La poesía de Soledad Álvarez (Santo Domingo, 1950) se origina en la unidad. Poesía y vida de una mujer forman, en fusión, la obra poética, el sentido unívoco de lo real. El libro “Después de tanto arder”, publicado por la editorial  española Visor, en  el  año 2022,  y con el cual obtuviera el XXII Premio Casa de América de Poesía Americana, es una reunión de un tiempo formado por la poesía de la vida.

Álvarez siente su obra como concilio en el tiempo, “Después de tanto arder” es el libro que nace de otros libros y forma así un devenir unitario, dando coherencia a la vida y al espíritu del sujeto de la escritura. Álvarez registra una peculiar mirada al mundo: una mirada que no pretende acuarelar lo observado, ni recamar la página de estribillos o analogías, sino sugerir el espasmódico bullir de lo real. Por eso sus versos abundan en referencias cotidianas, que dan cuenta de la formación estética de la autora, pero también del acto asombrado de contemplar. Nada rehúye la pupila de la poeta: su ojo-palabra recae en todos los objetos, en todos los rincones, aunque no sea imposible esbozar la arquitectura de sus intereses.  Un amplio grupo de poemas plasma escenas naturales, asociadas, por lo general, a momentos germinativos o de vivificación. En estos breves pasajes destacan las “frustraciones y desencantos, todos aquellos símbolos del olvido y la muerte de las ilusiones. Son poemas de amor y desamor, exultantes o dolientes, entre boleros emblemáticos, el reencuentro con amantes irreconocibles, vencidos por el tiempo, o la sensualidad que estalla como una llamarada. Después de tanto arder proyecta también, en versos depurados, la conciencia social de la autora, su solidaridad ante la migración forzosa, la destrucción causada por la guerra, la temible pandemia que puso en vilo el planeta”,  como ha escrito José Alcántara  Almánzar en la contraportada del libro. Un poema de la sección tercera dice:

 

“Busco palabras imágenes florituras que me permitan escapar del horror de la carnicería del infierno de destrucción   del espanto…”(p.50)

 

Junto a la observación exterior de un cosmos cíclico y no necesariamente hostil,  Álvarez practica la observación entrañada: pinta entonces sonámbulas escenas cotidianas, atravesadas por  cosas comunes, por instantes sin relieve,  pero también por paradojas e irrealidades, que conforman un espacio onírico y abisal, como tenido por una ardentía lechosa: una habitación sembrada de minas explosivas por el desencanto; un desbordamiento de la lluvia en una isla;  un amanecer de noches escondidas dentro de una torre; un cataclismo arrasador donde nadie puede salvarse:  “epifanía de lo sagrado el inicio ritual del mañana” (p.22).

La destrucción causada por la guerra salpica el libro de referencias ominosas, aunque no lúgubres, sino claroscuras, como la penumbra resplandeciente que lo baña. El título,  “Tiempo oscuro”—extraído de un poema de la tercera sección–, sugiere, por contraste, una realidad desconcertante: que ahora estamos al borde del desastre. Lo fúnebre se desgrana después, a veces carnavalesco, como en las alucinadas ordalías del Bosco; a veces comedido, mera alusión al desgaire, pero siempre sosegado, con inflexión estoica.

Quizás la poesía de Soledad Álvarez tenga, además, la virtud de ofrecer una imagen más habitable y digna del mundo contemporáneo porque, entre otras cosas, esa imagen revela su tensión expresiva incluso en el límite del sueño y en la máxima contradicción que encarna el último siglo con sus guerras totales.

El sueño se entrevera a menudo con estos vislumbres, construyendo un mundo de planos superpuestos y de promiscuidad perceptiva, y reforzando la sensación de extrañeza. Un tema importante es la mujer, a veces desdoblada en amante y esposa, por cuya presencia, vigorosa y desamparada, revela la autora un interés singular. No son casuales las alusiones a las mitologías griegas—cuyas connotaciones órficas convienen a la escritura de la propia Soledad Álvarez—y  al mundo interior de ella misma, ejemplo de intimismo escrutador y de delicadeza audaz.

 

“entre la loza muda la risa

la cabellera al aire que no es el aire

sino la ventada del deseo

la alegría de correr con los  brazos abiertos

a los brazos que la esperan desbocado el corazón a los brazos del hombre que dice querer vivir solo para quererla” (p.10).

Escepticismo, ironía, distancia. Añicos y pulsiones, restos e intensidad, polvo pensante que se reparten en diminutas porosidades de un desencuentro. Pulsión de muerte. Tedio y olvido. La huella del otro. El que nunca llega, siempre a la espera.

Estos poemas se afanan por transmutar en forma sus impulsos constitutivos. Para reflejar el carácter inasible del mundo y la endeblez de su decantación lingüística, vacilante y provisional, muchas piezas del libro parecen inacabadas; es más, muchas ni siquiera parecen empezadas. Estos poemas se inician en minúscula y omiten el punto final, como si fueran fragmentos imprecisos de un hiperpoema, también sin principio ni fin, y se ofrecen como grietas repentinas, como fragmentos o dislocaciones de una conciencia fluyente. Paradójicamente, algunas composiciones comienzan y terminan dibujando círculos o, acaso, paréntesis pasmados por el desamor:

El hombre que espero me romperá el corazón. Así insista con un azul el ensueño siembre entrelazados su nombre y el mío los riegue la memoria del deseo para que retoñen florezcan igual que el desierto el día que nos conocimos siempre hay un final un punto sangrante entre dos tiempos una estación de trenes sin vuelta donde los que parten no miran atrás (p.25).

Esta visión conflictiva de la escritura, esta minuciosa insumisión de Soledad Álvarez se inscribe de forma coherente en los rostros de los poemas. Sus textos no son reflexiones abstractas, sino apelaciones a lo cotidiano. Anclado, no sin amargura en el mundo y sus espejos, la poeta parece rebuscar en las palabras, cambiarlas de sitio, levantarlas como losas leves y escrutar en el hueco que han dejado, como si fueran asomar  racimos de criaturas sin nombre.  Las cosas, aun las más nimias, son en realidad signos, premoniciones. Y la labor de la poeta consiste en desnudarlas de sí y hallarse en los ojos que la miran.  No hay en este libro tonos lacios ni articulaciones blandas, sino un lenguaje vigoroso y sensual que subraya la carnalidad de las palabras, que quiere arrancar la pulpa de lo designado.

 

Aquí y allá, un remolino de fuerte irracionalismo captura al poema, aunque no al modo surreal, con azarosos encadenamientos verbales, sino como emanación, diríase que inevitable, de las fuerzas disruptivas que alberga “como si fuera el último día ella todo lo remueve lo percute lo limpia contra todo acomete salvo el trastero de los recuerdos”(p. 14).

 

La intimidad y la desmesura vienen a simular un parentesco, y a construirlo, donde una y otra permanecen en la disparidad esencial que las dispara y las envuelve sin juicio gramatical, ganadas más bien por el despropósito, por el deslinde de las grietas congénitas, o sea adoración simultánea de los contrarios que anotó alguna vez Scott Fitzgerald como meta personal, y subrayaba Cioran elogiándolo, era una señal de esa más inteligente que permite mantenerse viviendo y pensando y haciendo raíces sobre múltiples ideas contrarias sin renunciar por razones de acomodo o facilidad a ninguna.

Inevitablemente resuenan en la obra de Soledad Álvarez la voz de Quevedo y la doctrina de Heráclito. E inevitablemente también acarrea el río de su palabra el recuerdo de lo vivido: “aquel que fuimos cada día, vuelve para contarnos, en qué lugar del bosque se extravió”.