En la medida que he ido envejeciendo por razones de edad -hoy empiezo a vivir mis 73 años-, he ido comprendiendo mejor a mis padres, a ambos, a Doña Ofelia y a Don Julio. Ella de una voz melodiosa, hermana de quienes fueron en aquella época el Trío Jaragua. No olvido cuando una vez me dijo:
- “¿Y por qué tanta prisa? Hasta Dios se tomó su descanso. Para, e intenta vivir más”. Palabras que nacían de la sabiduría.
Mi padre, de poco hablar, pero cuando se trataba de sacarle a la madera lo mejor de ella, no desmayaba. Siempre lo vi no como ebanista, que era y era muy bueno, sino como un artista de la madera, del martillo y el serrucho. Conservo un juego en ébano verde compuesto por un estante de libro y un escritorio, bellísimos. Él me habló de otra manera, con su trabajo y su afán de que lo que estaba haciendo tenía que quedar impecable. Ella, amante del bolero y la lectura; él, gardeliano profundo, pues el zorzal era su predilecto que combinaba con la lectura de filosofía. Lo que nunca olvido de él es su mano callosa que férreamente tomaba la mía caminando entre las rocas de los arrecifes del Malecón. Era, generalmente, nuestro paseo dominical.
Comprendiéndolos a ellos me comprendo mejor a mí mismo. ¿De qué está hecha la vida? ¿De afanes? No, también de amigos, de encuentros, de abrazos, de escuchar un buen concierto o un suave bolero o balada y qué decir de un tango. De disfrutar un paseo por el Malecón o por el Parque de Las Praderas. También de eso está hecha la vida. De descubrir en lo tosco la belleza oculta, de imaginar cosas nuevas aún de las viejas.
A su manera, cada uno de ellos, moldeó mi ser, me preparó para las muchas cosas que luego vinieron. No siempre buenas, pero todas oportunidades para formar en mí lo que soy.
A mis años puedo decir como el poeta: "¡Confieso que he vivido!" Nací en el 1950, cinco años tan solo luego de finalizar la II Guerra Mundial, lo que me permitió, además, vivir los últimos once de aquella Era. Años de muchas luces, pero también de muchas muertes y sombras. Sé lo que fue ver sacar a mi padre a empellones de la casa y montarlo en uno de esos cepillos temerosos del SIM a medianoche, entre el llanto a gritos de todos y el silencio temeroso de los vecinos. No era para menos.
Pude vivir en carne propia el derrumbe económico de una familia trabajadora que por los designios del tirano, y de quienes pululaban a su alrededor, había que darle una lección “al señorcito ése”. Con la desaparición del régimen todo se hizo un caos. Los paleros de Balá y el arrojo de mucha gente hastiada de tanta brutalidad generaron un escenario difícil, sobre todo para quienes vivíamos entonces en la “parte alta de la ciudad”.
En medio de todo aquello, la mano firme, pero amorosa de mi madre me orientó hacia los salesianos, al Oratorio Don Bosco, espacio de formación integral de cientos de jóvenes que, como yo, estábamos deseosos de aprender de todo cuanto se nos ofrecía. El P. Julio Sillas, salesiano, aquel hombre bajito y silencioso, pero de un temple fuerte, nos abrió la mente hacia el servicio a los demás. ¡Qué sabia fue mi madre!
Pasé por la adolescencia y me hice joven adulto en medio de las luchas internas de una izquierda que no parecía tener una visión clara de lo que quería y que con sus luchas internas nos ponían a riesgo a todos en la escuela; y una derecha que solo se dedicó a servirse con la cuchara grande los bienes que quedaron luego de aquel 30 mayo ¡día de la libertad!
Mi escolaridad básica, primaria y secundaria, fueron complicadas pues para completarlas pasé por seis centros educativos. Lo único raro y no sé si casual, fue que los tres primeros grados de la primaria y los dos últimos de la secundaria fueron en el mismo centro, el Colegio Nuestra Señora de la Altagracia, extraordinario lugar en que encontré dos almas y corazones excepcionales: Alicia Guerra y Zora Frómeta, maestras “de las de antes”. En este último período se forjó una amistad que aún hoy perdura, luego de más de 50 años sigue viva, dándole sentido a muchas cosas de mi propia vida.
Fueron tiempos difíciles. De pérdidas en muchos sentidos, pero también de crecimiento y resiliencia. No había otra, seguir hacia adelante sin mirar mucho hacia atrás y menos quedarme atrapado en las cosas que ya pasaron.
Mi vocación de servicio a los demás se agigantó, se hizo más firme junto a esos amigos y amigas, lo que me llevó por diferentes senderos, pero un mismo propósito, ser parte de quienes se comprometen y creen que es posible un cielo nuevo y una nueva tierra. Estilo de vida asumido con todas las consecuencias que ello suponía. Mi paso por la Acción Católica, en concreto, la Juventud Estudiantil Católica, la JEC, como era mejor conocida, estructuró mucho de mis actitudes y pensamientos. La vocación de servir me ha llevado por casi cuarenta años a ser maestro de generaciones de jóvenes que se decidieron por la carrera de psicología, como de otros a quienes también he provocado de alguna u otra manera, el difícil arte de enseñar.
Con la prisa de los años me hice psicólogo y construí mi propia familia, fuente primaria de vida. Espacio de celebración y regocijo. Ver crecer a los hijos y envejecer al mismo tiempo es una dicha. Todavía más cuando nuevos retoños nos desvelan y nos vuelven a rebelar la belleza del amor que genera vida. Alberto Emmanuel, mi nieto, con sus gorgojeos y su risa amplia, saca de mis adentros sentimientos nuevos y hasta desconocidos.
En el camino muchos amigos y amigas se han ido a destiempo. Todos ocupan un breve espacio cuando doy gracias en mi oración nocturna. De muchos otros siempre agradezco por haberlos encontrado en el camino y, hasta cierto punto, ser parte de él. Por todos, pido por su salud.
Hoy disfruto mi jubilación activa. Procurando enseñar, pero sin la rigidez de mis primeros años como maestro. Prefiero provocar con la pregunta o el comentario a tiempo. Eso sí, sin nunca dejar de lado la recomendación de la lectura de algún buen libro, que les permita ponerse en contacto con otra alma humana que siente y piensa. Me agrada muchísimo encontrarme con antiguos alumnos y alumnas, y me agrada más saber que están trabajando y formando familias. De eso, entre otras cosas, se trata la vida.
Como aprendí de Julius Fucik, por la felicidad he vivido la vida, mi vida. Y por la felicidad sigo insistiendo que la vida sí tiene sentido cuando el amor es lo que nos orienta y proporciona la fuente para el vínculo con los demás.
Es el legado que quiero dejar a mi hija y mis hijos, por supuesto a mi amado nieto y a los que vendrán: el amor todo lo puede, como muy bien nos enseñó Pablo en aquella memorable carta a los Corintios. Y pienso que no hay que ser creyente para comprender y asumir la radicalidad del amor.
Termino con un trozo de la canción de Facundo Cabral:
“Este es un nuevo día para empezar de nuevo,
para buscar el ángel que me crece los sueños.
para cantar, para reír, para volver a ser feliz.
Me prometo,
En este nuevo día, yo dejaré el espejo,
y trataré de ser, por fin un hombre bueno,
de cara al sol caminaré y con la luna volaré.”