Al tratar de literatura hay quien insiste en que ésta no sirve para nada y otros aseguran que permite testimoniar y denunciar los errores y crueldades de la vida social. En tierra de nadie quedan quienes consideran que la literatura tiene como misión principal distraer, precisamente, de los errores y crueldades sociales, divertir, permitir que el lector piense en otra cosa. Con el tiempo, y más allá de que el ser humano es siempre el ser humano; de que, si ya no existe el burgués gentilhombre de Molière, permanece el rico pretencioso y sin educación alguna; sin pensar en que a Lázaro de Tormes, además de que lo engañe su mujer, le cabe llegar a jefe de gobierno; dejando a un lado que los niños caprichosos pueden alcanzar poder y envolver sus caprichos en la bandera; olvidando todas las tipologías posibles y todas las situaciones dramáticas, la literatura está ahí y sigue vigilando e implicando nuestro ser interior y exterior. ¿Pero cuál es el campo de la implicación y cómo literaturizarla?
Cuando le pregunté por qué, dado el transcurrir de su vida, no intentaba escribir una autobiografía o unas memorias, L me respondió que no era suficientemente pedante como para estimar que su vida pudiese interesar a alguien. No voy, por lo tanto, yo, que me siento menos que él, ponerme a escribir su vida. Sería absurdo. Sería irrespetuoso. Incluso, para mi modo de pensar, sería indigno. Sí puedo enhebrar mis propios recuerdos referidos, no tanto a él, como a mí con él, y conformar un discurso fragmentario que, retratándome, como persona temerosa e insegura, deje un retrato suyo. La autoficción. Pero la autoficción de otro a través de la mía. La “otroficción” que, si embargo, no es un simple narración en tercera persona, como las novelas realistas del siglo XIX. Y fíjense en que la novela realista sólo es la decimonónica porque, desde al menos 1902, lo escritores saben que sólo defienden la existencia de una novela realista los políticos autoritarios que pretenden decir lo que debe escribirse y cómo. No entendieron los gobernantes de la cultura que obligar al realismo significa la negación de su existencia. La literatura siempre es producto de una mirada y la mirada no puede nunca ser colectiva ni impersonal.
¿Pero cómo voy a conseguir yo escribir esa “otroficción” y, sobre todo, hasta qué punto el resultado será su retrato, el reflejo de la bonhomía de L, su calidad y su calidez humanas? Me temo que, al final, lo que importe sea el estilo, cómo cuento lo que cuente y no la fuerza interior de L, que es lo que deseo que permanezca. Querría testimoniarlo a él; lamentablemente sólo conseguiré testimoniarme a mí mismo, ofrecerme como caricatura.
Lo paradójico es que, de ser así, de alcanzar este fracaso, conseguiría un triunfo de escritor, porque el escritor no queda por lo que dice, sino por cómo dice lo que dice. Lo expresó muy bien Víctor Hugo en el prólogo a sus Contemplaciones. Sé bien que el lector-masa (juego con terminología de Ortega y Gasset) busca que le cuenten historias y que se las cuenten como sea, a la manera de aquellos contadores que llenan la historia de la oralidad en todos los países. El lector-masa, que no es la inmensa mayoría de Blas de Otero porque Blas sabía bien que esa mayoría no practicaba el hábito de leer y, en lo que aquí importa, no ha accedido aún a la conquista plena de la escrituralidad, porque esta no es simplemente juntar las letras, sino una organización del pensamiento. Pero me estoy precipitando por el acantilado del profesor, aunque me temo que del profesorado es imposible dimitir porque tiene algo de sacerdocio, o debe tenerlo. Ser profesor acaba imprimiendo carácter, como el mal llamado tricornio de la Guardia Civil española. Espero que mi lector, sobre todo si es juanramoniano, me comprenda. Firmemos los dos un pacto de lectura (¡vaya, ya caí de nuevo en lo profesoral!) y emprendamos el camino. Se hace camino al leer.
Jorge Urrutia en Acento.com.do