Ernest Mandel fue un erudito en todo el sentido de la palabra. Un militante revolucionario a tiempo completo. Como aquellos que decía Bertold Brecht, “los imprescindibles”. Judío de origen polaco nacido en Alemania en 1923, y criado en Bélgica, hijo de Henri Mandel, miembro de la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, la facción revolucionaria del Partido Socialdemócrata Alemán que posteriormente se transformó en el Partido Comunista de Alemania (KPD).

 

Mandel, además de un brillante economista, creador de teorías reconocidas internacionalmente, poseía una cultura universal e incluso incursionó en la literatura de novela policiaca. Miembro de la resistencia contra el nazismo, conoció el rigor y el horror de los campos de concentración nazis, a los cuales pudo sobrevivir. Polemista y orador sin igual, tuvo una incidencia determinante en la generación que se desarrolla a partir de los años 1960, tanto en Bélgica, en Francia como en el resto de Europa y en América Latina. Decidido partidario de la revolución cubana, sostuvo un debate fundamental sobre la Ley del Valor en el socialismo nada más y nada menos que con el Presidente del Banco Nacional de Cuba, el Comandante Ernesto Guevara de la Serna, el Che.

 

Su influencia en los medios académicos y universitarios en la Francia que conocí en los 70 surge de su participación en la Revolución de Mayo de 1968. Su apoyo a la tendencia revolucionaria encarnada por Alain Krivine y los miembros de la Liga Comunista, surgida de la Juventud Comunista del PCF desarrolló aún más su influencia. De una sencillez inigualable, Mandel podía sentarse por horas con dos estudiantes dominicanos veinteañeros a debatir sobre la lucha revolucionaria, como participar en un debate ante cientos o miles de espectadores con Santiago Carillo o Enrico Berlinguer en torno al giro socialdemócrata de los comunistas occidentales, denominado entonces Eurocomunismo.

 

En sus continuos viajes a América Latina, como un internacionalista cabal, lo llevó en una ocasión, casi al final de su vida a visitar Santo Domingo, invitado por la Universidad Autónoma de Santo Domingo a inicios de la década de los 90. Mandel muere relativamente a destiempo en 1995, pudiendo analizar la caída de la URSS y el nuevo giro neoliberal del capitalismo.

 

El artículo anexo, es un excelente trabajo sobre la vida y la obra de Mandel y su marxismo heterodoxo del autor belga Mateo Alaluf. Es un homenaje en su centenario en este 2023.

 

Personaje de múltiples facetas, Ernest Mandel ejerció una gran influencia intelectual, política y teórica sobre la generación de 1968. Sí su influencia fue mundial, su acción y su pensamiento tienen sus raíces en Bélgica. El hecho de que sea el autor belga más traducido después de George Simenon ilustra bien esta doble dimensión /1.

 

Personaje de múltiples facetas pero compartimentadas, conforme a los preceptos elementales del activismo revolucionario, se sumó a la edad de 15 años a la Cuarta Internacional, justo tras su fundación en 1938. Fue uno de los principales teóricos marxistas de la época, un pedagogo que, a través de folletos, conferencias, seminarios, coloquios o escuelas de cuadros, contribuyó enormemente a la formación intelectual de una generación política /2.

 

Su muy amplia audiencia internacional es extraordinaria si se tienen en cuenta los escasos efectivos y las múltiples divisiones de los grupos trotskistas. Por su cultura enciclopédica y su erudición, fue el transmisor de una herencia intelectual legada por Trotsky y la generación de la revolución de Octubre, con un énfasis particular en Rosa Luxemburgo. Como señala con razón Gilbert Achcar, «la producción teórica de Mandel no se hizo al margen de su compromiso militante en la política revolucionaria. Se hizo a causa de este compromiso, que resulta transparente en todas su obras clave» /3.

 

Cuando los militantes trotskistas estaban completamente aislados debido al ostracismo que sufrían por parte de los comunistas y de los  socialdemócratas, el renombre de Mandel parece por lo menos paradójico. Tenía no solo una influencia intelectual, sino que gozaba también de un papel importante en el seno de la izquierda belga, incluso en la escena política institucional del país. Para comprender esta influencia es preciso, creo, referirse a la política «entrista» adoptada durante ese período por la Cuarta Internacional.

 

El «entrismo» decidido por el Congreso Mundial de 1951 consistía en preconizar la adhesión de los miembros de los esqueléticos grupos trotskistas a los grandes partidos obreros (comunistas o socialistas) de su país con vistas a desarrollar un ala izquierda, mientras permanecían clandestinos, es decir utilizando las argucias, disimulando y si resultara necesario, negando su pertenencia a una organización trotskista.

 

En Bélgica, los militantes de la Cuarta Internacional, que eran menos de cincuenta miembros y que no superaron la centena hasta el final del período entrista en 1964, se afiliaron al Partido Socialista Belga a partir de 1951. La organización de juventud del partido (Joven Guardia Socialista JGS y más tarde los Estudiantes Socialistas) se convirtió en su sector de intervención privilegiado. Inmediatamente después de la cuestión real en 1950 [huelga general contra Leopoldo III y la cuestión de la monarquía] y de las huelgas de 1960-1961, el contexto era particularmente favorable para una radicalización de la juventud y correspondía a las expectativas de amplias capas de militantes políticos y sindicalistas. Hasta tal punto que un grupo numéricamente irrisorio, como señala Guy Desolre, se convirtió en políticamente determinante en el seno de las organizaciones de juventud y tuvo progresivamente un peso importante en el partido (PSB) y el sindicato (FGTB) socialistas /4.

 

Entre las múltiples escisiones que han caracterizado al movimiento trotskista, la principal de ellas se produjo en 1953 y dio nacimiento a las dos corrientes más señaladas de la IV Internacional: el lambertismo y el pablismo, fracción que comprendía a la sección belga dirigida por Ernest Mandel.

 

El congreso de reunificación de 1963 impulso a la inversa una dinámica de abandono del entrismo que se concretó progresivamente, según las circunstancias de cada país, en los años siguientes. Si la división de 1953 no se correspondía en los hechos con las líneas de fractura proclamadas, en el reencuentro de 1963 éstas fueron también parciales e incompletas. Los trotskistas belgas optaron entonces por crear nuevas formaciones políticas en ruptura con el reformismo, ayudados en esto por la dirección del partido socialista PSB que proclamó en 1964 la incompatibilidad entre la pertenencia al partido y a la redacción de La Gauche (cuyo redactor jefe era Mandel), de su equivalente flamenco Links y de la dirección del Movimiento Popular Valón (MPW), creado en 1962 por André Renard, tras la huelga general.

 

Se suponía que el desarrollo de una tendencia de izquierdas en el partido socialista iba a constituir un efecto de palanca que debía conducir a despegar «sectores enteros de la socialdemocracia» con vistas a la construcción de un partido «centrista», es decir, en la terminología trotskista, entre reformista y revolucionario. Del importante número de electos locales, diputados nacionales, militantes sindicales e intelectuales que se identificaban con la tendencia encarnada por el periódico La Gauche, solo una muy pequeña minoría siguió a Mandel en la creación de los tres pequeños partidos formados en cada una de las regiones del país, de los cuales solo dos llegaron a constituirse, y tuvieron, por otra parte, una existencia efímera (Unión de la Izquierda Socialista -UGS- en Bruselas y Partido Valón de los Trabajadores -PWT- en Valonia). En las elecciones de 1965, tras la escisión, solo un diputado trotskista (Pierre Le Grève) fue elegido en Bruselas en coalición con el PC, mientras que en Valonia el diputado elegido en la lista del PWT (François Perin) participó posteriormente en el origen del Partido Valón y del Reagrupamiento Valón antes de aliarse con los liberales /5.

 

Al hacer balance, el entrismo fue considerado por los trotskistas como una estrategia desastrosa, en la medida en que jamás el núcleo trotskista logró separar de los grandes partidos socialistas o comunistas un número significativo de militantes para la formación de partidos a la izquierda de la izquierda. En muchos casos, las organizaciones concernidas conocieron así escisiones en dos ocasiones, a la entrada en los grandes partidos primero y a la salida después. En lo que concierne a Bélgica, la salida fue desastrosa, aunque Mandel atribuyera la responsabilidad a la caza de brujas del partido socialista.

 

Sin embargo, durante todo el periodo en el que los trotskistas belgas militaron en las organizaciones socialistas, tuvieron una influencia, una proyección y un papel considerable en el seno del movimiento obrero y de la política nacional. Contrariamente a las divisiones y conflictos que caracterizan a las organizaciones trotskistas, en Bélgica «supieron actuar de forma notablemente unida y coordinada» concluye sobre el tema Guy Desolre. El trotskismo belga conoció, a pesar de sus muy escasos efectivos, sus momentos culminantes durante el período en el que practicó el “entrismo”. En el seno de la Cuarta Internacional, la sección belga había sido considerada entonces como «sección modelo» /6.

 

El final del «entrismo» conllevó no solo la pérdida de los militantes cercanos, sino también de trotskistas, permanentes sindicales, periodistas, dirigentes de secciones locales del partido. La ruptura con el movimiento socialista condujo a un debilitamiento duradero y a la pérdida de toda influencia de las organizaciones trotskistas sobre el curso del movimiento obrero en Bélgica.

 

En 1946 Ernest Mandel accedió al Secretariado de la Cuarta Internacional, del que se convirtió posteriormente en el principal dirigente. Ejerció simultáneamente, de 1954 a 1958, una actividad profesional de periodista en los diarios La Wallonie, que pertenecía al sindicato de metalúrgicos de Lieja de la FGTB y a Le Peuple, órgano del Partido Socialista Belga, PSB. Participó luego en el grupo constituido por André Renard, dirigente sindical valón, encargado de elaborar el programa de las «reformas de estructura» adoptado por los congresos de 1954 y de 1956 de la FGTB y luego igualmente por el partido socialista. Fue el redactor principal del informe del congreso de 1956 titulado Holdings y democracia económica.

 

Este grupo de intelectuales, conocido con el nombre de «Comisión Renard» y el programa de las reformas de estructura marcaron profundamente la historia social de Bélgica. Sin el «entrismo» y el secreto de su pertenencia a la organización trotskista, Ernest Mandel no habría podido, sin duda, tener una actividad profesional en la prensa socialista ni jugar el papel que jugó efectivamente en la preparación del congreso de la FGTB de 1956. Formaba ya parte de un medio que le permitía estar en relación con sindicalistas y militantes y cuadros socialistas y gozaba de una gran consideración debido a su solidez intelectual /7.

 

El semanario La Gauche, lanzado en 1956, se sitúa como prolongación de la Comisión Renard/8. El comité editor contaba entre sus miembros con personalidades socialistas como Camille Huysmans y el senador Henri Rolin, dirigentes sindicales como André Renard y Jacques Yerna y numerosos intelectuales. Ernest Mandel, que era su redactor jefe, marcó con su autoridad intelectual la diversidad de los componentes de lo que constituía un sector influyente en el mundo socialista. La tendencia identificada con La Gauche representó hasta un cuarto de los votos en congresos del partido socialista y reagrupaba a un número significativo de electos locales y nacionales. Delegaciones sindicales de grandes empresas se suscribían colectivamente al semanario, que servía de referencia y de punto de reagrupamiento a numerosos sindicalistas.

 

Su inserción en el movimiento socialista procuró a Mandel una audiencia y una influencia importantes a la vez que contribuía a la formación de su pensamiento político. Así, a diferencia de las críticas leninistas del «economicismo» de los sindicatos, Mandel considera que la capacidad política de la clase obrera se encarna en los sindicatos a pesar de su burocratización, tanto como en los partidos obreros. Aún cuando las organizaciones sindicales están total o parcialmente integradas, sostenía Mandel, no representan solo la integración y la subordinación al sistema capitalista. Tienen un carácter doble y pueden seguir siendo también instrumentos de emancipación y de auto actividad de la clase.

 

El programa de las reformas estructurales de la FGTB, que Mandel acompañaba del calificativo de «anticapitalistas», era la referencia principal de la tendencia de La Gauche.Mandel veía en ese programa la posibilidad de ligar las reivindicaciones inmediatas para la mejora de las condiciones de vida cotidianas de los trabajadores (salarios y condiciones de trabajo) con una transformación de las estructuras mismas del capitalismo a través de nacionalizaciones y procedimientos de control obrero y de planificación. Radicalizando el alcance de las reformas y la capacidad de control obrero del movimiento sindical, la reivindicación de las reformas estructurales revestía a sus ojos un alcance anticapitalista, acentuando el potencial de redistribución y de planificación que contenía ya el estado social.

 

Ernest Mandel se inscribía perfectamente en este planteamiento en el que podía ver numerosas similitudes con el Programa de Transición, que fue el documento de fundación de la Cuarta Internacional, redactado por Trotsky en 1938. ¿No se trataba allí también de reivindicaciones transitorias para pasar del capitalismo al socialismo? Pero la experiencia de las reformas estructurales en las luchas sociales le permitió desarrollar un análisis más sutil de los aparatos sindicales, y el movimiento sindical ocupó un lugar bastante más importante en su concepción política que en la de otros sectores marxistas de la época /9.

 

Los trabajos de Ernest Mandel en el marco de la Comisión Renard sobre los holdings belgas forman parte de los que a lo largo de los años 1950 le sirvieron para preparar la publicación del Tratado de Economía Marxista, que acabó de redactar en 1960 y fue publicado en Julliard en 1962. Para la generación de la posguerra en Bélgica que se implicaba en la acción política tras las grandes huelgas del invierno de 1960-1961 y las luchas relacionadas con la guerra de Argelia y la descolonización del Congo, el Tratado representaba el renacimiento del marxismo en la segunda mitad del siglo XX. Cuando se publicó, si bien los comentarios académicos fueron discretos, varios medios vieron en esta obra, como sugería por otra parte la ilustración de la página de la cubierta, una prolongación, una actualización, una puesta al día, de alguna forma, de El Capital. André Renard, principal dirigente de la izquierda sindical, felicitando a Mandel le escribía: «midiendo bien mis palabras, puedo calificar su obra de notable e incluso de fantástica» /10.

 

Para toda una generación, la lectura del Tratado de Economía Marxista sustituyó, y a menudo precedió, a la de El Capital. Esta obra marcó a un público atraído por el marxismo, pero opuesto a la versión estalinista del mismo, incluso actualizada, vehiculizada por los partidos comunistas. El libro, acompañado por numerosas exposiciones y conferencias de Mandel, fue una iniciación al pensamiento de Marx y a una multitud de autores de su tradición. Mandel se presentaba en primer lugar como fiel a Marx. El Tratado es el resultado de un enorme trabajo que confronta el pensamiento de Marx con los datos empíricos contemporáneos hasta «desoccidentalizarle», re discutiendo, por ejemplo, «el modo de producción asiático» y recurriendo a menudo a los conocimientos de la antropología.

 

Con la adopción de las políticas keynesianas, la idea según la cual el capitalismo era ya capaz de dominar sus contradicciones tenía un gran consenso a mediados del siglo pasado. Mandel sostenía a contracorriente en el Tratado que el estado permite ciertamente atenuar la amplitud de las crisis, pero no puede contener por un largo período la bajada de la tasa de ganancia. Hasta el punto de que la época en que lo escribía no sería la del triunfo del capitalismo ni la de su hundimiento, sino la de su declive.

 

Mandel intentaba así comprender en un mismo razonamiento las contradicciones inherentes y los logros del capitalismo de posguerra. Planteaba así la noción de «neocapitalismo» que precisó en 1964 en un folleto titulado Introducción a la teoría económica marxista, folleto ampliamente difundido y comentado en los círculos de formación de las organizaciones de juventudes socialistas, en seminarios y conferencias /11.

 

Así, proponía a los militantes una herramienta conceptual que les permitiera comprender esta nueva forma de capitalismo que incorporaba «la revolución tecnológica permanente» y los mecanismos de la seguridad social y de negociación colectiva, permitiendo a la vez una mejora del nivel de vida de los trabajadores y jugando un papel de amortiguador social en relación a las crisis. Contrariamente a quienes proclamaban el fin de las contradicciones del capitalismo, Mandel planteaba una explicación que conjugaba las capacidades de adaptación del capitalismo a la vez que dejaba abierta la posibilidad de su fin cercano.

 

Su obra maestra, indudablemente la más original, La tercera edad del capitalismo, cuya redacción terminó en 1972, no apareció en francés, traducida del alemán, hasta 1976. Desde 1969 si embargo, cuando la recesión de 1974 parecía aún lejana, Mandel anunciaba ya el agotamiento del período de expansión del capitalismo y la multiplicación de las recesiones parciales a partir de los años 1970, orientándose hacia una recesión general que desarrolló más tarde en La Tercera Edad/12.

 

Resulta inevitable relacionar la influencia ejercida aún entonces por Mandel sobre la izquierda belga con la toma de conciencia precoz de la FGTB de la recesión que conoció Europa en 1974 tras la “crisis del petróleo”. El sindicato había exigido la reunión de una Conferencia Nacional del Empleo, que se celebró en 1972 con la presencia de los representantes, no solo de las organizaciones patronales sino también de los grupos financieros. El frente común sindical [entre FGTB y CSC] había hecho de la reducción del tiempo de trabajo su primera prioridad para prevenir el paro que se anunciaba.

 

Para sus lectores, el Tratado combinaba la fidelidad a Marx y su renovación. Por la claridad de su escritura, Mandel logró transmitir la herencia de la cultura socialista de anteguerras a una generación venida a la política en los años 1960. Una herencia teórica que permitía, según las palabras de Daniel Bensaid, «pensar en el presente las metamorfosis del mundo» /13.

 

Lenin, Trotsky y Luxemburgo

Siguiendo a Trotsky, la transmisión de la herencia marxista tomaba prioritariamente en Mandel el camino de la revolución de octubre. Las cuestiones de la auto emancipación del proletariado y del partido revolucionario cristalizaban las discusiones en las escuelas de cuadros de las organizaciones de juventud (JGS y ES) en el área de influencia de La Gauche. Haciendo referencia al ¿Qué Hacer? de Lenin, Mandel tenía la costumbre de sostener que «hay varias concepciones del partido, pero la concepción leninista es la única que confiere un papel revolucionario al partido”.

 

Desde este punto de vista, el debate entre Ernest Mandel y Marcel Liebman, que era uno de los principales «no trotskistas» del equipo de La Gauche, es particularmente esclarecedor /14. Liebman era la figura señera del grupo de colaboradores de La Gauche que Mandel designaba como «los deutscherianos». Entendía con ello a camaradas cercanos a las ideas trotskistas, pero que no compartían sus concepciones organizativas. Este juicio refleja tanto su proximidad ideológica con Isaac Deutscher como la irritación de Mandel contra la hostilidad de éste respecto a la Cuarta Internacional /15.

 

Liebman conviene con Mandel en que las relaciones de oposición entre leninismo y estalinismo son bastante más fuertes que las relaciones de filiación. Mandel reprocha sin embargo a Liebman valorar una imagen pragmática de Lenin y criticar a este último por no haber sabido oponerse al día siguiente de la revolución a los leninistas, es decir, insiste Mandel, al leninismo /16. Mandel, que reconoce ciertamente que la supresión -concebida como temporal y excepcional- del derecho de fracción en 1921 fue un serio error, no acepta sin embargo la idea según la cual el estalinismo no sería solo producto de la antigua Rusia y del fracaso de la revolución internacional, sino que sería también producto del leninismo. Refuta igualmente el punto de vista de Liebman según el cual la concepción leninista del partido no solo ha impulsado, sino también puesto trabas a la actividad de la clase obrera.

 

En su respuesta, que titula «Leninismo y dogmatismo» (mayo núm. 14, 1970), Liebman reprocha a Mandel plegarse a una postura de «convertido» propia de los trotskistas, y que consistía en hacer olvidar a cualquier precio el «pecado» de Trotsky de haber estado inicialmente junto a los mencheviques. Pecado que había sido instrumentalizado por Stalin para negar la legitimidad de Trotsky e imponerse en la guerra de sucesión. En Nuestras tareas políticas (1904), Trotsky desarrollaba en respuesta al ¿Qué hacer? de Lenin (1902), de forma profética su teoría del «sustitucionismo» /17. Liebman sostiene, a diferencia de Mandel, que el leninismo encierra «elementos que el estalinismo ha podido utilizar a su antojo».

 

También, Liebman, paradójicamente, se erige en defensor de Trotsky. En su opinión, Trotsky no había renegado de sus posiciones al unirse a los bolcheviques en 1917, sino que se había unido a una organización «desbolchevizada», muy diferente del partido centralizado y militarizado fundado por Lenin. En el fondo, Liebman reprochaba a Mandel no tomar partido por Trotsky contra Lenin. Según Liebman, si Mandel hubiera sido consecuente, habría debido dar la razón a Trotsky por no haber estado al lado de Lenin durante su período sectario (1906-1914) y haberse unido a Lenin en 1917, no porque se hubiera equivocado anteriormente, sino porque el partido de Lenin se había «desbolchevizado».

 

Esta misma cuestión será planteada algunos años más tarde por Robin Blackburn, director de la New LeftReview, que reprochó a Mandel ser «demasiado prudente en su diferenciación entre la herencia de Trotsky y la ortodoxia leninista». Mandel le respondió con uno de sus textos, La teoría leninista de la organización (1976): «Lenin, en su primer debate con los mencheviques -escribía Mandel- había subestimado mucho el peligro de la autonomización del aparato y de la burocratización de los partidos obreros (…) Trotsky y Luxemburgo comprendieron este peligro mejor y antes que Lenin» /18.

 

Mandel, en su defensa de la herencia trotskista, proclamó con fuerza la fidelidad a Lenin, garantía de la filiación leninista de Trotsky. A pesar sin embargo de esta postura calificada por Liebman de dogmática, Mandel defendía la necesaria autoemancipación del proletariado a partir de una visión, menos leninista que anarcosindicalista, de la capacidad creativa de los trabajadores en acción, incluso si esta creatividad se encontraba atemperada por la necesidad de un partido revolucionario. Progresivamente, siguiendo en esto a Rosa Luxemburgo, por quien tenía una admiración sin límites, la defensa de la revolución rusa por Mandel se acompañaba de críticas que ahondaron hasta discutir las posiciones de Lenin y de Trotsky. Reconocía que Rosa Luxemburgo había percibido mejor que Lenin la naturaleza de la burocracia.

 

Aunque haya considerado siempre las aportaciones de Trotsky como decisivas para enfrentarse a las cuestiones más importantes del siglo XX, no dejó de poner en cuestión las restricciones a la democracia durante el «comunismo de guerra» al que Trotsky había contribuido muy ampliamente. Más tarde, en 1990, sostuvo incluso que el propio Trotsky se deslizó en «los años sombríos» de 1920-1921 en el «sustitucionismo». Para que haya interacción entre auto organización y actividad política dirigente del partido de vanguardia, es preciso que haya una clase activa. Sin embargo, constata Mandel, en la URSS, desde 1920, el partido no favoreció, sino que puso trabas a la auto actividad de la clase obrera. «En lugar de dirigir a la clase en el ejercicio del poder, el partido gobernó en lugar de la clase» /19. Se puede por tanto deducir de ello que los errores de Lenin y de Trotsky contribuyeron a la pasividad de los cuadros del partido y de los trabajadores frente al ascenso de la contrarrevolución burocrática.

 

Todas las personas que tuvieron la suerte de conocerle y de militar con él, dan fe de los múltiples aspectos de su exceso de optimismo. En lo que concierne sin embargo a la naturaleza del capitalismo, sus análisis no dejan lugar alguno al optimismo. Según Mandel, este no tiende a una reducción de las desigualdades, y aún menos a su supresión. Ciertamente, las relaciones sociales de posguerra, las revoluciones coloniales, las luchas obreras y el miedo al comunismo permitieron una reducción de las desigualdades y un reparto menos desequilibrado de las riquezas. El neocapitalismo no significa sin embargo el final de las contradicciones del capitalismo. Nunca se dejó arrastrar por la ilusión socialdemócrata de un progreso ilimitado garantizado por el «compromiso keynesiano». Mandel, refiriéndose a su teoría de las «ondas largas» del desarrollo capitalista, preveía la pérdida de su dinámica de posguerra, y en consecuencia la erosión de los salarios reales y la vuelta del paro masivo en los países avanzados.

 

Por el contrario, los errores de juicio de Mandel, atribuidos habitualmente a su optimismo impenitente, no están tan ligados a su carácter optimista, como señala Daniel Bensaid, sino que encuentran su raíz en sus análisis teóricos /20.

 

En primer lugar, su confianza en la auto activación de la clase obrera le conducía a conceder un lugar exclusivo a la democracia obrera y a sus traducciones en términos de «dualidad de poder» en período revolucionario. En contrapartida, reducía considerablemente el lugar de la democracia representativa. En consecuencia, como subraya Robin Blackburn /21, las propuestas de cara a democratizar las instituciones democráticas introduciendo formas de control de los ejecutivos y formas de autoadministración de la sociedad civil son minimizadas por Mandel.

 

Luego, su implicación en el seno de la Cuarta Internacional corresponde a la prioridad que da a construir un partido revolucionario de vanguardia. A partir de ahí, cada vez que se trate de dar cuenta de los fracasos de los movimientos sociales de gran envergadura, Mandel atribuirá su causa a la ausencia de una dirección revolucionaria. La explicación del hecho de que las huelgas belgas del invierno de 1960-61, a pesar de su amplitud, la gran combatividad de los huelguistas y de los episodios insurreccionales no hubieran producido efecto revolucionario es atribuida por Mandel casi exclusivamente a las carencias de la dirección renardista, sin tener en cuenta las razones que habían guiado las decisiones llevadas a cabo por los sindicalistas valones.

 

Cuando Mandel considera las condiciones objetivas propicias a una situación revolucionaria, atribuye su fracaso a la ausencia de las condiciones subjetivas, es decir, de una dirección revolucionaria. Como señala entonces Daniel Bensaid, «si el factor subjetivo no es lo que debería ser, no es en función de ciertos límites relativos a la situación y a las correlaciones de fuerza colectivas, sino porque es sin cesar traicionado desde el interior» /22. En consecuencia, Mandel no está prevenido contra la «paranoia de la traición» que ha afectado a tantos grupos revolucionarios.

 

En fin, a pesar de su lucidez sobre las ambivalencias del progreso técnico y la amenaza siempre presente de la barbarie, Mandel no se ha distanciado por completo de una concepción normativa de se basa en la conciencia de clase del proletariado y en su partido revolucionario. En consecuencia, la capacidad de una vanguardia separada de las instituciones ocupa un lugar que se podría calificar de desmesurado en sus análisis. «Es la vía abierta, nos dice Bensaid, a un voluntarismo exacerbado, que es a la voluntad revolucionaria lo que el individualismo es a la individualidad liberada» /23.

 

Ernest Mandel compartía en el plano teórico la concepción de Lenin que concibió la especificidad de lo político como un juego de poderes y de antagonismos sociales. El partido del proletariado no podía pues ser concebido como simple reflejo de las luchas sociales. No se puede postular identidad espontánea entre el partido y la clase, la política y lo social. El partido de vanguardia podía tener un lugar muy importante en esta concepción de la sociedad. Pero al mismo tiempo Mandel compartía completamente el análisis de Trotsky sobre el “sustitucionismo” y el de Rosa Luxemburgo, del que hacía una lectura casi libertaria, según el cual, por una dialéctica de la conciencia, el proletariado llega por su propia experiencia histórica a su emancipación. Había también podido probar en la práctica, a través de la combatividad de la case obrera valona y de la “huelga del siglo” del invierno de 1960-61 en Bélgica, la creatividad, la fuerza y el potencial revolucionario de la autonomía obrera. Intentó en consecuencia teorizar “la auto actividad” y la “auto organización” de los asalariados como elementos motores de la emancipación cuyos instrumentos indispensables serían el partido de vanguardia y los sindicatos /24.

 

¿En qué era heterodoxo el marxismo de Mandel en los años 1960? Él mismo habría rechazado sin duda este calificativo. Lo era, sin embargo, si se tienen en cuenta las lecturas estalinistas y la vulgata comunista. Aunque el Tratado revistiera también aires de manual un poco doctrinario, daba sobre todo claves de lectura de la sociedad de su época. No se cegaba sobre el dinamismo reencontrado del capitalismo de posguerra (el “neocapitalismo”) sino que al mismo tiempo pronosticaba su agotamiento. Dejaba entrever, a pesar de un progreso del desarrollo histórico, una pluralidad de posibilidades. El marxismo que profesaba era abierto y creativo, en sintonía con el movimiento de la sociedad. Si era heterodoxo lo era en el sentido en que Marx, oponiéndose a las versiones hagiográficas de su teoría, afirmaba, “yo, por mi parte, no soy marxista”. Mandel no consideraba el marxismo como una doctrina cerrada y era en ese sentido, según las palabras de Gabriel Maissin, el último marxista clásico.

 

Mandel supo hacer escuela sin rodearse sin embargo de discípulos incondicionales. Su influencia sobre una parte de la generación del 68 es innegable. Quienes se relacionaron con su marxismo habían quedado vacunados tanto frente a la celebración de la pureza de lo social y de las virtudes intrínsecas de la espontaneidad celebradas por unos, como frente al culto al proletariado rojo proclamado por los otros.

 

Militar en el entorno de Mandel era quizás ante todo heredar una cultura crítica en el seno del movimiento obrero. Esta cultura que los militantes de los años 1960 hicieron vivir a través de sus luchas me parece bien expresada por Charles Plisnier en Faux Passeports/25. Plisnier evoca en estos términos el congreso de 1928 en el curso del cual fue excluido del Partido Comunista Belga por desviación trotskista:“El congreso de Anvers. Veo hoy claramente que la última batalla por la revolución viva se acababa ahí. En Rusia, todo había quedado zanjado, como una obra de teatro gigante e irrisoria (…). En Rusia los hombres de octubre partían al exilio, entraban en prisión. En los demás países, los militantes, cansados de resistir a Moscú, se volvían funcionarios y obedecían (…). El azar quiso que en un rincón de este país de occidente, en una ciudad de mercaderes y armadores, el espíritu de la revolución levantara su última línea de resistencia.Por otra parte, ¿quién lo sabía? Pequeño en su pequeño país, el partido comunista belga no inquietaba a nadie. Si las cervecerías le negaban sus salas de reunión, era solo porque temían que el ruido molestase a su clientela. Y cuando, expulsados de un local, los delegados del congreso, en pequeños grupos, recorrían las calles a la búsqueda de un lugar en el que enfrentarse, nadie sabía que allí, para ellos se trataba del porvenir del mundo, del destino de su carne y de su espíritu. Y los agentes de policía con su casco de tela negro, tranquilos y desenvueltos, les hacían esperar al borde de la acera, para dejar pasar un cochecito de niño”.

 

Mateo Alaluf es profesor emérito de la Universidad Libre de Bruselas. Autor de numerosas obras. Su última publicación es: L’allocation universelle. Nouveau label de précarité. Ed. Couleur livres, 2014. Este texto de Mateo Alaluf ha sido elaborado con ocasión del Foro Internacional celebrado en Lausana (Suiza) los días 20,21 y 22 de mayo de 2015, organizado por la Asociación de Amigos de Ernest Mandel, fallecido hace 20 años. Mateo Alaluf intervino el miércoles 20 de mayo, en la apertura de dicho Foro. Posteriormente tomaron la palabra Keeanga Taylor y Brian Jones sobre la nueva fase del movimiento negro en los Estados Unidos. Sus intervenciones han sido traducidas y están disponibles en la página de alencontre.org, publicadas los días 9 y 11 de junio (Red A l´Encontre).http://alencontre.org/societe/histoire/ernest-mandel-un-marxiste-heterodoxe-dans-les-annees-1960.html