Es sorprendente ver cómo se ha producido en nuestro país una insólita convergencia entre una variopinta y tradicionalmente irreductible oposición política y social con un gobierno. Indudablemente que la pasión y la emotividad, dos de los elementos consustanciales al nacionalismo cerril, hoy más que nunca constituye el pegamento de esa convergencia en torno al tema de la migración haitiana hacia nuestro país. Eso dificulta la creación de un ambiente que permita el imprescindible diálogo para encontrar la vía hacia la superación de una crisis que se torna inmanejable y en una madeja de la que salir podría ser costoso para el gobierno y muy gravoso para el país.

En gran medida, la exacerbación de ánimos y de lo que algunos autores llaman la política de pasiones, en muchos países ha conducido a matanzas y espantosos holocaustos, inducidas por la acción de pequeños grupos a través de la difusión de miedos y mitos que no solo arrastran a gobiernos y sociedades hacia equívocos y a conflictos internos y en las relaciones con otros países, sino que hacía borrosas las identidades nacionales.

El presidente de la República inició un sostenido proceso de reclamo a los países más directamente relacionados con la crisis que acogota Haití para que contribuyan a sacarlo del marasmo, pero asumió una retórica que, consciente o inconscientemente, lo sintoniza con el referido grupo.

Asumió el mito de que esos países quieren que el nuestro asuma solo la crisis haitiana, un mito porque, como el nuestro, esas naciones saben que eso es inviable. Es válida la exigencia de que ellos se involucren seriamente en el problema, pero insistir en decir que existe una conspiración contra nuestro país sin pruebas documentales, resta fuerza y credibilidad a la posición del gobierno en su exigencia. Igualmente, debe dejar de repetir la insostenible afirmación de que la migración es una carga para el país. Está lejos de ser una carga una mano que aporta casi el 10% del PBI de un país que, quiérase o no, es imprescindible para los sectores agropecuario, construcción, turismo y sumamente importante en el servicio doméstico. Eso implica controlar de las migraciones y saber convivir con ella, aquí y en casi todo el mundo.

Es cierto que, en nuestro caso, el número de indocumentados sobrepasa lo razonablemente soportable y en eso contribuye la irresponsabilidad de la clase política haitiana, pero no menos cierto es que, como Estado, el dominicano no ha sido capaz de diseñar una política efectiva para solucionarlo. Todo lo contrario, la endémica corrupción en nuestras instituciones dificulta los procesos de regulación, el maltrato, la extorsión, el macuteo a quienes buscan sus papeles constituye una obscenidad, una falta de institucionalidad, un irrespeto a derechos y a la dignidad de personas que buscan regularizar su estatus. Con ese contexto de deficiencias, una política de expulsión masiva de inmigrantes sin un claro protocolo es inviable.

Todo proceso de regulación migratorio contempla la cuestión de las expulsiones, pero son las circunstancias las que determinan la asunción de ese recurso, pero con el debido proceso. En este caso, el gobierno dice que está cumpliendo ese principio, pero son incontables los casos de expulsión al margen del debido proceso y de eso dan su testimonio y rechazo nueve sacerdotes y sus respectivas parroquias de la provincia de Dajabón, cuando denuncian actos de franca violación de derechos humanos, de expulsión de niños que no conocen Haití y sin que se tenga certeza alguna sobre la suerte que estos correrían en ese país. Dicen ellos, con toda razón, que las autoridades militares y policiales que se ocupan de los apresamientos y expulsiones carecen del número y la formación profesional adecuada para llevar a cabo un proceso de expulsión masivo.

Otro equívoco en que ha incurrido este y anteriores gobiernos es que parece no entender que el tema migratorio no puede enfrentarse con políticas de pasiones, porque en ese tema confluyen factores históricos, económicos, sociales y de derechos humanos cuya observación, de hecho o de derecho, es vinculante a la generalidad de países del mundo y eso no es lesivo a la soberanía de nadie. Simplemente son normas de convivencia universal imprescindibles. Sin embargo, los grupos más radicales, con tendencias autoritarias y de desprecio a valores claves de la democracia, siempre han mantenido un discurso y una estrategia de desconocimiento a estos valores y con alevosía mezclan migración y nacionalismo, pero en perspectiva electoralistas.

Con esas posiciones han creado una madeja que va envolviendo a diversas expresiones políticas y sociales y en ella ha caído este gobierno. Desafortunadamente. A esos grupos nada le importa la soberanía, lo que les interesa es el poder político y para ello manipulan la emotividad y pasión que se derivan de las migraciones cuando esa cuestión es enfocado desde la perspectiva del nacionalismo cerril. A eso han apostado FP, el PLD y otros sectores en la antesala del venidero proceso electoral, montándose en una política migratoria del gobierno basada en una la política de las pasiones que, sobre todo en los procesos electorales, conducen a este mundo hacia el despeñadero. En el caso nuestro, perderán quienes económicamente más tienen, pero al final el mayor perdedor será país todo.