Esta es la tercera entrega de la serie Constitucionalismo y reforma constitucional: una mirada a nuestra historia. Tras observar la importancia de estudiar cómo la reforma constitucional ha servido para optimizar los valores del constitucionalismo o para disminuirlos, advertimos que nuestras primeras reformas mostraron un patrón notoriamente contradictorio: como un péndulo, se movieron desde esquemas claramente liberales a retrocesos inmensamente autoritarios. A partir de hoy veremos cómo esta tendencia se mantuvo y se fortaleció luego de la Guerra Restauradora, iniciando con el primer proceso constituyente del periodo al que usualmente nos referimos como Segunda República.
Para entender la reforma constitucional de 1865 es indispensable tomar nota de las complejas circunstancias que la precedieron y los eventos que la produjeron. El texto constitucional resultante fue uno de los de más breve vigencia y el que se produjo en el marco de una de las más significativas fricciones ideológicas de nuestra República. Por demás, emergió en un momento de notable –y quizás comprensible– predominio del militarismo, de manos de actores íntimamente ligados a los mismos grupos que la proscribieron. ¿Cómo pudo ser entonces el escenario para la más liberal expresión del constitucionalismo de su época?
Las primeras respuestas deben verse en el crepúsculo de la anexión a España y los esfuerzos restauradores. El liderazgo de Salcedo (presidente del gobierno restaurador desde septiembre de 1863) se debilita en las postrimerías de 1864 y termina siendo derrocado por Gaspar Polanco, como bien se sabe. Éste último, sin embargo, es pronto depuesto y una Junta Provisional Gubernativa presidida por Benigno Filomeno Rojas toma el poder, disponiendo la entrada en vigor de la Constitución de Moca y convocando a la Convención Nacional que elegiría al general Pedro Antonio Pimentel Chamorro como presidente.
No obstante lo anterior, Pimentel no fue capaz de cohesionar los diversos liderazgos que resultarían de una guerra de guerrillas como la Restauración. Como recuerda Frank Moya Pons en su Manual de Historia Dominicana, una vez que la presencia española dejó de ser un elemento unificador entre los distintos líderes locales y regionales, se hicieron evidentes las tensiones entre el grupo del Cibao y los líderes del Sur. Peor aún, algunos excesos de Pimentel Chamorro lo alejaron tanto de uno como de otro sector. Por demás, como apunta José Gabriel García en el tomo II de su Compendio de la Historia de Santo Domingo, “muy difíciles eran los problemas políticos y administrativos pendientes de resolución, cuando con el abandono de la plaza de Santo Domingo, efectuado por el ejército español el día 11 de julio de 1865, recuperó la República Dominicana su perdida autonomía, y entró de nuevo en el gremio de las naciones soberanas e independientes”.
En ese contexto se produce el levantamiento de los generales Cabral y Manzueta contra el gobierno, forzando a Pimentel a renunciar. Cabral asume el mando con el título de “Protector de la República” y toma de inmediato las medidas propias de un gobierno de reorganización. Destaca, entre otras, la puesta en vigencia de la primera Constitución de 1854.
En su obra El grillo y el ruiseñor, Julio G. Campillo Pérez sostiene que Cabral “quiso fomentar un régimen de conciliación nacional y de orientación liberal. Contó para ello con un grupo de jóvenes, especialmente de la ciudad capital, ardorosos por cambiar los viejos moldes y encauzar al país por sendas democráticas y progresistas. Ellos eran excelentes representativos de la línea neoduartista, basada en independencia, democracia y honradez. José Gabriel García, Mariano Antonio Cestero, Luis Durocher, Fernando Arturo Meriño y otros, eran abanderados de primera fila en esta evolución que nacía, en la cual también no faltaron miembros de la vieja guardia duartista, como Pedro Alejandrino Pina, Jacinto de la Concha, Benito Alejandro Pérez, etc.”.
Como se percibe de la cita de Campillo Pérez, si bien Cabral tenía una relación importante con el sector conservador que –como veremos en breve– tenía todavía en Báez a su máximo representante, pacta con los azules hasta donde le es posible para propiciar condiciones de estabilidad mínimas. Lo anterior evidencia: (a) la ausencia de un grupo político lo suficientemente fuerte para imponerse de manera sostenida sin colaboración coyuntural de otros actores; (b) el gradual convencimiento de Cabral sobre la importancia de un diseño gubernamental distinto al producido en los esquemas autoritarios de la Primera República; (c) la percepción positiva de un sector del país de los modelos liberales ensayados en febrero de 1854 y en enero de 1858, ambos puestos en vigor en los escenarios post-restauradores inmediatos; y (d) cierta comprensión de que para el clima necesario para una recuperación económica era conveniente una postura liberal desde el gobierno.
A los elementos anteriores se sumó una cuestión político-ideológica en la conformación de la Asamblea Constituyente que sesionó desde el 24 de septiembre de 1865. Muchos de sus miembros habían formado parte del homólogo cónclave que había esgrimido en Moca las expresiones normativas de la revolución de 1857. Incluso, había entre éstos, por primera vez, compañeros cercanos a Duarte, lo que explica quizás la formulación constitucional de un Poder Municipal.
El resultado de esta confluencia de circunstancias y coyunturas es el texto por todos conocidos. Por ello, si hubo un momento del siglo XIX en el que la reforma constitucional sirvió al interés predicado por el constitucionalismo, fue en el proceso constituyente de 1865. Como señala el profesor Rolkin Lorenzo Jiménez en un interesante artículo, si bien la doctrina tiende a catalogar la Constitución de Moca como el modelo de su época, “en cuanto a avance democrático y diseño institucional, el texto constitucional aprobado en 1865 superó a todas luces al vigente en 1858”.
Así, el texto promulgado el 14 de noviembre de 1865 preservó importantes conquistas de 1858, como las facultades del Congreso Nacional para controlar la actuación del Ejecutivo, especialmente en sus atribuciones militares, así como la prohibición de la reelección inmediata. Sin embargo, mostró un importante avance al eliminar el carácter censitario del voto, dotar de mayor autonomía a las juntas provinciales y a los ayuntamientos comunales, impedir la reelección inmediata, ampliar el espectro de protección de los derechos de ciudadanía, mejorar algunos trámites del procedimiento legislativo, entre otros aspectos de interés.
Pero apenas unos días después de haber iniciado el gobierno de José María Cabral, inició también una revuelta de los baecistas con la peculiar cuestión de que el ahora presidente había sido uno de ellos (posiblemente financiado por este grupo en el levantamiento que le llevó a la presidencia). Pese a la cercanía de los liberales con los que gobernaba y con los que había impulsado la reforma constitucional reseñada, Cabral cede a las presiones del general Pedro Guillermo y no solo permite el retorno de Báez, sino que lo apadrina.
Con el retorno de Báez al país, mediante el decreto núm. 916 de fecha 19 de abril de 1866 (promulgado por Báez el día 21 del mismo mes), fue “reinstaurada” la Constitución de diciembre de 1854, la menos democrática y por tanto la preferida del otrora constituyente de San Cristóbal.
Así finalizó el vigor de la más liberal de las constituciones del siglo XIX, entrampada por la triste designación del Ejecutivo que hiciese la propia Asamblea Nacional Constituyente. De hecho, como se ve, el ejercicio liberal de José María Cabral si bien dio a luz el texto que comentamos no transcurrió en el vigor de este, sino de la Constitución de febrero de 1854. Quienes gobernaron en el vigor de esta norma, esto es, Pedro Guillermo y Buenaventura Báez, jamás la hicieron rendir los frutos prometidos. Para la historia quedó, solamente, como el rastro de una estrella fugaz.