Desde el 7 de julio pasado, cuando ocurrió el magnicidio del presidente Jovenel Moise, Haití no da señales serias de retomar el camino de la unidad, el entendimiento y el consenso social y político. Es la gran aspiración del pueblo haitiano, es la gran aspiración de la comunidad internacional, incluyendo Naciones Unidas, que tiene presencia permanente en Puerto Príncipe, y el resultado es, 7 meses después, más que desconcertante: No hay presidente elegido democráticamente, hay dos presidentes de facto, dos primeros ministros de facto, varias iniciativas de consensos sectoriales, y un signo de interrogación que arropa a todos los haitianos, y a los que desde fuera siguen con atención su vocación autodestructiva.

El viernes 18 de febrero, de la pasada semana, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas nuevamente asumió discutir con seriedad los problemas de gobernanza en Haití. En esta ocasión los propios representantes de Haití dieron la impresión de estar satisfechos con el debate y las posibles propuestas del máximo organismo del sistema multilateral, con posibilidad de tomar decisiones sobre la crisis haitiana.

Una buena reunión por el tono del debate y porque los miembros permanentes y no permanentes parecían convencidos de que esto había llegado a los límites. Quedó la impresión de que Ariel Henry, el primer ministro designado por la Comunidad Internacional, pero que finalizó su mandato el 7 de febrero pasado, salía fortalecido, con el especial interés de que organice elecciones creíbles, participativas y sin exclusiones. Los países no hicieron énfasis en las críticas, porque ya están agotados y convencidos de que las críticas no valen, porque los haitianos no hacen esfuerzos para entenderse. Hasta la República Popular China, a través de su representante, estuvo de acuerdo y apoyó el mandato de empujar un esfuerzo democrático para realizar elecciones que pongan ese país en el carril de la recuperación.

El presidente haitiano fue asesinado y, pese a los apresamientos de numerosas personas, las dudas siguen vivas sobre la participación protagónica de líderes políticos haitianos en ese crimen, y aún nadie responde con claridad sobre un hecho tan destructivo y lamentable.

Las bandas criminales y de asaltantes y secuestradores siguen controlando parte del territorio haitiano, y aún no hay autoridad que ponga al pueblo haitiano de pie ante tanto abuso y extorsión. La Policía Nacional de Haití tiene 14 mil miembros, y no han podido o no han querido hacerle frente a estos delincuentes.

Los grupos miembros de la sociedad civil, la comunidad empresarial, la conferencia de obispos y otros grupos han disminuido su influencia. Se han invisibilizado para protegerse del enfado de Jimmy Barbicue o del jefe de la Policía de turno. Nadie está seguro. Sin embargo, más peligroso todavía es que nadie tiene certeza de que Haití retomará el camino democrático, porque sus instituciones no existen, porque sus partidos políticos son entelequias, porque los políticos e intelectuales se han marchado del país y porque los que quedan y confían en que es posible hacer algo, tampoco tienen la cordura ni la madurez de pactar cinco o seis puntos básicos de gobernanza con estabilidad por un período de 10 o 15 años, y prefieren que todo se vaya al carajo, como ha ocurrido.

El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas acaba de dar una oportunidad a los haitianos para retomar el camino con el apoyo de la comunidad internacional. Haití está en manos de narcotraficantes, asaltantes, secuestradores, criminales, contrabandistas. Eso tiene que terminar, y corresponde a los propios haitianos encontrar el camino de su desarrollo.

Los obispos haitianos emitieron a principio de enero una carta, un grito de esperanza, como último recurso para que quienes pueden y deben tomar decisiones en ese territorio lo hagan. Y, entre otras cosas, dijeron lo siguiente:

Como pastores, no podemos ser indiferentes a los trágicos acontecimientos durante los últimos meses. Al mismo tiempo que nos solidarizamos con el dolor de todas las víctimas por los actos de secuestros y violaciones de todo tipo, condenamos los abusos contra hermanos y hermanas inocentes abatidos por las balas de los grupos fuertemente armados. 

También expresamos nuestro más sentido pésame (condolencia) a todos los familiares en duelo. Condenamos con todas nuestras fuerzas todos los actos fratricidas. Exigimos que se restablezca la verdad, el orden y la justicia, y se restaure la autoridad del Estado en el país.

Lanzamos un grito urgente de alarma por el imparable y preocupante deterioro de la situación del país. Esta situación de caos socio económico y político ¿no debería desafiar la conciencia de los responsables de la comunidad internacional para que trabajen en sinergia y nos ayuden a curar esta herida, y promover el respeto a los derechos universales?. Y nuestros líderes políticos, nuestros dirigentes ¿no deberían ellos, más que nunca, sentirse preocupados por esta situación crítica que incrementa las limitaciones que nos empequeñecen?

La Conferencia de los Obispos Católicos del país apela a la conciencia personal y colectiva, invitando a dar el salto moral y patriótico, para luchar contra las “fuerzas orgullosas del mal que engendran en nosotros mismos las atrocidades y los sufrimientos”. Apostamos (animando) por políticas sociales y económicas con sentido de responsabilidad, comprensión y paz, para encontrar una solución definitiva y duradera a la crisis que atraviesa el país desde hace mucho tiempo.

A los líderes de los grupos armados, les pedimos el desarme para contribuir a la reconstrucción de un país justo, más humano y más fraterno: con las armas en las manos no se dialoga entre hermanos. Tenemos que mirarnos a los ojos, perdonarnos, y así avanzar, seguir adelante.

Hermanos y hermanas, no pongamos nuestros intereses mezquinos por encima de los intereses de la Nación. Hagamos prueba de ser hijos e hijas de la misma Patria ¡ Haití!.