Resulta increíble que a seis décadas de iniciarse en el país los estudios de economía, luce todavía tan escasa la cultura económica prevaleciente en la sociedad dominicana.

Aparentemente, el común de la gente cree que quienes dirigen el Estado disponen de una especie de magia que les permite, bastando con un deseo, provocar que se resuelva cualquier tipo de problema.

Hace algún tiempo escuchaba en la radio un programa de comentarios, conducido por personas que se les presume un nivel académico y cultural bastante por encima del promedio, hasta el punto de fungir como orientadores de la opinión pública. Deploraban el drama humano que representan los enfermos mentales deambulando por nuestras calles, el hecho de que los hospitales no estuvieran preparados para atenderlos, los altos costos de su tratamiento privado, y el hecho de que la seguridad social no cubriera dichos males.

Uno de los participantes razonaba más o menos de la forma siguiente (no es una cita textual) “el presidente Luis Abinader podría hacer la mejor gestión de gobierno si se olvidara de reforma fiscal ni de impuestos que incomodan a la población, y concentrara su gestión exclusivamente en resolver cuatro problemas: 1) que en todos los hospitales se les diera atención gratuitamente a todos los que la necesiten, incluyendo los medicamentos; 2) asegurarles a todos los mayores una pensión suficiente para cubrir sus necesidades fundamentales; 3) un servicio de seguridad ciudadana que garantice a todo el mundo la posibilidad de salir a cualquier hora sin temor a un asalto o la muerte, y 4) que toda la población tenga acceso a agua potable y limpieza de las calles”

Casi nada. Excepto que parece haber pensado que los médicos van a trabajar gratis, los policías también, al igual que los fiscales, jueces y todo el personal; que, además, los ingenieros van a construir hospitales y acueductos por amor al arte, que los fabricantes de medicamentos y equipos los van a regalar, o que por obra de un mago va a brotar dinero de los pasillos del palacio o el Ministerio de Hacienda.

Razonamiento similar se aprecia en conversaciones públicas y en reclamos privados. Se escucha decir que es un abuso del gobierno subir la gasolina o la tarifa de electricidad a los infelices si en el exterior sube el precio de los combustibles, pues el gobierno debería absorber los costos para evitar que esa inflación llegue a los consumidores, igual que los alimentos.

Probablemente el caso más ilustrativo fue con la llegada de la pandemia. Estuvo claro que si para combatirla se necesitaba, además de comprar medicinas y equipos, encerrar a la gente en sus hogares, había que proveerles los medios de vida para que no salieran a trabajar; y que si las empresas tendrían que cerrar por un buen tiempo, se requería subsidiar diversas actividades para que el tejido productivo no colapsara, de donde surge la idea de perdonarles impuestos y transferirles recursos a industriales, banqueros, comerciantes, hoteleros, pequeños negocios, etc.

En ello coincidían economistas, asociaciones profesionales y empresariales y el público en general. Hasta los artistas y los peloteros profesionales reclamaban lo suyo. Todos tenían razón.

El problema se presentaría al momento de pagar las cuentas, porque “a mí que nadie me hable de endeudamiento, y mucho menos de impuestos. O quizás sí, pero que se les cobre a otros, a mí no”, sencillamente porque somos pobres, o porque se perdería el incentivo para invertir, o porque así no hay forma de competir, etc.

Seguramente no es un tema de cultura económica, sino de debilidad del contrato social requerido para cubrir las necesidades de la vida en común, debilidad de ese pacto que le da a una colectividad el sentido de nación. Todo parece indicar que fue algo mas que un sueño aquello concebido en la Estrategia Nacional de Desarrollo para que el país acordara un Pacto Fiscal que hiciera viable un Estado funcional y sostenible.

O, para no parecer derrotista, decir que, en el estado actual de conciencia social, el país no está preparado para pactarlo, por lo menos en todos los detalles. A lo sumo, apenas para definir algunos principios básicos, como carga tributaria deseada, y responsabilidades sociales que deberá asumir el Estado y cuáles funciones dejar al sector privado.

Pero los impuestos a cobrar no pueden ser sometidos a pacto, porque los intereses contrapuestos y la gente común nunca se pondrá de acuerdo sobre ellos. Definir su naturaleza y condiciones, habrá que dejárselo a los funcionarios, técnicos y legisladores. Para eso es la democracia, y para eso está la tecnocracia.

Un caso típico se deriva de la propuesta gubernamental para cobrar impuestos a las plataformas digitales. Ya antes se había presentado la misma discusión con las compras por internet. Pues ni modo que se pretendiera financiar los servicios públicos aplicando impuestos a los carruajes tirados por caballos o a las radiolas.

Los estudiosos de temas fiscales siempre supieron que la financiación del fisco tendría que irse adaptando a los cambios que van teniendo lugar en la estructura económica y en las nuevas formas de vida, con sus novedosas fuentes de ingreso, de riqueza y nuevas modalidades de consumo.

Y, además, desde la perspectiva puramente social, ¿cómo justificar que el Gobierno le cobre ITBIS al que compra una camisa y no al que compra un servicio de Netflix o de Amazon?

Pero siempre el afectado promoverá opiniones diciendo que eso es un abuso del Gobierno, que es estorbar el progreso tecnológico, y en última instancia, que eso es recargar a los consumidores, que siempre son pobres ¡Mentiras!

Pasado más de un decenio de haberse discutido la idea del Pacto Fiscal, habiéndose negado a negociarlo Leonel, negándose Danilo y ahora Abinader, sin que el país se derrumbara, mucha gente habrá concluido que no es cierto que fuera necesario, pues el país podía seguir viviendo sin ello.

Pero la idea era que no siguiera viviendo igual; surgió bajo la premisa de que el país necesita cambiar, pues si era para que todo siguiera igual, entonces ciertamente eso se lograba sin pacto en ese momento ni en la siguiente gestión; es más, se podría seguir así por décadas y hasta por siglos.

Si cada gobierno viene a hacer lo mismo que el anterior, con ligeros maquillajes, si es para seguir con la misma policía, con los mismos hospitales, los mismos ayuntamientos, con la misma seguridad social, con los mismos servicios de agua y la misma infraestructura, entonces no se necesitaría ningún pacto. Excepto si las condiciones externas hacen estallar una crisis de deuda pública.