Thomas Mann hizo un libro de una travesía marítima con el “Quijote”. También yo atravieso el Atlántico con el libro. Aunque en dirección Sur-Norte y no Este-Oeste, como el autor alemán. No me dará tiempo de leer toda la novela de Cervantes, ¿pero cuántas veces estuve con ella? ¿Y cuántas veces más aún? Escribió el gran escritor italiano Leonardo Sciascia que los españoles (creo que de lengua, no exclusivamente de documento identitario) no leemos el “Quijote” porque estamos convencidos de que lo conocemos. Pero no lo conocemos porque no lo leemos, porque no lo leemos concienzudamente, buscando todo su fondo, nunca seco, una y otra vez. En cada acercamiento al libro, ya no me hace falta leerlo empezando por el principio para terminar con esa palabra “Vale”, que lo cierra. Puedo y debo mariposear por sus páginas para sorprenderme con algo que, en ocasiones anteriores, no había reparado.

Hace unos días, en Almagro, almorcé duelos y quebrantos. Era sábado. “Una olla de algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos”. Me gustó hacer cotidiano, normal, aquello que no es para mí sino literatura ―no así para los campesinos manchegos del siglo XVI. De modo que, olvidado del colesterol, la emprendí con los huevos con chorizo, jamón y tocino, aunque les di día libre a los sesos de cordero. ¿Pero comía o recordaba haber leído? ¿Masticaba yo huevos y distintos productos porcinos o las letras, las palabras, las líneas de la novela? Ninguna referencia escrita tenemos de los duelos y quebrantos antes del gran relato de 1605.

Dice Thomas Mann en “Travesía marítima con Don Quijote” que soñó con el mismo don Quijote en persona y llegó a hablar con él.

Cervantes juega siempre con realidad y ficción, como hace en la vida cualquier lector, cualquier persona corriente que baraja sueño y verdad, posibilidad y acierto. Por eso, ya en el prólogo, parece confundir libro y personaje. “quisiera que este libro (…) no acabara siendo un hijo seco”. El hijo seco no es el personaje, don Quijote, sino el libro, “el Quijote”; pero el uno (el personaje) no puede ser sin el otro (el libro) y viceversa. Cada uno es metáfora del otro. Además, don Quijote es la ficción de don Alonso Quesada, o Quijada (que en esto no se ponen los sabios de acuerdo), aunque el escribano se atreva, al final, a testimoniar que el uno es el otro. Pero vamos a ver, si la pluma, bien cortada y afilada, pluma de cisne, claro, más elegante y firme que la de ganso, y no digamos que la de lechuza (ésta, tal vez, permita escribir mejor de noche), la pluma ―digo― asegura “para mí sola nació don Quijote, y yo para él. (…) somos los dos para en uno”. Ahora resulta que don Quijote es obra de la pluma, ¿pero no habíamos quedado en que lo creó Cervantes? ¡Dios santo, qué mareo! O me mareo porque el barco empieza a cabecear.

El Quijote, en una pintura del artista dominicano Tony Espaillat.

Dice Thomas Mann en “Travesía marítima con Don Quijote” que soñó con el mismo don Quijote en persona y llegó a hablar con él. “Lo mismo que la realidad, al presentársenos, se distingue sin duda de la representación que de ella nos habíamos hecho, don Quijote tenía otro aspecto que el de las ilustraciones”. Un Quijote imaginó Cervantes, un Quijote imaginó cada ilustrador, un Quijote imaginó Thomas Mann. La realidad se distingue de la representación. ¿Pero dónde está la realidad? Tal vez Alonso Quijano sea la realidad y don Quijote lo refleja ¿Pero Cide Hamete, el dueño de la pluma, es Cervantes? ¿Y mi imagen en el espejo soy yo, aunque mi oreja izquierda se convierta en la derecha?

Llegamos pronto a puerto. Por favor, no se fíen ustedes en la firma de este artículo.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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