Un día como hoy, 9 de febrero, pero de 1823, nacía en Santiago de los Caballeros don Ulises Francisco Espaillat Quiñones. Su vida ha sido recordada de muchas formas y por muchos de nuestros historiadores y escritores. Creo que aun así sabemos poco de su extraordinaria existencia, que evocamos su lúcida memoria con menos frecuencia que la que su accionar justificó, y que raras veces, de forma muy excepcional, acudimos a su ejemplo. Esto último es especialmente triste. Ojalá su recuerdo tras dos siglos de su alumbramiento, nos haga honrarle con la materialización de sus ideales.

Hoy, en el bicentenario de su nacimiento, quiero referirme al papel que jugó ante el constitucionalismo del siglo XIX, del que fue no solo testigo de excepción, sino protagonista. Que sean estas líneas un modesto tributo a su memoria.

Cuando inició el largo proceso de separación e independencia, Ulises Francisco Espaillat era un joven de 20 años que, pese a su juventud, tomaría las armas en marzo de 1844, en la batalla de Santiago. Su posición liberal frente a las ideas políticas se hizo evidente desde un inicio y le llevó a tener una importante cita con la historia en enero de 1854, al ser designado diputado por Santiago para el Congreso Revisor que preside su amigo –y en cierto modo, mentor– Benigno Filomeno de Rojas. Espaillat, a punto de cumplir 30 años de edad, sería designado integrante de la comisión redactora.

El fruto del trabajo de estos y otros nobles dominicanos en febrero de 1854, fue la primera reforma constitucional de nuestra historia. Se trató de una modificación mediante la cual, aprovechando ciertas “concesiones políticas” de Pedro Santana en su retorno al poder en 1853, se logró desmontar el absolutismo que impregnó el tristemente célebre artículo 210 en la Constitución primigenia. Como señala Wenceslao Vega en su Historia del Derecho Dominicano, “la Constitución de febrero de 1854 modificó 79 artículos de la Constitución de 1844, por lo que más que una revisión fue una reestructuración bastante profunda”.

Un prematuro crepúsculo se cernió sobre la Constitución de febrero de 1854, cuando Santana impone una nueva reforma en diciembre, la que resulta particularmente autoritaria. Cuando Santana es reemplazado por Báez y éste incurre en el dispendio y la corruptela que le caracterizaría, Espaillat vuelve la línea de fuego, esta vez al integrar el grupo que suscribe el Manifiesto de la Revolución de Santiago en 1857.

Heredero del compromiso liberal de 1857, es nuevamente diputado al Congreso Constituyente, esta vez al que se reuniría en Moca en los primeros días de 1858 y votaría la histórica y liberal Constitución. Pero ante su pasajero vigor, Espaillat abandona el país y aunque acepta –contra su voluntad– la anexión santanista, lucha contra ella desde 1963, resultando, poco después, vicepresidente del gobierno restaurador, en una de las designaciones más atípicas de nuestra historia política.

Como señalé hace un tiempo en el artículo La vicepresidencia de Espaillat en 1864, Benigno Filomeno de Rojas había renunciado a la vicepresidencia del gobierno que encabezaba José Antonio Salcedo desde el 14 de septiembre de 1863 y tales funciones empiezan a ser desempeñadas por Espaillat, que era para entonces ministro de relaciones exteriores. El decreto núm. 795, de fecha 31 de agosto de 1864, que en sus motivaciones reconocía como imperiosa la necesidad de un vicepresidente, lo formalizó, estableciendo Salcedo que “nombro para desempeñar el honroso puesto de vicepresidente del Gobierno de la República al Sr. Ulises Francisco Espaillat, que antes lo ha desempeñado con la capacidad, patriotismo y contracción que se son propias”. Posteriormente Salcedo sería depuesto por Gaspar Polanco, permaneciendo Espaillat como vicepresidente hasta la toma del poder por Pimentel.

En aquellos turbulentos días, Espaillat no forma parte de los constituyentes de 1865 y 1866 (con textos de grandes méritos democráticos e institucionales), pero su espíritu e influencia son palpables en las sucesivas convenciones. Lamentablemente la crisis económica y la división de la base política azul dio al traste con el gobierno de Cabral, con decisiones reprochables por parte de éste y tras el segundo triunvirato de la década, Báez terminaría regresando en 1868, promoviendo la más absurda de nuestras reformas constitucionales y perpetuándose hasta 1874.

La caída de Báez se produce con los ecos del movimiento “unionista” que llevó al poder al general Ignacio María González y trajo consigo la reforma constitucional de marzo de 1874, desarrollada sobre el texto de su predecesora en 1866. Tristemente, como sostuve antes en el artículo El acta adicional de 1876, González fue asediado por algunos de sus antiguos compañeros rojos, quienes conspiraban a favor del otrora vicepresidente Manuel Altagracia Cáceres. Ensombreciendo su rol en el derrocamiento de Báez, desconoció la Constitución vigente, disolvió el Congreso el 15 de septiembre de 1874 y gobernó de facto hasta que una nueva Ley Fundamental se promulgó en marzo de 1875.

En ese contexto, la figura de Espaillat resurge, integrando al grupo de ciudadanos que propició la salida de González del poder en 1876, “dejando el Poder Ejecutivo en manos de un Consejo de Secretarios de Estado que lo entregaría a los jefes de la revolución, quienes a su vez organizarían elecciones para elegir un nuevo presidente” (Frank Moya Pons, Manual de Historia Dominicana). A principios de 1876 recibe un formidable respaldo para convertirse en candidato presidencial y gana las elecciones, juramentándose el 29 de abril de 1876.

Por desdicha, el gobierno de Espaillat no pudo completar siquiera el periodo de dos años que le había dispuesto el acta adicional de 1876. En su obra Santo Domingo, un país con futuro, Otto Schoenrich narra que “el General González comenzó una revolución en la frontera haitiana, y el 5 de octubre de 1876, Espaillat fue derrocado”. Su gobierno, sin embargo, aunque asediado por las armas de sus enemigos, dejó un legado de institucionalidad, transparencia y decoro.

En los Congresos Constituyentes de 1854 y 1858, Espaillat fue un defensor de los principios esenciales del constitucionalismo: la limitación jurídica del poder político, así como la consagración y protección de los derechos de las personas. La repercusión de dichos “momentos constitucionales” (Ackerman), se hizo evidente en las convenciones de 1865, 1866 y 1874. Por igual, durante su permanencia en el Poder Ejecutivo, tanto como secretario de estado o vicepresidente en 1864, así como al ocupar la presidencia 1876, su reciedumbre moral no hizo más que incrementarse.

Que sus pasos en el turbulento curso del constitucionalismo del siglo XIX sean nuestro ejemplo en la historia que nos toca construir.