El filósofo francés Michel Foucault llegó a conceptualizar el binomio «saber-poder». Sin embargo, a la luz de la nueva sociedad en que vivimos esta visión nos parece sesgada e incompleta, por lo que creo que debe perfeccionarse con la categoría de institución e institucionalización del saber. A propósito de la diversificación de las profesiones y del manejo comercial que se hacen de ellas.

Hay toda una economía que ha impuesto un nuevo estatus a los saberes, dependiendo del nivel de solución que estos desarrollan. Por lo tanto, asistimos a una especie de reinstitucionalización de los saberes a la luz de la globalización, la economía de los mercados mundiales y la informatización de la sociedad que han convertido nuestra época en una era digital. Para entender mejor este vínculo, creemos que es necesario partir del principio metodológico que propone Michael Gibbons en su libro The new production of knowledge publicado en 1994, quien plantea que, para comprender el conocimiento en nuestro estado actual, es necesario entender las instituciones en las cuales es producido.

Los saberes han permitido la cohesión de la sociedad. Así pues, todo saber esta institucionalizado y, por tanto, requieren de instituciones que lo pongan a funcionar, circular e incluso enseñar. La radicación del poder de los saberes se encuentra en su institucionalización. En este contexto, las empresas o inversionistas de investigaciones científicas han llevado a este tipo de conocimiento hacia su eminente privatización, provocando cada vez más su separación con el espacio público.

Hay pues, una «lógica del consumo de los saberes» que las instituciones hacen posible, cuyos clientes – y la sociedad en general- evalúan su calidad en función de la capacidad que tiene para solucionar los problemas que enfrentan.

Amparada en esto último, la sociedad posmoderna se autocomprende bajo el ideal de ser una sociedad de la información y el conocimiento. Y ha fundado para cada saber una institución que lo administra y distribuye a manera de un sistema de signos. En este mismo orden, hay que entender que la educación es la mediación de todo saber y es la que asegura su normalización, imponiendo reglas de juego e impulsando cambios semánticos en los usos de conceptos o teorías, afectando con todo ello, al orden pragmático o a la realización performativa del saber. Por eso, el trinomio que proponemos, «saber-poder-institución», lo que intenta revelar es que el saber se administra en instituciones concretas y materializa su práctica como poder desde la propia institución donde es administrado. Y estas dan valor al trabajo en equipo, por lo que apuestan a una mayor cooperación y solidaridad entre quienes integran las instituciones del saber. De esta manera, éste adquiere un orden. Un ordenamiento de su territorio, garantizando su “buena” práctica. Manifestándose, lo que entendemos como los planos del saber que lo constituye el plano discursivo, el óntico o de los objetos temáticos, y el propiamente institucional.

Estos tres planos se articulan entre sí, permitiendo la naturaleza de cada uno de los conocimientos que se desarrollan, garantizando su transmisión, enseñanza, aprendizaje y “permanencia” en la historia, junto a sus respectivos cambios. Las instituciones que administran un saber construyen reglas mediante el cual tiene que ser asimilado o incorporado. Ellas son las encargadas de mercantilizarlos. Hecho que concede a los saberes una materialidad y no meros contenidos que flotan en el aire.

En el plano discursivo se encuentran las reglas de cada saber. Aquellas que hay que aplicar y aprender con el objetivo de realizar las tareas propuestas. Además, su desarrollo conceptual se realiza desde el discurso. Evidentemente, no hablamos de camisas de fuerzas, pero sí de discursos que necesitan estructurar y hacer coherente las prácticas de cada saber, generando significados y transmitiéndolos a sus respectivos usuarios. De su parte, el plano óntico recae en el campo del dominio de los objetos del saber. Este plano aporta a la materialidad del discurso. Los objetos del saber están en alguna medida determinados por los instrumentos que son corregidos sobre la marcha, en el proceso de su implementación. En definitiva, el plano óntico pone de relieve los objetos con lo que cada saber trabaja, elaborando su conocimiento y su discurso.

Por último, está el plano institucional que realiza acciones de seguimiento del saber, de gestión e inversión; de empoderamiento, canalización de sus relaciones con la sociedad. Ejecutan una labor de significación que ayudan a provocar efectos y legitimación de la existencia de un saber determinado, creando igualmente los mecanismos de poder necesarios para encauzar los fines establecidos.

También, en la configuración de los saberes, es determinante la relación entre el «hecho institucional» y el acontecimiento. Por el primero debemos entender un conjunto de acciones que emergen de una institución específica con el objetivo de producir, disponer y transmitir conocimientos a partir de un acontecimiento especifico que merece intervención inteligente. Las instituciones legitiman un saber para poder enfrentar un “hecho” o acontecimiento que afecta directamente a la sociedad. Esta dialéctica permite la producción, distribución, intercambio y consumo de saberes. Por ejemplo, con los ataques del 9/11 surgió interés por conocer la cultura islámica, la mente terrorista y los nuevos fundamentalismos en la que se basa este tipo de mentalidad. Aumentó el conocimiento sobre seguridad aeronáutica y cambió por siempre el sistema de vigilancia en los aeropuertos que arrastró una transformación brusca en el comportamiento y actitudes del viajero. Lo mismo pasa con el brote del Covid-19. La industria farmacológica, con la anuencia de muchos Estados desde sus respectivos ministerios de salud, intervinieron en la producción de una vacuna que lo contrarreste, legitimando esta forma de saber.

Hay pues, una «lógica del consumo de los saberes» que las instituciones hacen posible, cuyos clientes – y la sociedad en general- evalúan su calidad en función de la capacidad que tiene para solucionar los problemas que enfrentan. Sin embargo, no todos los saberes son comercializables en el mismo sentido. Alguien se preguntará, ¿qué pasa con los saberes que no responden a esas necesidades del mercado? Pensamos que para que exista una compensación en el aprendizaje y la distribución de otros saberes no tan “comercializables” – como pasa con los saberes humanísticos- se debe invertir en ellos, que equivale a invertir en el capital humano y la «inteligencia colectiva» a fines de crear una ciudadanía crítica que reaccione ante situaciones que ponen en peligro la integridad de las personas y el bienestar social en general.