Sesenta y seis semanas transcurrieron entre octubre de 2020, el momento en que Lucas Vicens fue atacado por el coronavirus 19, y febrero de 2022, cuando le sucedió lo mismo a su amigo de toda la vida, Doroteo Rodríguez.

Y aunque ya para octubre de 2020 habíamos perdido a cientos de miles de personas, desde entonces fallecieron millones más y, sobre todo, se enfermaron cientos de millones más. Lo que implica que muchos aprendimos a cuidarnos y a cuidar a los demás.  Para el momento en que Lucas enfermó todavía era relativamente difícil hacerse una prueba en Santo Domingo porque se necesitaba prescripción médica y se funcionaba bajo esquema de horarios restringidos.  En la memoria electrónica de los mensajes intercambiados en la época tengo conversaciones enteras sobre cuáles opciones eran más factibles.  Hoy día, hay operativos de despistaje gratis en numerosos lugares, existen pruebas que identifican hasta el tipo de cepa del virus que ha infectado el cuerpo humano y en algunos laboratorios hay tanta gente aglomerada en filas que parecería que ya no hubiese enfermedades infecciosas.

En cuanto a tratamiento, lo mismo.  Los meses de atender todos esos casos ha terminado por producir ciertos conocimientos, no sólo en los médicos sino también en la población en general.  Si bien todavía hay receptividad para tratamientos inadecuados, ya nadie piensa en el cloro y la cloroquina sugeridos por ciertos desaprensivos en el pasado. Existe acceso a opciones cada vez más apropiadas a síntomas específicos. Como siempre, depende del entorno de cada cual el hacer uso de las mejores opciones.  En los Países Bajos, en el momento actual, el tratamiento inicial recomendado es simple acetaminofén, a menos que haya complicaciones secundarias.

 

Así como hubo progreso y diferenciación en la aplicación de tratamientos, existen acciones remediales y de precaución. Aprendimos a confiar y desconfiar de las vacunas, a poder citar preferencias por efectos secundarios o por los usos comerciales de las marcas que las producen. Más de cuatro mil millones de personas han accedido a por lo menos una dosis de vacunación, aunque el total de la población mundial es poco menos que el doble de ese número.  Cuando Lucas enfermó, su cuerpo tuvo que reaccionar “a mano pelada”. El de su amigo Doroteo, que tenía unas cuantas dolamas más, contaba con la relativa inmunización producida por varias dosis que lo hacían más resistente a esta enfermedad. Así que el devenir de ambas trayectorias junto al virus fue totalmente diferente.  Menos de quince días después de tener los primeros síntomas, Lucas estaba muerto. Menos de diez días después de la respuesta positiva a la presencia de antígenos, Doroteo estaba oficialmente sano según otra prueba. Nota: la recomendación del Tecnológico de Monterrey es de NO hacerse prueba después de la desaparición de los síntomas, lo que no es más que un simple reflejo de no querer desperdiciar las pruebas cuando quedan potencialmente muchas personas infectadas por identificar.

Sesenta y seis semanas como los sesenta y seis años que tenía Lucas al momento de fallecer son suficientes para tomar el progresivo levantamiento mundial de las restricciones como una medida más de respuesta a la enfermedad.  Ya podemos ir a más lugares públicos, pero ejercemos nuestro sentido común y evitamos ambientes donde podemos ser o recibir agentes patógenos. Ya no es obligado usar mascarillas en República Dominicana, pero si vamos a estar encerrados durante mucho tiempo con personas vulnerables, es una muestra de cortesía el ir cubiertos. Total, ya desde tiempos inmemoriales no cargábamos recién nacidos si no teníamos alguna razón poderosa para hacerlo, no nos exponíamos innecesariamente.

Sesenta y seis semanas como para cada cual vivir lo mejor y más generosamente posible.