Igual que al niño, debemos comprender al anciano, su terquedad y sus hábitos invariables desde muy antaño: a las cinco en punto de la mañana se levanta malhumorado, arrepentido de haber despertado; a las doce en punto debe estar la comida, o hay pleito en la casa; la taza de café debe tener exactamente dos cucharadas de azúcar, y debe estar recién colado… ¡Cuidado quien contradiga sus sentencias sobre cualquier hecho! ¡Cuidado quien ose condenar el pasado, por erróneo que haya sido! (Debe comprenderse que ser anciano es igual a ser niño. Y hay que amarlos a ambos: a aquél porque es futuro y a este porque es pasado.