Saber hablar tal vez sea una competencia subestimada por razón de que se aprende de forma espontánea en el contexto social. El primer núcleo de asunción de una lengua es el hogar. En él los infantes se apropian del sistema comunicativo al escuchar a sus progenitores en el día a día. Luego el universo se amplía cuando los sujetos se introducen en otros mundos enunciativos, tales como la escuela, los clubes, la iglesia y la internet, etcétera.

No obstante, el saber hablar que se alude en el título del presente artículo no se refiere únicamente al hablar ordinario, común y corriente, como si se tratase sólo de decir lo que se piensa sin pensar en las perlocuciones que pueda generar el acto de habla emitido en los receptores. Saber hablar, por lo tanto, implica un dominio complejo que se extiende más allá del simple decir, pues el contenido de cada acto está regido por factores pragmáticos que implican, amén de la dicción y la buena articulación, los sujetos interactuantes, la intención del hablante, las intenciones de los que escuchan, el tiempo, el espacio, la voz, la mirada del hablante, las miradas de los escuchas y las expresiones faciales del que habla y también de los oyentes, etcétera.

Paul Grice subsume el saber hablar a cuatro máximas: calidad, modo, cantidad y relevancia. Si bien estas propuestas son detalladas con total brillantés por el filósofo suprecitado, lo cierto es que su foco se centra más en el que habla que en los que escuchan.

He aquí un punto crítico de la teoría del hablar que no otorga importancia debida a los escuchas, sus miradas, sus gestos, sus semblantes y sus intenciones respecto al que habla y a su decir. Por ejemplo, el escenario en que se presenta un nuevo libro exige un discurso bien articulado, con fines precisos; a saber, persuadir a los asistentes para que adquieran y lean el libro.

Ese objetivo puede lograrse tal vez en una disertación de unos veinte a treinta minutos. Sin embargo, hay discursantes que no logran conectar con el público y si su disertación se extendiera más, la reacción podría ser desastrosa. Asimismo, oradores duchos, en igual o mayor tiempo, pueden persuadir al pública al grado de que estos deseen seguir oyéndole, puesto que en su hablar conjugan todos los aspectos retóricos que implican, verbigracia, dominio del contenido, dominio escénico, contacto visual, volumen adecuado, calidad de la voz, dicción, buena articulación, modulación, aplomo, naturalidad, entusiasmo, ademanes, empatía, etcétera.

En toda situación de comunicación es posible ser empático con los oyentes cuande se emplea un vocabulario preciso, un volumen adecuado, una buena dicción y, sobre todo, al hacer buen uso del tiempo.

Otros escenarios exigen el uso de un bosquejo o esquema que garantice el desartollo coherente de los aspectos esenciales, sin que éstos queden diluidos en el hablar. Igualmente, el uso de bosquejos garantiza buen uso del tiempo y reduce la improvisación.

Los discursos leídos, por su parte, garantizan precisión y transmiten solemnidad a la ocasíon, pero exigen mayor esfuerzo artículatorio, modulación, naturalidad, ritmo, etc.

En toda situación de comunicación es posible ser empático con los oyentes cuande se emplea un vocabulario preciso, un volumen adecuado, una buena dicción y, sobre todo, al hacer buen uso del tiempo.

En definitiva, no es tan sencillo saber hablar, ya que ello implica conocimiento, práctica y consciencia plena de que hacerlo para otros es muy exigente. La escuela del presente haría bien si crea las condiciones idóneas para la enseñanza del hablar, lo cual implicaría retomar las sesiones de lectura expresiva, reflexiva, comprensiva, redacción oral y prácticas de oratoria, etcétera.

 

Gerardo Roa Ogando en Acento.com.do