Las tres obras discursivas del Dr. Joaquín Balaguer correspondientes a los períodos: 1966-1970; 1970-1974, y 1974-1978, le dan al pueblo dominicano una lección histórica de primer orden sobre el manejo de la cosa pública en cualquier parte del mundo, pero de manera particular en un país con tan amplias ínfulas de nación grande y poderosa, como la República Dominicana.
A ese honorable ciudadano de Navarrete, municipio perteneciente a Santiago de los Caballeros, cuyas veleidades de la vida, y su gran capacidad intelectual, lo llevaron a servir pacientemente a la más sangrienta tiranía del continente americano, y dentro de esta, a su jefe máximo, Rafael Leónidas Trujillo Molina, entendió y asumió temprano que su destino debía estar vinculado a las cuestiones políticas-partidarias, y de manera ligera, a las intelectuales.
Leyendo sus biógrafos, y una parte de sus obras, advertimos que indudablemente se consagró a obtener y ejercer el poder político de la nación, como a ninguna otra cosa en su vida. Su intervención ante el Estado, cuya incidencia se veía limitada durante la tiranía, cobró dimensión extraordinaria cuando la administración del presidente norteamericano Lyndon Baines Johnson entendió que era el hombre llamado a dirigir y controlar el país luego de la Guerra Constitucionalista y luego Patria, iniciada el 24 de abril del año 1965.
Aún con la presencia de las fuerzas interventoras en el país, más las acciones diplomáticas de la OEA, la ONU, y otros organismos internacionales, el doctor Balaguer asumió su primer mandato presidencial el primero de julio de 1966, con una arenga al país en la cual reclamaba paz, trabajo, y voluntad política de todos los sectores. De manera especial, hacía énfasis en la calamidad económica en que el conflicto bélico había sometido a la República Dominicana, por lo que exigía serios sacrificios a la sociedad para conjurar en un tiempo prudente de su mandato, tan fría y dura realidad. Pero lo esencialmente certero y claro del gobernante que se estrenaba ese día fuera del contexto dictatorial, era su ferviente advertencia a un segmento importante del pueblo dominicano, que entendía que él estaba usurpando la presidencia de la República.
Expone el mandatorio lo siguiente:
“Nuestro propósito, al iniciarse esta nueva etapa de la vida nacional con la reconstitución de un estado de derecho, es favorecer el funcionamiento en el país de una democracia efectiva. Pero la responsabilidad de esa tarea no solo incumbe al gobierno que hoy se inicia, sino también a sus opositores. La democracia es un régimen de convivencia fundado principalmente que la ley y el respeto al derecho de todos. Si los partidos de oposición, inclusive los grupos de la extrema izquierda y de la extrema derecha, se lanzan a una labor de oposición desenfrenada y tratan de desarticular la vida del país y de quebrantar sus principios fundamentales, es lógico que esa convivencia se haría imposible y que el gobierno, aún animado de las mejores intenciones, se vería empujado a actuar con drasticidad y a enfrentarse abiertamente a esa actitud subversiva.”
Es indudable, que tanto el gobernante como los organismos de inteligencia que desde el conflicto recién superado, y que ahora volvían a sus funciones regulares, contaban con información privilegiada que les impulsaba a dejar en la conciencia de la opinión pública nacional e internacional, quienes serían los responsables de la inestabilidad social del país, y de qué forma serían tratados por quienes conducirían desde el gobierno los destinos de la nación a partir de ese momento.
Resulta fundamental recordar que estas advertencias las realiza el Dr. Balaguer en pleno apogeo de la Guerra Fría en Europa y América Latina. Independientemente del conflicto armado dominicano, la región se ha visto sometida, apenas el año de 1962, en un conflicto mayor y entre las dos potencias mundiales de las dos esferas políticas cardinalmente opuestas: Estados Unidos y La Unión Soviética, ante la crisis de los misiles nucleares instalados en Cuba.
Esa realidad política de alto nivel, que pudo haber desatado la tercera guerra mundial, tampoco se había superado del todo, pues el triunfo de la revolución socialista liderada por Fidel Castro Ruz en 1959, a tan sólo noventa (90) millas de la Florida, lo que equivale a decir de los Estados Unidos de Norteamérica, suponía un riesgo enorme para el gran coloso del norte en el Continente Americano.
Independientemente de los conceptos patrióticos y nacionalistas esbozados por el mandatario en su discurso inaugural, él sabía, y sus seguidores también, que tenía un serio compromiso con quienes se sentían dueños y señores de esta parte del mundo, en un momento clave, donde la geopolítica había sido transformada de manera radical en apenas diez y nueve (19) años.
En ese orden, el estratega político que se dirige a la nación ese primero de julio de 1966, profundiza rotundamente sobre lo que sabe deberá enfrentar su gobierno durante los próximos cuatro años. Él político curtido en los entretelones del poder mesiánico dictatorial, se adelanta a las acciones de sus opositores políticos, cuando puntualiza.
“El deber de todos los que aspiramos a que este país disfrute al fin de instituciones políticas civilizadas, es contribuir en la difícil etapa de la vida nacional que hoy se inicia, a que construyamos un régimen de convivencia realmente democrática, y a evitar, en consecuencia, que haya necesidad de implantar de nuevo en este país sistemas o procedimientos en pugna con la esencia de la democracia representativa. Todos los partidos tendrán derecho, bajo el gobierno que hoy se inicia, a ejercer los derechos que le son privativos. Pero cualquiera que intente obstruir el libre funcionamiento del gobierno constitucional, llevar la discordia al seno de las Fuerzas Armadas, desarticular la economía de la nación, mantener un clima de agitación en las empresas estatales, desviar las organizaciones sindicales de su misión natural que es la de defender y salvaguardar los intereses profesionales de la clase obrera, fomentar el odio entre las diferentes clases sociales y esparcir la división y la cizaña en el seno de la familia dominicana, nos encontrará de frente, dispuestos a encarar todos los peligros y a defender al precio que fuere necesario, el sagrado depósito que la inmensa mayoría de la Nación nos confío en los comicios del 1 de junio: el de defender el patrimonio moral, social y político del país, legado intangible que está y debe estar por encima de todos los apetitos personales y de todos los intereses sectarios.”
Independientemente, de que el Dr. Balaguer tilda de locuras ciertas acciones de sus opositores para desacreditarlos antes de que asuma su gobierno ante el país y ante la opinión pública nacional e internacional, quienes representaban la oposición a la que se enfrentaba en esos años, constituían un grupo de intelectuales, líderes sociales, sindicales y estudiantiles, con una amplia formación profesional, intelectual y política, que entendían necesaria otra concepción del Estado–Nación definida por él y las tropas interventoras.
De esa fragua política surgió una cimiente que durante doce (12) años de régimen balaguerista formó y orientó grandes grupos de la sociedad dominicana, de forma que defendieran su patria de la penetración de ideologías e intereses foráneos tras sus riquezas naturales, y de manera especial, tras la implementación de costumbres y tradiciones distantes de la idiosincrasia nacional. La intención del régimen balaguerista era tratar de borrar en el menor tiempo posible de la conciencia nacional, toda concepción vinculada a los proyectos socialistas y comunistas que circulaban por el mundo.
Sacrificados, perseguidos, torturados y asesinados, hombres y mujeres de avanzada del país, levantaron la antorcha del crecimiento soberano de la nación y la vida en un real criterio democrático. En ese lúgubre escenario la juventud dominicana demostró coraje, devoción e inteligencia ante las adversidades, pagando hasta con su vida la osadía de luchar por un mejor futuro para su pueblo.
El Dr. Balaguer conocía de la capacidad, abnegación y nivel de sacrificio por la patria que caracterizaba a los miembros de las generaciones cuarenta y cincuenta. Los conocía duros, inflexibles, leales y sumamente sabios ante los inconvenientes de la vida. Por ello, en su primera intervención presidencial al país y las dos siguientes, no dejó de exponerlos ante la nación y el mundo como simples revoltosos, de modo que su prestigio moral no fuera ejemplo para las futuras generaciones de hombres y mujeres del país.
Esos criterios los dejó claramente definidos al exponer:
“Las elecciones del 1 de junio demostraron que el pueblo dominicano desea vivir en paz y que repudia la agitación permanente y la violencia sistematizada. El régimen que hoy se inicia actuará como intérprete de ese sentimiento nacional y se valdrá de todos los medios a su alcance para que los dominicanos disfruten de la tranquilidad y el orden que ansían para el ejercicio normal y libre de sus actividades. Para lograr ese objetivo, no utilizaremos la culata ni la bayoneta, sino la ley que es el instrumento más justo y a la vez más terrible que ha inventado hasta hoy el hombre para el gobierno de las sociedades humanas.
La suerte del país no puede vivir indefinidamente sujeta al capricho o a las locuras de una minoría. Desde hace largos meses el destino de la República se halla en manos de pequeños grupos de agitadores que actúan escandalosamente para dar la impresión ante la opinión pública nacional y extranjera, de que representan realmente la voluntad mayoritaria del pueblo dominicano. Las elecciones del 1 de junio demuestran que el país repudia a esos agitadores y que esa minoría carece de fuerza y de autoridad para decidir por sí sola los destinos de toda la nación. En consecuencia, cuando durante el régimen que hoy se inicia se promueva un conflicto entre el gobierno y esa minoría agitadora, se tomarán las medidas necesarias para que sea la opinión verdaderamente sana, la que expresó en forma categórica su voluntad en las urnas del 1 de junio, la que pronuncie la última palabra.”
Casi al final de ese discurso, el jefe de Estado dedica cinco (5) párrafos claves mediante las cuáles procura desacreditar la oposición ante el país y el mundo, pero sobre todo, desea desanimarla ideológica y políticamente. En el último de ellos, arremete hacia los partidos políticos, a quienes les hace saber sobre la necesaria aplicación de la Ley ante un Estado de Derecho.
Esos criterios los expone de la siguiente manera:
“Algunos partidos políticos han incurrido, en los últimos tiempos, en excesos lamentables con la publicación sistemática y casi diaria de comunicados y de proclamas en que se amenaza con apelar a las armas y en que se incita francamente a la ciudadanía a la subversión y a la guerra fratricida. Existen en nuestro Código Penal disposiciones categóricas que castigan este delito, incompatible con el ambiente de paz a que la población sana del país aspira, y el gobierno no vacilará en aplicar esas disposiciones cuando cualquier persona o cualquier partido político incurra en el grave desacato de excitar a las masas a la rebelión o al desconocimiento armada de las autoridades constituidas. Pero todo se hará dentro de la ley y con los recursos que la sabiduría del legislador, desde los días en que se votaron en Francia los códigos que todavía nos rigen, pone al alcance de la sociedad y de las autoridades que la representan para la salvaguardia del orden y de las instituciones.”
Los demás párrafos de ese discurso se refieren a cuestiones fundamentales para el desarrollo del país, como la implementación de la reforma agracia, construcción de presas y canales de riego, caminos vecinales, el saneamiento a las empresas de la corporación estatal, haciendo énfasis en la decidida influencia económica del Consejo Estatal del Azúcar en el Presupuesto Nacional, pero ninguno de esos temas ocupa un lugar de tanta preponderancia en ese discurso como el referido en cinco (5) párrafos cardinales al entendimiento con la oposición política de ese momento.
Tratando de evitar lo inevitable, el doctor Balaguer en el intermedio de su pieza discursiva establece los criterios mediante los cuáles tratará desde la dirección del Estado las huelgas que se realicen en las instituciones estatales, como forma de limitar las acciones políticas del movimiento obrero nacional. Tanto él, los organismos de seguridad, así como la oposición política y todo el país, sabían que esa estructura laboral en las fábricas públicas y privadas era muy activa, organizada y solidaria con los intereses del pueblo dominicano. Indudablemente constituían un bastión de gran fortaleza ante las injusticias salariales y laborales que llevaban a cabo los patronos y empresarios con el apoyo de todos los gobiernos que hasta ese momento se habían alternado en la conducción del Estado. Sobre todo, patronos apoyados por los aparatos represivos de la dictadura recién defenestrada.
La formación política del obrero dominicano dentro de la dictadura trujillista y fuera de ésta, siempre fue de muy alto nivel clasista, al extremo de perder a manos de organismos represivos, verdaderos líderes y mártires que luchaban por sus más sentidas reivindicaciones sociales. Dado ese carácter en el obrero dominicano, el doctor Balaguer se refiere a ellos y/o la gran importancia que su labor significa para el desarrollo del país, cuando expone y les advierte en una actitud prácticamente intimidante:
“Hay ciertas cosas que debo dejar terminantemente aclaradas desde el instante mismo en que asumo mis deberes como rector del pueblo dominicano. Una de ellas, y no la menos importante, es la de recordar a todos los servidores del Estado y de las instituciones autónomas, que las huelgas están prohibidas en los servicios públicos. En consecuencia, cuando durante el gobierno que hoy se inicia se declare una huelga que afecte un servicio de la categoría de los ya señalados, los huelguistas quedarán automáticamente cesantes y serán sustituidos sin contemplaciones por otros dominicanos que se consideren aptos para el ejercicio de las mismas funciones.”
En su alocución el mandatario insiste sobre el tema, cuando plantea tajantemente que:
“Hemos dicho, al iniciar estas palabras, que hoy comienza en la República Dominicana un nuevo estado de derecho y que ese estado se basará en la sujeción de todos a la ley. La Ley N. 56, del 25 de noviembre de 1965, la cual prohíbe las huelgas y los paros en los servicios públicos, no es el fruto de una arbitrariedad ni responde a sentimientos dictatoriales. La economía de esa ley procede de la propia Revolución Francesa y consagra una pugna jurídica que existe en los países más civilizados de la tierra, comenzando por Francia, cuna de nuestra legislación, y por Inglaterra, donde el Director General de Correos disolvió en una sola noche la huelga de los carteros en 1890 y donde el Ministro Chamberlain sentó, en 1936, como un principio de Derecho Público, la doctrina de que ningún gobierno, sin negar su propia razón de ser que es la de asegurar el funcionamiento de los servicios del Estado, podría admitir que estos puedan ser descontinuados y desorganizados por una huelga declarada o auspiciada por sus mismos servidores.
Esta Ley no. 56, en consecuencia, será aplicada inexorablemente, y estas palabras deben servir de advertencia a todas los servidores públicos para que ni ellos ni nosotros nos veamos una medida de esa naturaleza en un momento en que lo que el país más necesita es que la concordia reine entre todos los dominicanos para que sea posible la obra común de la salvación de la patria.”
Indudablemente de su formación intelectual y política, el doctor Balaguer tenía plenos conocimientos de que casi toda la clase pensante de la sociedad no lo veía y aceptaba en ese momento como un estadista, sino como un intelectual enganchado a hombre de Estado, producto de las circunstancias. Esa introspección íntima en el hombre, que hacía poco tiempo se desentendía de la cruenta dictadura trujillista a la que había servido con total fidelidad, le martillaba constantemente su subconsciente, y no de la mejor manera. Tenía, además de superar esa etapa, demostrar que podía volar con alas propias.
Una amplia franja de sus opositores sabía de esa debilidad existencial de uno de los tribunos más sobresalientes de la tiranía y se lo hacían saber de manera constante. Para ellos, Balaguer continuaba siendo un muchacho de mandado, que por las circunstancias del destino en tan sólo cinco (5) años había vuelto al solio presidencial, esta vez como jefe supremo de la cosa pública dominicana.
Por ello en su primer discurso y en los siguientes, el Dr. Balaguer ante el Congreso Nacional, al jurar como presidente asume una postura firme y decidida, dispuesto a jugarse el todo por el todo para mantenerse frente a la dirección del Estado y que se le reconozca su status de gobernante.
El tema de la corrupción estatal, cobra mayor importancia a partir de este momento dada la escasez de recursos económicos para echar andar esa maquinaria pesada que conforma el Estado Dominicano.
Como antecedente clave el doctor Joaquín Balaguer conserva en su subconsciente los dos gobiernos denominados en la historia dominicana bajo el concepto de Triunviratos, cuyos niveles de corrupción fueron llevados a un extremo tan evidente y bajo, que provoca altos niveles de rechazo en un segmento importante de la oficialidad militar y policial, provocando la guerra constitucionalista de abril de 1965. El tribuno de Navarrete entendía que debía llamar la atención sobre esa práctica que se había hecho tan normal en la administración pública, la que podría permear también su administración. En ese sentido planteó las pautas a seguir de la siguiente manera:
“Otra cosa que también debo señalar es estos momento a la atención de mis conciudadanos es la de que el Gobierno que hoy se inicia está comprometido a hacer una guerra sin cuartel a la corrupción y al peculado. La Ley no. 5729, de fecha 29 de diciembre de 1961, la cual establece que toda persona llamada a ocupar un cargo público de cierta jerarquía está obligada a hacer una declaración notarial de sus bienes, debe cumplirse de la manera más estricta. La probidad tiene que empezar por los supremos rectores de la cosa pública y llegar hasta el último de los servidores de Estado.”
“El contrabando, los negocios ilícitos y las prebendas en las Administración Pública, serán perseguidos como graves delitos contra la República.”
“Gran parte del malestar reinante en las finanzas del país se debe a la malversación de los fondos del Estado, al uso indebido de los útiles que son parte del patrimonio de la República, al amiguismo que tolera las prácticas deshonestas en la vida pública, a la inmoralidad de aquellos funcionarios venales que especulan con la buena fe del Presidente de la República para derivar ventajas personales de los contratos, de las compras y de las concesiones que hace el gobierno a los particulares; al afán de lucro que se han extendido sobre la Nación y que es hoy la idea dominante en la mayoría de nuestros burócratas y de nuestros políticos profesionales. En este sentido, el gobierno de hoy comienza modificando la estructura de la Cámara de Cuentas y hará efectivo un sistema de auditoría no solo sobre toda la Administración Pública y sobre las actividades de todas los servidores que intervengan en el manejo de las rentas públicas y en la concesión de exoneraciones, de contratos y de otras actividades de la misma naturaleza, sino también sobre la vida del servidor público mientras se halle al servicio de la nación.”
“Para llevar a cabo esta política de saneamiento moral será indispensable la colaboración de la justicia dominicana. Por eso es esta una de las razones por las cuales creemos que uno de los primeros pasos del gobierno que hoy se inicia, tiene que consistir en dotar a la República de una judicatura que esté al nivel de la obra de saneamiento ético que requieren las instituciones nacionales.”
El otro gran tema de su alocución se refiere a una necesaria y urgente reforma agraria, para lo cual hace un dramático llamado a los grandes latifundistas del país, de modo que faciliten al gobierno ciertas porciones de sus tierras para emprender esa gran tarea de desarrollo:
“No puedo dejar de hacer mención de las reformas sociales que se propone llevar a cabo el gobierno de hoy se inicia. La modificación más importante que hay que introducir en nuestras estructuras tradicionales es la de la tenencia y redistribución de la tierra en la República Dominicana. Hemos perdido el tiempo con un plan de Reforma Agraria que se reduce, como ocurre en otros países de la América Latina, a un simple cartel de propaganda política, utilizado principalmente por los partidos con fines electorales. Aún no sabemos siquiera, al cabo de más de un lustro de haber iniciado la reforma del agro nacional, de cuántas hectáreas dispone el Estado para su redistribución entre nuestras masas rurales. Muchas de las grandes fincas que constituye el patrimonio del Estado Dominicano se hallan en poder de particulares y lejos de contribuir a aminorar el problema del latifundio no han hecho sino extender y agravar esa injusticia en perjuicio de la casi tres cuarta partes de la población nacional, constituida por los sectores que residen en las zonas rurales.”
“La Reforma Agraria tiene que comenzar por la localización y recuperación de esas tierras para su distribución inmediata entre los campes ionos dominicanos. Pero no basta con que el Estado se desprenda de una parte importante de las tierras que posee y que son producto de los feudos que heredó durante la Colonia o de confiscaciones hechas a raíz del movimiento democrático iniciado a fines de 1961, sino que es también necesario que los particulares que poseen grandes latifundios, principalmente del Cibao y en el Este dela República, comprendan que deben también cooperar en esa obra de reestructuración del agro nacional en beneficio de nuestras clases desposeídas. Ese desprendimiento es el precio que los grandes terratenientes de este país tienen que pagar no sólo para que la República disfrute de instituciones justas y desposeídas. Ese desprendimiento es el precio de los grandes terratenientes de este país tienen que pagar no solo para que la República disfrute de instituciones justas y descansen sobre bases estables, sino también para que los que posean grandes riquezas conserven la parte que deben conservar sin temor a que los bienes regados con el sudor de su frente o recibidos de manos de sus mayores desaparezcan arrastrados por una conmoción social que ya se siente en la atmosfera, como esos movimientos geológicos que se anuncian por ruidos subterráneos solo perceptibles para el hombre de ciencia que sigue con atención desde su observatorio las palpitaciones del mundo de la naturaleza.”
“El jefe de Estado hace énfasis en la importancia que para el desarrollo del país representan las empresas estatales confiscadas en 1961, y las obras de gran carácter como las presas, las relaciones internacionales y la estabilidad social”.