Los discursos sobre el futuro son un tabú en los momentos actuales. Esto es debido a la tanta inestabilidad que tiene el mundo en término geopolítico y ecológico. La brevedad es lo que se analiza. El análisis del ocaso y su teoría era propio del siglo XX. Cabe recordar a Francis Fukuyama con el fin de la historia y el choque de civilizaciones con Samuel Huntington. El libro El malestar civilizatorio o la Decadencia de Occidente de Oswald Spengler se enfocarán en lo mismo, una teoría del conflicto y la derrota de un mundo.

Todos estos relatos se sostenían en el ideal hegeliano del choque, luchas de clases, conflictos que impactan la cultura, los sueños, las formas productivas, las instituciones y las epistemes por otras formas que superan la narrativa histórica, entre otras.  Hegel con su dialéctica abstracta de los conceptos e ideologías planteó una realidad última, superior a la anterior. Y en lenguaje hegeliano eso significa la destrucción que culmina como un mundo nuevo.

Este esquema hegeliano mantuvo la conceptuación de que la realidad histórica es vital para entender la base material y orgánica del pensar, el sentir y las formas de concebir de los sujetos. Por tales razones, la decadencia en la cultura podía ser predictiva y estudiada enfocándose en los cambios de la materialidad de la sociedad y la cultura. También la teoría del colapso de Joseph Tainter se inscribió en tales aproximaciones ideológicas. Es importante recordar estos aportes sobre la crisis ecológica que sirvieron para montar las teorías sobre la crisis climática y ecológica.

Estas teorías se circunscriben a explicar las diversas crisis de las sociedades, a causa de las maneras como hemos manejado el consumo, los bienes comunes y la naturaleza. Hegel es el padre de tales argumentaciones en la investidura de occidente. ¿Pero, solamente Hegel o hay otros?

Si me enfocó en otros filósofos y filósofas puedo pensar en el nihilismo como propiedad que define la decadencia, la ruina de todo lo que se considera ficticio. Esto es propio de una metafísica moralista, asociada a una proclama: lo que está instalado se debe desmontar como lo inexorable. El más grande exponente fue Nietzsche con su proclama “Dios ha muerto”.

Volver a casa, asumir el eterno retorno es el dilema del horizonte de la persona y de la cultura occidental.

Este planteamiento, harto conocido, explicado en un sentido filosófico, nos sitúa en la pérdida de los referentes conceptuales y el vacío que deja lo que se pierde. Es en este trazo que se plantea la muerte de Dios. Lo que significa es romper con todas las concepciones que forman parte de la base teórica y epistémica de occidente. Un ocaso que dibuja un abismo que se convierte en lo inexplorable porque es una tumba. Es el carro de Elías que implica un tránsito a la muerte de algo. Esta es la experiencia nihilista. El rol del nihilismo es romper los valores, la lógica del sin sentido. Y me voy al ocaso del sujeto. La cartografía de la experiencia de la comarca interior.

Lo íntimo, el diálogo interior, también se somete a esa bomba nuclear que siempre desmorona todo lo existente. La intimidad es una capa compleja de variables de cobijo a la que se le pone cerradura, se hacen escaramuza para evitar el intento de abordarla y se enfoca, en la mayoría de los casos en una reflexión que hace doblar la rodilla, frente a la metralla del otro.  Es como entrar en un absurdo y estos son los sentidos que se articulan en los discursos psiquiátricos, psicoanalíticos, psicológicos o culturales.

Occidente es un refugio caluroso para los nihilistas. Algunos asumen que el capitalismo y el socialismo están en su ocaso.  También lo está, la forma que conocemos del cuerpo, la textura de la psiquis y los nombres del sentido dado por la cultura que implanta los límites del sujeto. Todo está devaluado y sometido a la figura de autoridad que exalta la voluntad del poder. Cuando escucho a las personas hablar sobre su verdad, sentidos prácticos, estructuras jerárquicas y verbos, pienso en la frágil casa que hemos construido para pensarnos, inspirarnos, retratarse y diseñar el dispositivo que nos mantenga en el discurso de la paz y el amor. No obstante, la fuerza de la guerra y el exceso desencaja la solución de los grandes problemas humanos para dirigir nuestro refugio.

Volver a casa, asumir el eterno retorno es el dilema del horizonte de la persona y de la cultura occidental. La noche oscura de Santa Teresa de Jesús, remite a lo mismo, a tratar lo incomprensible. En el arte, lo vemos con la doble forma con que se construye un retrato. Un semblante es falso y el otro es un significante. No es uno, ni otro. Siempre quieren que elijas, que te involucre. En fin, no hay forma de volver a casa. O lo que es lo mismo, no hay retorno.  La razón histórica es una experiencia.

Para Sastre es huir de la angustia, es resistir al frío de la noche. Lo que vivimos hoy en el cuerpo, el huerto, monasterio, refugio y en la comarca del mundo es un sin sentido para las formas conocidas. Las horrorosas guerras son fuerzas poderosas cuya intensidad irrumpen en los símbolos del poder y de los sistemas políticos que actúan en el centro del mundo. Habrá cambio, será el colapso, no lo sé, pero no volveremos al turbante de Averroes, a los oratorios de San Jerónimos, a la tableaux de vivants de 1806, a la política de Keynes con sus efectos multiplicador, a los anzuelos de Freud, a las arrugas de Deleuze, a los museos imaginarios de los arrepentidos, ni a los guardianes del rostro. En occidente hay un malestar y una añoranza. La dureza de no existir un eterno retorno, porque es un imposible, la casa es un sueño y la experiencia nihilista no se supera. Perdón por este rajado de los suelos del alma y del mundo.