El Carnaval es una fiesta popular. Nace y se desarrolla al calor de la gente común, de la gente sencilla. Es el pueblo el que, a pesar de todos los problemas, decide celebrar, disfrutar de los trajes multicolores, de la diversidad y de exóticas máscaras. Es este mismo pueblo el que determina bailar y ondear sus vejigas en la calle. Es el que inventa los más variados ritmos, para inyectarle dinamismo a la comparsa de la cual forma parte o a su forma particular de danzar. Incontables meses, horas, minutos y segundos pensando diseños, seleccionando materiales y colores; organizando la salida triunfal, soñando el gran día del desfile, provincial o nacional.
La celebración del Carnaval es un proceso. Supone sesiones de deliberación, de trabajo y de ensayos sistemáticos. El desfile es la síntesis de un trabajo intenso y de múltiples acuerdos. El objetivo es lograr un traje que despierte atención y gusto en los demás. El propósito es, también, que el grupo que se presenta alcance el reconocimiento máximo que se otorga. El Carnaval es un escenario en el que el arte popular se eleva a la máxima expresión. Se evidencia la fuerza creativa y la alegría que caracteriza al pueblo dominicano. Por ello esta fiesta fortalece el desarrollo de la dimensión artística; y la articulación del arte con la incertidumbre social, económica y política del país.
Esta festividad robustece la imaginación creadora de los que se preparan para participar en el desfile del Carnaval. Esto ocurre de tal modo que trabajan hasta altas horas de la noche, dándole el toque mágico a sus máscaras y trajes. En todo el proceso de preparación, no falta la búsqueda de elementos y de recursos que fortalezcan la identidad dominicana. Los organizadores y los participantes se sienten identificados con símbolos, colores y música que visibilizan rasgos de la identidad de los dominicanos. La originalidad y la libertad imaginativa constituyen un signo particular del Carnaval de la República Dominicana.
Las provincias del país aprovechan la oportunidad del Carnaval para que el pueblo exprese su sentido festivo. En Salcedo, en pocos minutos, todo cambió. La alegría y la creatividad fueron pulverizadas por el fuego. Lo que inició como un canto al júbilo, se convirtió en dolor, en tristeza generalizada. Este desconsuelo se extendió al país. No solo un pueblo sintió la carga del dolor. La ciudadanía en pleno se ha visto marcada por la tragedia de Salcedo. Más pesar todavía, al constatar que los menores fueron los más afectados. Este acontecimiento abre interrogantes y preocupaciones. Pero, además, provoca indignación e impotencia. De igual modo, pone en evidencia situaciones sin regulación alguna.
Los interrogantes dan vergüenza, porque ponen de manifiesto la ausencia de autoridades y, sobre todo, de protección de las personas: ¿Qué instancia le da seguimiento y regula la organización del Carnaval? ¿Qué instancia regula el programa del Carnaval? ¿Qué instancia o disposiciones regulan los materiales que se han de utilizar en esta fiesta? ¿Por qué no actuaron con más rapidez instancias como las Bomberos y el 9-11? ¿Qué instancia regula el uso de fuegos artificiales en el desfile del Carnaval? Nos podemos extender haciendo preguntas. Lo importante es encontrar las respuestas que de verdad podrían ayudar para evitar otras situaciones como la que acaba de suceder.
Las preocupaciones se vinculan con la falta de orientación y de educación que tienen las personas. Por tal motivo, ante actividades que concentran un alto porcentaje de ciudadanos, las autoridades deben ser más eficientes y prever fenómenos capaces de alterar la naturaleza del evento. Preocupa, también, la falta de un acompañamiento efectivo a lo largo de todo el proceso de planificación y de desarrollo del desfile. Si se hubiera contado con este acompañamiento, no se hablara de imprudencia hoy. Las autoridades tienen que asumir su rol y cuidar a la ciudadanía. Se les paga para que hagan el servicio que corresponde. Parece que este es un pueblo huérfano. Salcedo lo evidencia.
Ahora, ante hechos consumados, las autoridades y los políticos reaccionan. Estas reacciones no tienen sentido. Son retrasadas. Conviene anticiparse. De no ser así, las personas tendrán que buscar mecanismos para su autoprotección. Este es un desafío para que la ciudadanía desarrolle la capacidad de interpelación; y demande, por derecho, su cuidado y protección. Las fiestas populares requieren la misma dignidad y seguridad que se les concede a otras, minoritarias y privadas. Es tiempo de ponerle fin a una orfandad que no fortalece la democracia ni el desarrollo del país. Es necesario que el carnaval provincial y el nacional sean seguros para que posibiliten el disfrute pleno.
La alegría y la creatividad del pueblo no pueden ser sustituidas por la muerte y el dolor. Estos dos últimos pueden eliminarse, si se cuenta con disposiciones, instancias y personal comprometidos con la seguridad ciudadana en los diversos niveles y ámbitos. Esta seguridad ha de tener más calidad. Basta ya de discurso sobre la niñez dominicana. Es tiempo de adelantar la coherencia y de ponerle peso específico a las palabras niño, niña, adolescente y jóvenes. Las autoridades y los organizadores del Carnaval han de trabajar de forma conjunta. Así, podrán superar las negligencias recíprocas.
Continuaremos recordando la alegría y la ilusión de los que hoy ya no están presencialmente. Y trabajaremos para alcanzar seguridad, paz y eficiencia en el Carnaval dominicano.