En el museo de arte moderno de San Petersburgo se muestra un cuadro de Anatoli Kravchenko donde Gorki, pleno de ardor, le lee un poema narrativo a Stalin, La chica y la muerte. Más allá del juicio que merezca la política del gobernante soviético, no se le puede negar su interés por comprender (y dirigir) a los artistas. También conocemos las conversaciones (no sé si discusiones), por ejemplo, que mantuvo con Eisenstein en torno a su película Yván, el terrible. Pero yo no quería hablar de Stalin ni de Eisenstein, sino de Máximo Gorki.

En uno de los relatos incluidos en Los vagabundos (1899), Gorki afirma que “con libertad es uno dueño de sí mismo. […] Si uno consigue mantenerse y no está sujeto a nadie, ¿qué más puede querer?”. Sólo su más absoluto respeto a una exigente teoría política y social explica su relación, aunque difícil, con el todopoderoso Stalin. Tal vez admirase en él, como dice de su personaje Kolnovalov, del mismo libro, “gustábame ver a aquel hombre gigantesco poner toda su alma en la tarea como deberían hacer todos los hombres”. Aunque Stalin no fuera precisamente gigantesco, pues ya dijo una vez Francisco Franco que el ruso medía un centímetro menos que él. Y es que los dictadores suelen ser bajitos.

El caso es que quien desde luego ponía toda su alma en cualquier tarea que emprendiese era el propio Gorki. Aunque Zola había tratado del mundo proletario en La taberna (1877), Germinal (1885) o La bestia humana (1890), fracasó en la oposición entre dos empresas que contemplan de modo distinto la organización laboral del obrero. Trabajo (1901), la segunda novela de la serie incompleta titulada “Los Cuatro Evangelios” resulta excesivamente optimista al defender una alternativa en la creencia de que el trabajo es un regulador que crea orden en cualquier lugar donde reina; “Y por eso querría que se fundara al fin la religión del trabajo, hosanna al trabajo salvador, la verdad única, la salud, la alegría, la paz soberana”. Gorki, en cambio, cuando escribió La madre (1907) se mostró convencido de que la única salida tenía que ser violenta y, por ello, dejó en esta novela una clara presencia de lo sentido y creíble, que no puede sino emocionar.

Gorki ponía desde luego toda su alma en la tarea que emprendía. En la narración “Konovalov”, también de Los vagabundos, el personaje que da título no sabe leer y su compañero de trabajo le lee diversos libros. Gorki aprovecha para hacer una hermosísima reflexión sobre los que es y significa la literatura.

“–¡Que extraño es todo esto, Dios mío! […] Un hombre escribe un libro… un papel con puntos encima y nada más. Lo escribe… […] Ha muerto y ha quedado el libro, y ese libro se lee. Mira uno el libro y pronuncia diferentes palabras. Y uno escucha y lo entiende. Existían en el mundo varias personas […] y se compadece uno de ellas, aun cuando no las conozca ni las haya visto nunca. Quizás en la calle se encuentren centenares como ellas, vivas y reales; uno las ve, pero nada sabe de ellas y no le interesan…; pasan y uno no se fija. En cambio, en el libro no existen y, sin embargo, se interesa uno por esas personas al extremo de compadecerlas y sufrir con ellas. ¿Cómo se explica eso?”

Ahí radica la magia (llamémosle así) de la literatura. Crea lo que no existe y esa creación emociona más que aquello que realmente es. Así, lo creado posee una fuerza que no percibimos en aquello que está a nuestro lado. Porque la literatura descubre lo que no vemos y está a la vista, lo que no oímos y circula por el aire, lo que no tocamos aunque tengamos nuestra mano encima. La literatura es la vida que no vivimos y, tal vez, de ella aprendamos a vivir un día.

 

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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