Colaboración especial de Julia Ramírez/Encargada de prensa del PNUD
Con una sonrisa muestran sus cultivos y con orgullo exaltan la transformación de su comunidad. Esta es la historia de los agricultores y agricultoras de la comunidad de El Memizo en Estebanía de Azua y de cómo dieron el salto hacia una producción sostenible e inclusiva. ¿Qué hicieron? Te lo contamos en esta crónica desde el sur profundo.
Las calles empolvadas y casitas de tablas anuncian que estamos en el campo. La hospitalidad de su gente y, sobre todo, su cohesión y deseo de progreso son parte de las claves que hoy hacen de esta comunidad un referente de empoderamiento, protección al medio ambiente y mejora de la calidad y medios de vida de su gente.
Hace dos años esta historia no podía ser contada, pero hoy han reescrito su presente para proveer a los suyos de un mejor futuro. “Antes nosotros sembrábamos en esas lomas altísimas, a la voluntad de Dios. Hicimos este proyecto y ha sido una bendición”, comenta Ángel Danilo Mordan, agricultor, al referirse al recién inaugurado sistema de riego impulsado con energía solar para la adaptación de la agricultura local a los impactos del cambio climático, que ahora sirve a la comunidad.
La instalación y puesta en funcionamiento de esta obra fue producto de un trabajo conjunto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), a través del Programa de Pequeños Subsidios del Fondo para el Medio Ambiente Mundial (PPS/FMAM), Hope Internacional, la Asociación para el Desarrollo de San José de Ocoa (ADESJO ), la Juventud Solidaria de Canadá, la Agencia de Cooperación Internacional de Corea (KOICA) y, sobre todo, de la comunidad; porque como bien recita el Objetivo Desarrollo Sostenible (ODS) 17, la única manera de avanzar por el desarrollo sostenible es estableciendo alianzas que sean productivas para catapultar nuestras acciones.
Este sistema de riego fue el motor para fomentar la producción local, porque como indica Ángel, “antes la lluvia no era frecuente”, pero ahora han adoptado un modelo que les está permitiendo adaptarse al cambio climático, conservar el suelo, y recuperar el bosque a través de la reforestación para producir más y mejor. “Nosotros sembrábamos y se perdía por falta de agua, pero ahora no, hoy usted siembra asegurado, usted dice voy a mojar ahora mismo y solo tiene que abrir llave, una bendición de Dios”, dice Ángel seguido de una carcajada con una sonrisa que hace imperceptible las arrugas que le ha dejado la experiencia.
La comunidad se siente orgullosa de los resultados que han logrado y no dudan en decirlo. “Para lo que fue la mano de obra nosotros la colaboramos total, desde hacer el reservorio hasta llegar al río y poner la tubería completa para traerla hasta aquí”, agrega Eddy Ciprián, otro de los agricultores.
Fue un trabajo de cuatro mil 932 días hombre-mujer, rompiendo rocas y sacando tierra en un trayecto de 20 kilómetros empinado para llevar el agua hasta un reservorio ubicado a 400 metros de altura del río Banilejo, donde ahora, a través de la iniciativa, pueden almacenar hasta 2.5 millones de galones de agua para la producción agrícola y consumo comunitario.
El agua es impulsada desde el río hasta el reservorio por un sistema de bombeo que trabaja con energía limpia a través de una planta solar fotovoltaica de 100 kilovatios, generada por 418 paneles solares, lo que reduce la huella de carbono de esta comunidad y evita el vertido de más de 250 toneladas del CO2 por año, que se producirían de estar utilizando combustibles fósiles para el sistema de riego. La comunidad ha recibido entrenamiento en el manejo de este sistema, así como capacitación en protección y cuidado al medio ambiente para asegurar la sostenibilidad del proyecto en el tiempo.
De esta experiencia, se destaca el interés por el bien común o cohesión social que demostró la comunidad para lograrlo. Las familias están organizadas y han creado un tejido social importante a través del “consejo comunitario” que les ha permitido trabajar por las cosas en vez de esperar por ellas, ha fomentado la cooperación, el orden (a través de un calendario de riego) y un sistema de voluntariado que según explica Ángel, consiste en que “yo tengo 50 tareas de tierra, de esas tuve que asentar a dos agricultores que no tenía tierra con 5 tareas a cada uno para que cultiven, así todos tenemos y todos sembramos, y aquí respetamos los acuerdos”. Así están produciendo unas 650 tareas de tierra con frutos como guineos, plátanos, yuca, aguacate, hortalizas, entre otros.
El respeto y la inclusión también han primado, porque no puede haber desarrollo sostenible sin igualdad de género (ODS 5). Por eso, “las mujeres aquí”, dice Ángel, “también tienen tierras y siembran”. Y nadie habla por ellas; están organizadas en la Asociación de Mujeres del Memizo y también han puesto en marcha el sistema de reparto solidario de las tierras productivas: nueve mujeres propietarias de terrenos han cedido espacios a otras seis para que puedan producir.
“El hombre se siente más motivado cuando ve que nada más no es él que va al conuco o a la parcela, sino nosotras también tenemos nuestro pedazo de tierra sembrado, de lo que nosotros deseamos sembrar”, comenta Katerin Custodio, presidenta de la Asociación de Mujeres del Memizo.
Agrega que antes tenían muchas precariedades sobre todo para los alimentos, pero “ya no porque lo tienen a la mano”. Dice además que hasta la salud ha mejorado porque ahora comen de su conuco productos más nutritivos.
No se trata sólo de cultivar, sino de un elemento esperanzador y motivador para que sus hijas que ahora tienen sus estudios y alimentación garantizados puedan ir rompiendo, poco a poco, el círculo de la pobreza.
Katerin también recuerda con alegría el primer día que le llegó agua a la llave: “¡Ay, imagínese, ese fue un día que uno hizo un WAO, por fin! Desde ese momento se empezó a sembrar y ha sido un cambio radical con resultados magníficos”, resalta.
Para ella, el proyecto es símbolo de estabilidad económica, seguridad alimentaria y el sentido de permanencia. “Este proyecto nos garantiza no migrar a otros lugares, sino que tenemos una estabilidad para quedarnos en nuestra comunidad y atraer a otros”, dice.
Esos “otros” a los que se refiere Katerin ya están llegando a la comunidad, y José Mordan es una muestra. Salió del campo a los 18 años por una mejor vida y hoy, ha regresado por ella. “Luego que llegó esta ayuda para la comunidad yo tomé la decisión de regresar al campo con mi familia, mis dos hijos y mi esposa, y continuar aquí en el campo”, comenta el licenciado en Mercadeo, que luego de años de trabajo en la ciudad vuelve a sus raíces a aportar a su comunidad.
La prosperidad que han generado se extiende a lo lejos. “La población de esta comunidad vivíamos de la de los que nos mandaban los familiares del pueblo, hoy en día, es todo inverso, nosotros tal vez no podemos regresarles el dinero a esas personas en la ciudad, pero si hacemos que a cada uno de ellos le rinda más el dinero que tienen. Me explico: cada vez que una persona de esas viene a la comunidad o hay la oportunidad de ir, es por saco que llevan de esos productos (guineo, yuca, plátano, tomate, berenjena, etc.), y eso hace que los recursos le rindan más para su canasta familiar”, dice José Luis Díaz Mordan, presidente del Consejo Comunitario de El Memizo.
En vez de resignarse a malos augurios, El Memizo está generando las buenas nuevas con la creación de nuevos modelos de comunidades sostenibles, autogestionadas, con seguridad alimentaria y acceso a mercados y generación de recursos con sus productos cultivados de manera sostenible. Además, han entendido que la única forma de hacer transformaciones de impacto real es unir esfuerzos.
El Memizo ya está haciendo lo que a nivel internacional se lleva hablando en la Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático (COP26), sobre lo que se debe hacer para adaptarnos al cambio climático: empoderar la comunidad, trabajar con el medio ambiente y hacer los cambios que mejoren la calidad de vida de la gente con inclusión y sin dejar a nadie atrás.
Sobre la serie:
“Soluciones locales de impacto local: Historias desde el terreno” es una serie del PNUD en República Dominicana que resalta historias del terreno sobre el empoderamiento de las regiones en la búsqueda de soluciones locales a problemas globales.