Opto por ese título para hablar de mi faceta como autor de collages por más de una razón. Es como volver a ellos, recuperarlos, luego de haber emprendido su creación (elaboración más bien: aficionado necio, no soy artista plástico) en una época febril que se remonta a 1997 –un cuarto de siglo atrás– y abandonarlos.

También es como recobrar no exactamente la vista, sino una especie de visión: la que se tiene del deseo y de la carne a los 33 años de edad, “con el diablo en el cuerpo”, que diría Radiguet (y también en el espíritu, agrego yo). Una Era en la que todo era Eros, incluso la poesía, la comida, el pensamiento. Un móvil último para su recuperación podría ser cierta fantasmagoría que me persigue a veces, y que me embosca por las noches, desde que un trozo de cristal a cien millas por hora me atravesara el ojo izquierdo y me hiciera perder el 80% de la vista: creo ver lo que no está y tropiezo con su espectro.

En esos tiempos alcióneos yo vivía (como el barón rampante de Calvino, como el título del libro de Margarite Duras) “días eternos en las ramas” de los árboles del valle cultural de Nueva York que forma la zona entre Chelsea, el East Village y el Greenwich Village. Abarrotado de librerías –tres de ellas “hispanas”: Macondo, French and European Publications y Lectorum–, era difícil recorrerlas todas durante un ciclo de largas horas de bochorno estival o el breve lapso del sol de invierno, cosa que yo equilibraba entrando siempre a cualquiera de las dos Barnes & Noble del sector. Así encontré, en el área de Arte de una de ellas, los libros con las imágenes libres de derechos que se usan comúnmente para ilustrar revistas o generar collages, como tan imaginativamente hicieran Ludwig Zeller y Susana Wald, cuyo trabajo conocía.

Si bien el Times Square de ese momento estaba “limpio” por obra y gracia de las acciones de tierra arrasada del alcalde Giuliani, el que yo conocí de sopetón en los años 80 era Sodoma y Gomorra contemporáneas sumadas con el Salvaje Oeste; y aquellas primeras visiones de la capital del mundo me habían marcado. Por eso –y por dictámenes atávicos de la testosterona– comencé a escribir lo que acabó por ser una trilogía de poesía erótica: Negro eterno (1997, accésit Premio de Poesía Casa de Teatro 1996), Vicio (1999, accésit Premio de Poesía Casa de Teatro 1998) y Burdel Nirvana (2001, Premio de Poesía Casa de Teatro 2000), posteriormente publicados en su concepto trilógico original bajo el nombre de Prosa del que está en la esfera (Tsé Tsé, Buenos Aires, 2006).

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Portada de Intimiedades, de Sheila Acevedo, ilustrada con un collage de León Félix Batista

Recuerdo, sin embargo, que el proceso de escritura de Vicio me abrumaba: me involucraba excesivamente en los poemas, se les filtraba mi autobiografía, y ciertos gestos, posiciones, ropa, cuerpos, poseían en mi mente rostro y nombre de personas muy concretas. Terminaba agotado, como quien hace el amor en cada página. Pero quedaba energía creativa, un remanente que no debía despilfarrar, así que me volcaba, en paralelo, en la hechura de collages, obviamente eróticos también. “La respuesta al deseo erótico —así como al deseo, quizá más humano (menos físico), de la poesía y del éxtasis (pero ¿acaso existe una verdadera diferencia entre la poesía y el erotismo, o entre el erotismo y el éxtasis?)— es, por el contrario, un fin”, escribía Bataille en Las lágrimas de Eros.

Se suponía que esos collages ilustraran mi libro Vicio (título que se refiere al calificativo de “vicioso”, como antes llamaba el vulgo en mi país a las ninfómanas y los erotómanos), y como tales participaron en el concurso en el que obtuvo accésit… pero lo publicaron sin incluirlos. Compuesto por Cayo Claudio Espinal, Jeannette Miller y Fernando Cabrera, el jurado que otorgó el premio al estupendo poemario Hechizos de la Hybris de Plinio Chahín, escribió en el veredicto que “además, en pleno ejercicio de sus poderes, concede, de manera unánime, a la obra Vicio, suscrita bajo el seudónimo Radioescucha, un accésit, por los evidentes méritos literarios que contiene su obra poética, lograda con gran desenfado lingüístico y temático, cuyos cuadros, de impactante fuerza poética, transfieren al lector una carga estética con múltiples referentes, sin enjuiciar los collages que lo ilustran.”.

En la segunda edición (con el título de Crónico, Tsé-Tsé, Buenos Aires, 2000) uno de ellos aparece como portada, y el original se lo obsequié al editor, Reynaldo Jiménez, además amigo y gran poeta. En la Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2005, participé con tres collages en una exhibición llamada “Escritores que pintan, Pintores que escriben”. Otro collage ilustra la carátula de mi antología traducida al portugués Prosa do que está na esfera (Olavobrás, Sao Paulo, 2003, traducción de Claudio Daniel y Fabiano Calixto). Y con varios otros más se diseñaron portadas de otros autores y antologías.

Aquellas “obras” fueron forjadas con pegamento, un bisturí que birlé de un hospital, y unas tijeras para depilar los pelos íntimos, supongo que como medio de extraer la piedra de mi locura erótica.

Me divertí muchísimo. Piedra, papel y tijera, y a jugar.