Que la Ley de Cine haya surgido como una propuesta para impulsar el séptimo arte en República Dominicana fue una idea que, como dice el refrán, “tenía el corazón en el lugar correcto”.
La Ley 108-10, que cumple 14 años, además de ser el motor de las producciones locales, ha permitido colocar a República Dominicana bajo los reflectores de algunas películas extranjeras, generando miles de empleos y millones de pesos en recaudación. A la fecha, esta política fiscal ha facilitado la producción de 253 largometrajes dominicanos durante la última década y ha generado 25,000 puestos de trabajo.
Visto de esta manera, no cabe duda de la importancia que ha tenido la ley.
Sin embargo, la apuesta por la industria del celuloide no ha sido miel sobre hojuelas. Si bien en estos 14 años el cine dominicano ha experimentado un próspero desarrollo, el sacrificio para el Estado ha sido gigantesco.
Estamos hablando de unos RD$24 mil millones dejados de percibir desde 2010. En contraste, durante el mismo período, la recaudación por asistencia a las salas de cine sumó apenas RD$1,885 millones.
En momentos en los que el país discute las posibilidades de aumentar las recaudaciones y reducir los gastos, diversos sectores señalan áreas donde podrían aplicarse recortes. Los incentivos dispuestos en la Ley de Cine figuran entre las principales propuestas.
La propuesta de Modernización Fiscal, como denominó el Gobierno a la reforma presentada el pasado 7 de octubre, puso sobre la mesa la posibilidad de eliminar esos incentivos.
Los números son fríos y, para muchos, especialmente aquellos vinculados al ámbito cultural, no cuentan toda la historia. La eliminación de estos incentivos podría disuadir la inversión en producciones locales y, en el plano internacional, representar la pérdida de proyectos, sin mencionar su impacto en el desarrollo cultural.
Es cierto, no hay un precio para la cultura. Pero, ¿Cuánto más estamos dispuestos a pagar por mantener sin cambios una industria que, en términos económicos, recibe más de lo que devuelve?
La norma debía ser revisada a los 10 años de su aprobación y entrada en vigencia. Sin embargo, la pandemia de COVID-19 obligó al país a posponer esta revisión.
Desde el punto de vista cultural, la eliminación del incentivo haría más daño que bien. No obstante, resulta imprescindible una revisión que permita establecer nuevas formas de aplicación y extensión, asegurando que el país obtenga los recursos necesarios para cumplir con otras metas.
La cultura no tiene precio, eso no se discute, pero tampoco puede ser la excusa para mantener la llave abierta sin límites.