El filólogo alemán Karl Vossler escribió un día (creo recordar que en su libro La vida espiritual en Sudamérica), que si tuviera que volver a empezar su obra lingüística y crítica se dedicaría con intensidad a los temas americanos, se haría americano. No pretendo defender aquí que todos nos volvamos americanos, sino que los americanos sean conscientes de que lo son y se comporten como tales (en el terreno literario, al menos, que es al que prefiero referirme).

El filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson despreciaba a quienes no valoraban los libros por su relación con el entorno vital, por eso elogiaba aquellos que se referían a la vida en el territorio propio. Lo propiciaba desde el pueblo de Concord, donde si sitúa Mujercitas, de la que ya hemos hablado abundantemente en estas columnas mías. Dicha novela defiende la ética del trabajo y del esfuerzo personal, frente a la estructura social de origen anglosajón. Por eso estiman sus protagonistas que no había mejor lugar para vivir que los Estados Unidos. Herman Melville, el autor de Moby Dick, escribió que “ningún escritor americano debería escribir como un francés o un inglés. Acabemos con esa levadura bostoniana de servilismo literario a Inglaterra”.

No se trata aquí de sostener la llamada Doctrina Monroe, elaborada el año 1823 en los Estados Unidos por John Q. Adams y hecha suya por el presidente James Monroe, que se sintetizaba en la famosa frase “América para los americanos”. Demasiadas veces se convirtió en “América para los estadounidenses”. Establecía esa política que cualquier intervención de los europeos en América sería vista como un acto de agresión que requeriría la intervención de los Estados Unidos. ¡Caramba, no la apoyo porque tal vez, llevada al extremo, llegase a peligrar esta columna periodística mía!

Versión en francés de la novela Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván.

Aplíquese a la literatura aquello que escribió José Martí en Nuestra América, “el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede […] llegar […] a aquel estado apetecible donde […] disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos…”. No debe dejar de conocerse, pues, cómo es la literatura escrita en otros lugares pero, incluso aceptados temas y formas ya generales, es preciso partir del “desde dónde”, en palabras de Aristóteles. Desde dónde se mira, desde dónde se piensa, desde dónde se habla, desde dónde se escribe. La literatura de lengua española tampoco se escribe en inglés, porque una lengua es una vivencia, un estar; más aún: un estar aquí.

En septiembre de 1894, José Martí le escribió una carta a Manuel de Jesús Galván en la que, después de comparar al personaje Enriquillo con Jesús y considerar que Mencía bien podría haber sido modelo para La perfecta casada, de Fray Luis de León, alaba el estilo del escritor, le solicita que siga escribiendo de la misma manera y concluye: “Acaso sea esa la manera de escribir el poema americano”. Lo veía bien el gran Martí desde su exilio en los Estados Unidos (aunque hubiese tardado doce años en leer la novela dominicana). Porque los escritores de América no deben dejar de mirar como americanos. También por ello, y dentro de América, la mirada de los escritores dominicanos conviene que sea dominicana. Recordemos que la primera edición de Enriquillo. Leyenda histórica dominicana (1503-1533), publicada en 1882, lleva una cita del poeta José Quintana que dice: “Demos siquiera en los libros un lugar a la justicia, ya que por desgracia suele dejársele tan poco en los negocios del mundo”. Las cosas hay que decirlas para conocerlas, y decirlas desde su lugar pues, como dijo Pedro Mir, “aunque arrojen la carga del crimen / lejos del puerto / con la sangre el sudor y el salitre, / son del ingenio”.

 

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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