La gente sigue regresando de las vacaciones de Navidad. Poco a poco, como si quisiera no hacer ruido. Ya no hay, como antes, una época fija para abandonar el trabajo. La verdad es que casi sucede más que el trabajo lo abandone a uno. El caso es que unos van y otros vienen. Estamos menos tiempo fuera, pero intentamos marcharnos más veces. Huimos.

Un comercio que hay junto a mi casa escribe un chiste cada semana en una pizarra que deja en el escaparate. Hoy leo: “―Las vacaciones son siempre un cambio y un descanso. ―Pero si tú no has ido a ningún sitio. ―Yo no, pero mis vecinos sí”. Ya les decía yo que descansar consiste en cambiar.

¿Cambiar? El gas ha multiplicado su precio por cinco. La energía eléctrica por tres o cuatro. El supermercado está que parece una tienda de automóviles Aston-Martin. Una cerveza cuesta lo que el mes pasado se pagaba por una copa de champagne. Es posible que hayamos cambiado, aunque, probablemente, lo que ocurre es que nos van a hacer cambiar.

Los huidos de la miseria mueren ahogados en el Mediterráneo, de sed en el Atlántico por llegar a las Canarias, engañados y robados en el Darién, y tratados como subhumanos en la frontera estadounidense. No, no hemos cambiado tanto.

Pagamos desde el teléfono, en él recibimos también los mensajes, nos llegan insultos desde las redes sociales por parte de personas a quienes nunca conocimos, las cadenas de televisión cada vez informan menos, pontifican más y nos consideran más lerdos. Las librerías de viejo venden más que las de libros nuevos. Tal vez cambiamos.

Se ha calculado la media que se detiene el visitante de un museo ante un cuadro, apenas si llega a los seis segundos. En la playa donde suelo ir, en un mes se han ahogado seis personas por no hacer caso de las advertencias de los vigilantes.  “―¿Quién se ha creído usted que es para darme órdenes? Me baño cuando y donde quiero. Faltaría más.” No cambiamos. Pero se acaba de descubrir que muchos de esos vigilantes de la playa no saben nadar. ¿Cambiamos definitivamente, sin remedio?

De modo que ya no sé si, después de irme y de volver, he descansado o no. “Yo a las cabañas bajé, / yo a los palacios subí, / yo los claustros escalé, / y en todas partes dejé / memoria amarga de mí”. Así dice don Juan Tenorio en la obra de Zorrilla. Cabañas sí, palacios también, claustros no escalé aunque sí fui a visitarlos, espero, al menos, no haber dejado amarga memoria de mí durante mis paseos vacacionales. Claro que ya lo que ofrece fama y dinero es dejar memoria amarga. Y cuanto más amarga, mejor. Algunas tardes de televisión me lo han vuelto a demostrar. ¡Santo cielo, qué programas! ¡Qué cosas dicen los unos de los otros! En mi país los políticos quieren prohibir la prostitución y multar a quienes soliciten esos servicios. Pregunto: ¿Esos “famosillos” de la tele se verán afectados? Don Luis Mejía, también en el Tenorio  explica los días que necesita para poseer una mujer: “Uno para enamorarlas, / otro para conseguirlas, / otro para abandonarlas, / dos para sustituirlas / y una hora para olvidarlas”. Don Luis era un antiguo y un lento, según aprendo en la pantalla. Era de “vintage”, como se dice ahora.

Una joven (ya no tan joven) insignificante (es decir: que no significa) aunque ocupe portadas de revistas, comprendió la pobreza cuando insultó a un fotógrafo que la perseguía para obtener una imagen exclusiva. Éste le explicó que llevaba horas esperando y necesitaba la foto porque de ella vivían él y sus hijos. La joven confesó que desde entonces se pone los zapatos más de una vez, pues acostumbraba a estrenar cada día. Y los demás callados. ¡Qué impudicia!

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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