El saber científico es el resultado de la aplicación del método científico. Sus primeras ideas sistematizadas fueron publicadas en el libro Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en la ciencia, de René Descartes (1637). Dicha publicación, y posteriores aplicaciones, han permitido que el conocimiento avance y que, en consecuencia, se puedan aplicar procedimientos metodológicos en los diferentes campos ontológicos de la vida. Pensemos en la primera transfusión de sangre que se conoce, atribuida al insigne médico del rey Luis XIV, el Dr. Jean Baptiste Denis, quien administró sangre de toro a un paciente que había perdido el juicio, y que posteriormente murió, pues en realidad se había envenenado con arsénico (De Torres Fabios. (2009). Historia de la transfusión y donación sanguínea. Centro Regional de Transfusión Sanguínea y Banco Sectorial de Tejidos, Córdoba, España).   

Es más que evidente que el insigne médico actuaba a la ciega, por ensayo y error. No obstante, no tenía otra alternativa, puesto que no fue hasta el año 1901 cuando el Nobel Karl Landsteiner pudo descubrir la tipificación sanguínea. Ulteriormente, el Dr. Agote descubrió la aplicación del citrato de sodio como un anticoagulante. Lo mismo puede decirse del descubrimiento del área de Broca asociada a la producción del habla y del área de Wernicke que permite la comprensión de lenguajes, juntamente con otras miles de neuronas que intervienen sinápticamente. ¿Cómo pudieron descubrir estos dos insignes médicos estas áreas neuronales del cerebro, si para la fecha no se habían desarrollado a plenitud los rayos X (Wilhem Conrad Röntgen, 1895), mucho menos la resonancia magnética (Raymond Damadian, 1971) ni la tomografía (Godfrey Hounsfield, 1972)?

Obviamente, la observación sistemática les permitió aproximarse a realidades que posteriormente han sido estandarizadas gracias al desarrollo de la tecnología moderna, y con esta, al desarrollo de la ciencia. Pero para aquel entonces los niveles de certeza eran mínimos, puesto que a la sazón los procedimientos empleados eran más especulativos que científicos. De ahí la importancia de la aplicación del método, puesto que con ello se obtienen resultados compartidos universalmente. Esa es la razón por la que tanto Newton como Leibniz descubrieron el cálculo infinitesimal, cada uno por su lado y casi en el mismo lapso, porque ambos aplicaron procedimientos de investigación validados en la práctica científica (Álvarez, Renato (2009) Historia del cálculo infinitesimal, euler.us.es).

Dada la importancia que reviste el rigor que imprime el método científico, en las investigaciones humanísticas este no pasa desapercibido. Gracias a ello hoy podemos contar con precisiones que muestran, verbigracia, cómo se crean las lenguas, los dialectos, los sociolectos y sus variantes. Asimismo, la antropología moderna ha permitido comprender cómo se forman las ideologías, las mitologías, las religiones y otros sistemas de creencias que motorizan prácticas sociales. En el campo de la neurociencias, hoy se sabe cómo aprende el cerebro a leer y a escribir de manera eficaz. Las discusiones sobre si se aplica el método o no a las humanidades tienen lugar en ausencia plena del conocimiento científico. Lo que debería estar en entredichos no es la aplicación del método, sino los niveles de consciencia de los ciudadanos respecto al saber científico y a los saberes populares. Ilustrémoslo en los párrafos siguientes:

Josefa es una madre que nunca aprendió a leer ni a escribir. A sus catorce años trajo a luz un niño, sin apenas haber sobrepasado la adolescencia. Josefa nunca había escucha la palabra “pediatra”, tampoco sabía que su hijo debía ser inmunizado, vacunado, higienizado, etcétera. Al correr de los días, su niño empezó a enflaquecer. Aparentemente, el niño se estaba desnutriendo o se había contagiado de neumonía; pero Josefa culpó de bruja a la señora Bartola, una pobre anciana de setenta años, de cabello emblanquecido. La acusó de haberle hecho maldeojo a su hijo y, posteriormente, chupársele toda la sangre. “Esa maldita bruja hay que matarla”, decía entre llantos. Antes de que su hijo muriese, el padre de Josefa la ayudó a regar sal por toda la casa, mientras su madre ya había colocado ajo debajo de una silla. También su abuela colocó una escoba de guano en una esquina de la casa con la finalidad de evitar la ambición de sangre de la supuesta bruja.

El otro caso corresponde a Justina, una mujer de 22 años, enfermera de profesión. Tras la primera relación que tuvo con un hombre médico, del que se había enamorado, quedó embarazada. No obstante, ese hombre le pidió que abortara porque él no podía tener un hijo con lo que llamó despectivamente “una simple enfermera”. Justina se armó de valor y pensó en su futuro. Se apoyó en su familia, logrando ser comprendida. Su padre la motivó a continuar preparándose para recibir a ese nuevo ser. Con el paso del tiempo, dio a luz un niño aparentemente sano. Sin embargo, después de dos meses el niño empezó a enflaquecer, pese a que había sido recibido por una pediatra y a que se le había administrado su primera vacuna de inmunización. De inmediato, Justina se comunicó con su pediatra, quien le recomendó un coprológico. De ese modo, pudo descubrir que un tricocéfalo se estaba chupando la sangre de su infante. Por eso pudo aplicar el medicamente preciso. Gracias a ello, hoy su hijo es el hombre que la ha hecho abuela, mientras ella sigue desempeñando con amor la profesión que tanto ama (Ambos ejemplos son hipotéticos).

Aunque estos dos casos son extremos, ilustran los resultados de actuar de conformidad con criterio científico. Algo similar sucedió con un joven diagnosticado por el pastor de su iglesia como endemoniado. Tres meses de haber sido expulsado de su congregación religiosa, fue asumido por su hermano mayor, médico de profesión, quien descubrió que se trataba de un caso avanzado de esquizofrenia. Mientras el placebo del pastor operaba en vano sobre una mente poseída por un problema de salud mental, el psiquiatra aplicó el saber científico para tratar al paciente y lo logró.

Lo mismo se aplica al quehacer literario. Variados pueden ser los motivos y las intenciones que puede tener un lector para leer una novela, un cuento, una poesía, un ensayo o teatro, etc. Sin embargo, cuando lo que se busca es estudiar un aspecto propio de la literalidad de la obra o algún ideologismo simbolizado, que implique un proyecto de investigación institucional, conviene emplear los procedimientos del método científico porque los mismos son los que permitirán deslindar entre la doxa (opinión sesgada) y la episteme (teorética compartida por la comunidad de investigadores).

Para obtener datos rigurosos del quehacer humanístico y filosófico, se requiere seguir procedimientos metodológicos compartidos. Por un lado, una adecuada metodología, hermenéutica y triangular, resulta idónea para la obtención de instrumentos y aplicaciones intersubjetivas. Otra opción sería la adaptación de procedimientos aplicados en investigaciones previamente certificadas. En mi caso, aplico la primera opción en mi análisis del discurso constitucionalista en los documentales sobre la Guerra de Abril de 1965. El intercambio con historiadores, cineastas, pedagogos, abogados y lingüistas me ha permitido ampliar mi cosmovisión del mundo y del quehacer humano en el contexto dominicano.

Aun así, la ciencia no es infalible. No podemos pretender encontrar en ella la panacea a todos los problemas humanos. Si así fuera, ya existiría el elixir de la eterna juventud y, con este, el de la curación definitiva de las enfermedades y, por qué no, el de la vida eterna. Si eso llegara a suceder por medio de la ciencia, significaría el final de las mitologías que encuentran en la realidad “vejez y muerte” un insumo para dispensar consuelo a las almas de los deprimidos ante la incertidumbre que genera lo desconocido. De todos modos, el conocimiento científico debería ayudarnos a convivir en la diversidad de saberes populares, soslayando un poco nuestro nivel de certeza sobre la supervivencia del más apto, para dar paso al altruismo y otros valores necesarios para la preservación de los habitantes de nuestro planeta todavía verde.