, se debe a mi aprendizaje tardío del español. Por otra parte, tuve que convencerle de mi amor y obsesión por le mot juste [1]de Flaubert, y por ciertas palabras como: antaño, mengano, entre otras…

Pedimos dos jugos de limón con menta. Olían a campo y sabían a nostalgia.

—¿Por qué le es tan difícil a los ayitianos salir de su laberinto? —me preguntó, sin escrúpulos. Lo atribuí al hecho de que era él quien iba a pagar. Pero no me molesté. La próxima vez pagaré yo, me prometí, y luego le contesté:

—Sencillo. Uno, la educación. Dos, Falta de carácter de nuestros dirigentes. Tres, la pérdida de nuestra dignidad. Cuatro, el problema racial entre mulatos y negros. Cinco, el rechazo internacional. Y finalmente, «el tridente imperial[2]» que nos chupa hasta los tuétanos.

Esta respuesta siempre había funcionado, en cualquier discusión. Y me hacía sentir el mejor antropólogo ayitiano que haya existido, aunque nunca hice ningún curso de antropología. Sin embargo, contrario a las demás ocasiones —en las que salía siempre vencedor—, la mirada penetrante de Gregorio dejó un sabor agrio en mi seguridad, un sabor a dudas.

—¿Te explicas? —inquirió. Y achinó los ojos para no dejar escapar ni una sola palabra.

A pesar de lo acorralado que me sentí, me puse a desgreñarle mi teoría.

—En primer lugar, le expliqué, no hay que confundir enseñanza con educación. Y al hablar de educación, hay tres factores imprescindibles: la educación familiar, la educación religiosa o eclesiástica, y la escolástica. En Ayití, la violencia física, verbal y sicológica es la base de la educación familiar y escolástica. Todavía se usan la regla, cables de electricidad y el rigwaz[3] para someter a niños y adolescentes. Cuando no, se trazan sus destinos con sentencias de mal augurios y maldiciones (tanto los padres como los profesores). En los liceos, los colegios de mala calidad, los hogares de clase media y baja, la cosa es peor. No hay necesidad de mencionar la descomunal diferencia entre la calidad de los colegios de los ricos (mulatos y pequeños bourgeois) y la de los pobres. Y lo que es peor aún, la escuela nos enseña la individualidad por encima de todo, por encima incluso de «La unión hace la fuerza», el lema de nuestro país… El tiempo no alcanzaría para completar la lista. Por lo tanto, pasemos a la religiosa.

Jean Robert Lodvil, centro, y Jamais Bouque Bonmambo Domlaje, derecha, inician la ceremonia llamando a los espíritus con canciones y un sonajero sagrado. (Foto de Stephanie Keith).

Gregorio sonrió.

—En cuanto a la educación religiosa, es bien sabido que el vodú es nuestra religión oficial. Una religión abolicionista, anticolonial, libertaria y una de las pocas que todavía guardan una conexión sagrada con la naturaleza, aunque siempre discriminada, atacada y perseguida por el judeocristianismo, la segunda religión y la que tiene más adeptos en Ayití, impuesta por los colonos durante la esclavitud. Y es curioso, porque contrario al vodú, que predica la unión, la libertad, el judeocristianismo nos predica el conformismo, la obediencia total, induciéndonos a sacrificar nuestra vida en la tierra por un sueño en el cielo. Así te repito lo que dice Mateo 5:3, 5, 9: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios…» La dulce guillotina, que hace de la ignorancia del pueblo su mejor aliado. Así, nos venden el conformismo y la mansedumbre al precio de nuestra libertad. Mientras oramos y soñamos con el cielo, despilfarran a la tierra. Pero querido Gregorio, no hay pueblo sin religión. Nunca lo ha habido. Y cualquier pueblo que rechaza su propia religión, perece. De ahí nuestro primer lío y choque religioso: el tratar de abrazar una religión cuyo dios nos condenó a la esclavitud y a la muerte. Una guerra constante entre el corazón y la conciencia, si vemos la conciencia como un producto cultural, y no la voz de dios como nos han querido vender…

Sentí que empezaba a desviarme del tema, y me detuve. Tome un sorbo de limonada. Encima de la palmera bajo la que estábamos sentados, los loros cantaban. La noche ya había destronado al crepúsculo. La brisa olía a salitre. Gregorio meditaba, sin perderme de vista.

—Está la falta de carácter, seguí. Por ejemplo, en Ayití basta decirle a un político que le van a cancelar la visa francesa o canadiense o estadounidense a él y a su familia para que pierda los estribos. Para nuestros políticos, Ayití vale lo que cuesta una visa. Y ¿qué decir de nuestra dignidad, cuando a lo largo de doscientos años la política internacional ha hecho todo lo posible para pisotearla?

» Luego, está el problema racial. Entre el mulato y el negro hay un odio feroz. Para explicarle esto a Gregorio, tuve que recurrir a la historia. La revolución haitiana, le dije, no hubiese tenido éxito si no fuera por el odio del mulato hacia sus progenitores europeos. Algunos mulatos, cansados del maltrato y del rechazo de sus progenitores —quizá por sentirse un producto de la violación de sus madres africanas—, se unieron a los esclavos para luchar contra el amo. Los mulatos tenían sus planes, desde luego: echar a los blancos con la ayuda de los negros, y luego restaurar la esclavitud para así convertirse en amos y señores. Pero tras probar el sabor de la libertad y de la victoria, los esclavos no se dejaron domar y frustraron sus planes. Y fue una de las causas del asesinato de Dessalines y de la división de Ayití en dos entidades políticas: el reinado del Norte y La República del Sur. Desde entonces no hemos podido superar ese rencor ni esa división que se han vuelto cada vez más absurdos: mulatos pobres, mulatos ricos, negros pobres, negros ricos. Las palabras me salían como un torrente. Estaba emocionado.

» En cuanto al rechazo internacional, es tan evidente que no hay necesidad de decir nada. Para terminar, «el tridente imperial», del que habla Ricardo Seitenfus en su libro Reconstruir Haití. Entre la esperanza y el tridente imperial, en cuyo prólogo Raoul Peck cita a Michel Rolph Trouillot: «Nuestro error no es alguna inadaptabilidad a la modernidad, sino simplemente la culpa (y la tara) de tener razón demasiado pronto, de haber vencido demasiado pronto» (Ricardo a. S. Seitenfus, p 25). No hace falta entrar en detalles, le dije a Gregorio, entre los 57 presidentes que ha tenido Ayití, apenas si uno fue elegido democráticamente. Además, según el historiador Jean Fils Aimé, «cuando Ayití pasa por una crisis, el tridente convoca una reunión en la que no hay presencia de ningún ayitiano, y decide una solución» (YouTube Lumière sur le monde[4], Dr JFA).

Carnaval de las Flores en Haití. (Archivo).

—Y aunque hubiera un representante ayitiano —corroboró Gregorio—, no tendría voz ni voto. Pero escucha. Me niego a creer que la educación sea la culpa — dijo—. De lo contrario, los indios de América Latina habrían corrido la misma suerte que los ayitianos. Además, ¿me dirás que todos los educadores ayitianos han fracasado? En cuanto a los políticos ayitianos, los gobiernos son el reflejo de sus pueblos. En cuanto al racismo entre mulatos y negros, no lo sé, no podría confirmarlo. Y estoy de acuerdo contigo en cuanto a lo de la dignidad, pero ¿doscientos años y todavía no se ha podido recuperar? Yo esperaba una razón más sólida. Sé que existe. Debe haber otra cosa interna. No basta con culpar al «tridente imperial» y el rechazo internacional. Porque es demasiado fácil echarle la culpa a alguien. Esperaba de ti una respuesta menos superficial.

Me quedé petrificado. Sentí que la limonada se congelaba en mi garganta. Gregorio estaba decepcionado, sin dudas. Y por primera vez, descubrí mi obsesión por echar siempre la culpa a la política exterior, como todo buen ayitiano. Descubrí lo mucho que odiaba a los políticos ayitianos, su falta de carácter, su deslealtad y su mediocridad. Lo más doloroso y triste aún es mi repudio a la auto victimización de mi pueblo, hundido cómodamente en su miseria, cansadamente paciente, con muletillas que sostienen su desgracia centenaria: pito nou lèd nou la[5], bay piti pa di chich[6], dechire miyò pase toutouni… [7] En medio de esa explosión de rabia, agotamiento y compasión, sentí que tenía que ceder, y cedí.

—¿Sabes? —le dije a Gregorio—, hay algo en el ayitiano que por mucho que lo estudio, por mucho que le doy vueltas, no logro comprenderlo todavía.

—¿Qué es? —quiso saber, con un brillo en los ojos.

La autodestrucción, le dije. Y esta vez, le leí letra por letra el siguiente fragmento del magnífico e impecable estudio que hizo Michaelle Ascencio de la novela Gobernadores del rocío de Jacques Roumain:

«En Gobernadores del rocío se hallan amalgamadas una visión realista (de corte marxista) de la literatura y una concepción de la novela en la que el desarrollo de los acontecimientos transcurre como un ritual. La primera se traduce en los sutiles análisis que Manuel, el personaje principal, hace de la sequía del pueblo. Las causas que la provocan residen, no en razones místicas o sobrenaturales, sino en la ignorancia del hombre. Nada de incompresible en la muerte lenta de este pueblo envuelto en el polvo. La deforestación emprendida para obtener carbón para cocinar y para venderlo en los mercados cercanos es la causa principal de la erosión de los cerros, desnudos hasta la roca, que no atraen ya el agua de las grandes lluvias; la rapacidad de Hilarión, el jefe de sección, que endeuda a los campesinos vendiéndoles aguardiente para luego quitarles sus tierras en pago es la segunda causa de la ruina de Fonds-Rouge; y el odio que divide al pueblo en dos bandos irreconciliables por un asunto de reparto de tierras donde la sangre corrió, es la tercera causa de la desolación de los habitantes. Esta última causa tendrá en el relato una importancia capital, pues la reconciliación de todos los campesinos será una condición sine qua non para salir de la miseria en la que se encuentran. De este modo, la sequedad, que es un NO de la tierra, se corresponde con el odio que hay entre los campesinos, odio que también se manifiesta en una negativa a la solidaridad, a la generosidad, al amor. Ambas negativas se traducen por un NO a la vida que Manuel tratará de transformar en un SÍ contundente y optimista… De los años transcurridos en Cuba, cortando caña, Manuel ha aprendido la lección de la solidaridad entre los hombres, la fuerza de la huelga, el precio de la libertad y el valor de sus brazos, y ha podido percatarse, a su regreso, de la ceguera que producen las tradiciones y las creencias jamás cuestionadas… Manuel es un hombre solo contra el mundo que representa Fonds-Rouge. Tiene que convencer a los otros personajes y al lector mismo de que la razón se halla de su lado, pero ¿no habla demasiado este Manuel? ¿Acaso no podía encontrar un eco a sus ideas, en otro campesino, en su amigo Laurélien, por ejemplo? ¿Por qué él solo tiene que convencer, encontrar el agua, reconciliar, explicar, perdonar?: Y vemos también a Manuel… partir solo a la conquista del Graal, del agua. Luego la ofrecerá a su pueblo. No hizo del pueblo, con él, una búsqueda común… No es ejemplar porque no asoció a las masas en su búsqueda, porque les dio la espalda a fin de volver hacia ellos con las manos llenas de dones… Y Manuel, ciertamente, murió por eso», (R. Dorsinville. Op. cit., p. 73.) (Michaelle Ascencio, Jacques Roumain, p. 33, 34, 36).

—Asimismo, Roumain mató el individualismo americano en Fonds-Rouge (Ayití) —concluí.

El ayitiano no entiende que el progreso de uno es el progreso del otro, y vice versa. Se destruye entre sí. En su mente, más rico será si solo él posee algo y más importante se cree. Por lo tanto, todos acudirán a él, a pedirle, a solicitarle favores. Complejo del colono. Y como dices, Gregorio, es cierto que el gobierno es el reflejo de su pueblo; porque siempre es alguien del pueblo que llega al gobierno, y al llegar solo piensa en ser Amo, o colono, y así tener el monopolio de la vida. Y aquí otra falla de la constitución, la cual no permite que los presidentes sean reelegidos, porque la riqueza gubernamental debe turnarse, para que así cada quien tenga su parte del botín. Sin embargo, difiero contigo en cuanto a los indígenas, preferían sacrificar cualquier cosa, pero nunca a sus dioses, ni su religión.

—Antropología de la autodestrucción —murmuró Gregorio.

De pronto sentí que esa confesión me quitó un peso del corazón. Y el odio —acumulado durante tanto tiempo hacia el gobierno, hacia al «tridente imperial» y su yugo sobre nuestro cuello, hacia mi pueblo por su ingenuidad y su ignorancia— se esfumaba mientras algo nuevo iba ocupando su lugar: el amor y la compasión.

—¿A qué crees que se debe esa autodestrucción? —preguntó Gregorio.

Esta es la gran pregunta, le dije. Y al tratar de encontrar una respuesta adecuada, se me ocurrió pensar en la etimología de la palabra «educación»; del indoeuropeo ex ducere (que da educatio, –ōnis, educare en latín), que significa conducir, llevar, sacar lo mejor de cada uno. La educación es lo que nos hace reconocer nuestros derechos, lo que nos hace reconocer que somos seres humanos antes de ser blancos o negros, pobres o ricos, ayitianos o de cualquier otro gentilicio; es lo que nos hace cultivar la cultura de nuestros ancestros con carácter y respeto, lo que hace que amemos y valoremos nuestra patria. El trato inhumano que recibe la mayor parte de la diáspora haitiana se debe a esa misma falta de educación eficiente de quienes solo saben ver el color, la pobreza del migrante y la diferencia cultural, por ende, como amenazas. Por eso pisotean nuestros derechos.

—La falta de tolerancia —murmuró Gregorio.

Tuve la tentación de añadir ¿qué es la educación sino sacar lo mejor del Ser Humano, o guiar su corazón hacia los valores que le hace respetar y amar la vida en todas sus manifestaciones?, pero en lo más profundo de mi ser, sabía que Gregorio no estaría satisfecho, y así, no habríamos hecho nada que volver al mismo punto de partida. La espiral infinita. Y me contenté con haberme sanado del odio que me carcomía por dentro.

[1] La palabra justa

[2] EEUU, Canadá, Francia.

[3] Fuete trenzado, hecho con cuero de animales.

[4] Luz sobre el mundo.

[5] Es mejor estar feo, pero vivo.

[6] Dar poco no es tacaño.

[7] Andrajoso es mejor que desnudo.