Las novelas cortas, los relatos, son vehículos rápidos y muy eficaces a la hora de tratar detalles y aspectos que se escapan a las narraciones largas. Permiten ser audaz, probar fórmulas, frases, argumentos y usar materiales aptos solamente para esas extensiones breves narradas a través de una historia de malentendidos y absurdos. En la novela “El Blanco Mar” (Editora Búho, 2021) de Amable Mejía (1959), estas técnicas adquieren múltiples dimensiones poéticas y narrativas.
“El Blanco Mar” constituye una línea de vida que se remonta al pasado de un pueblo situado sin edad. El tiempo que podríamos llamar “objetivo” se encuentra aquí atravesado por una doble fascinación: la del recorrido rectilíneo, que hace de la flecha hacia el futuro su metáfora fundamental; y la de la repetición, como permanencia de la existencia en contraposición a la negatividad misma del fluir constante.
“El reloj campanario San Telmo no era el mismo en el día que cuando se le veía anocheciendo. La gente decía, excepto el cura Ignacio, que nadie notaba su presencia. Lloviendo, y como llovía siempre, la construcción del reloj campanario parecía una ruina antigua y abandonada. Desde el inicio de la construcción del reloj campanario San Telmo, el cura Ignacio se paraba detrás de la iglesia a contemplar su obra. Imaginándola terminada, y maldiciendo la lluvia, el tiempo y a los encargados de la construcción. Al final terminaba por pedirle perdón a Dios, persignándose” (pág. 31 y ss.).
La flecha del tiempo, especialmente a la espera de la construcción de un campanario en un pueblo imaginario y fantasmal, hace este acontecimiento improbable como el ascenso de una promesa de felicidad, de plenitud; y el acontecer como expresión devoradora, como caída hacia la degeneración y la decadencia.
Si nos preguntamos a qué obedece esa actitud –a una voluntad impresionista, a una sensibilidad turbada que todo lo registra a través de una infinita lluvia, pesarosa y sombría–, tendremos que advertir que esta breve novela, incluso en su primera mitad, es el relato de un delirio; tanto a partir de esta comprobación, como de la creación de una atmósfera aviesa donde aparecen y desaparecen extrañas mujeres y antihéroes oscuros y perversos.
Junto al fluir constante que dibuja el reloj del campanario San Telmo, la metáfora de una flecha hacia el futuro, la temporalidad también se presenta, en la experiencia de existir, como una incansable repetición. Y la repetición de temporalidad en este texto tiene sus signos exteriores en la repetición del día y la noche, en el cumplimiento de los horarios y en la repetición –inconsciente–de los hábitos humanos. Sin embargo (y tal como lo han señalado pensadores como Kierkegaard, Freud, Nietzsche), la repetición es el medio para conjurar la disipación del tiempo, para volver a vivir el tiempo ya vivido, y transformar el pasado, lo que ya es una presencia.
Lo irónico de este iterativo universo es el marco en cuyo seno se extiende y se despliega el cansancio, ese cansancio geológico al que atormenta la antigüedad de la tierra y de la sangre. En este texto de Amable Mejía la duración es una sucesión de accidentes que preceden a la petrificación del corazón, a la efímera arbitrariedad antes de entrar en la legalidad de la muerte.
El que no ha comprendido que la vida es repetición –señala Kierkegaard (1864)– y que en ésta estriba la belleza de la misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morirse en el acto, sin necesidad de aguardar a que las Parcas corten el hilo de sus días….
Para Amable Mejía la repetición se encuentra profundamente ligada al placer y su práctica, la mayoría de las veces, es inconsciente, lacerante e inconclusa:
“Clara Adela asintió. Moronta sonrió con desgana. Pidió algo con que lavarse la cara y el cuello, de pie. El agua lo volvió nuevo a la vida. La toalla estaba perfumada.
—No lo vas a creer… la compré para ti. Desde que la vi, sospeché que te agradaría, dándome cuenta lo que sentía por ti… hasta le grabé tu nombre. Sé que es tonto, pero…
El doctor Moronta la atrajo hasta su cuerpo. Abrazándola olió sus cabellos sin poder adivinar a qué olían. Los ojos se le querían saltar, por el dolor de cabeza.
—También yo deseé este momento —mintió—. Pensé que nunca ibas a acceder a que fueras mía. Eres muy hermosa, además de hacer el amor divinamente —mientras hablaba fue apartándola sutilmente” (pág. 38 y ss.).
Junto al devenir que registra este panorama gozoso, como señaláramos, la metáfora de una flecha hacia el futuro, la temporalidad también se presenta, en la experiencia del existir, como una incansable repetición de la aviesa rutina del vivir sin otra fascinación que el fracaso.
Por la memoria, en esta obra de Mejía, la experiencia cotidiana alcanza una forma siniestra de existencia, y el acceso a ese gran “depósito nemotécnico” se hace siguiendo las huellas del presente: ruinas, restos, jeroglíficos, o, como nos ensaña Proust, un olor o un sabor que abren las puertas hacia la gran pantalla imaginaria de la memoria.
La memoria aquí es sin duda la capacidad de recordación de lo vivido, pero la repetición es el acto de vivir lo ya vivido. Una y otra vertiente son formas de enfrentar desde el vivir el carácter devorador del tiempo. Es necesario señalar que la memoria para Mejía no es una presencia constante que asume cada uno de sus personajes, sino más bien una floración, acaso inesperada, desde las capas protectora del olvido. La memoria constante que asume “el sujeto narratario”, sin la necesaria distancia del olvido, sería una monstruosidad y un imposible, tal como nos muestra Borges en “Funes el memorioso” (1944).
Pero la ausencia de la memoria colocaría al ser en el extravío y el absurdo. Así, Vladimir y Estragón, en “Esperando a Godot” (1952), de Samuel Beckett, como en este breve relato, Delirio y el Profeta, anclados en la certeza de la espera, divagan por la inutilidad de sus actos, extraviados en la desmemoria. En ellos la memoria aflora desde el olvido, que es rasgo de la conciencia, pues en Mejía el inconsciente no olvida y, por la fuerza de los signos de la recordación, es posible hacer florecer el más inesperado recuerdo de lo vivido.
Las ruinas en la novela “El Blanco Mar” son huellas para que la memoria regrese. Así las ruinas nos ofrecen la imagen de nuestra secreta esperanza en un punto de identidad entre nuestra vida personal y la histórica. Un edificio, un campanario venido a menos, no es sin más una ruina. Algo alcanza la categoría de ruina cuando su derrumbe material sirve de soporte a un sentido que se extiende triunfador: supervivencia, no ya de lo que fue, sino de lo que no alcanzó a ser. Por las ruinas se aparece ante nosotros la perspectiva del tiempo, de un tiempo concreto, vivido, que se prolonga hasta nosotros y aún prosigue hasta abismarse en sí mismo.
Y es que este relato, como en la imaginaria ciudad de Onetti, Santa María, los personajes experimentan un discurrir temporal enigmático y gozoso, entreverando mitos e ideas religiosas a través de una trama de intrigas y trampas textuales.