“Éste es un país que no merece el nombre de país” (Pedro Mir)

I

Sí, que solos estamos. En medio del archipiélago… en el centro de un bullicioso mar Caribe…

Talento no nos falta; tal vez un poco más de disciplina, pero talento desbordamos por la piel y el espíritu. ¿Conocimiento de las técnicas?, tal vez un poco, que a veces hemos sido un tanto más instintivos que bien instruidos o que bien diligentes en la búsqueda de la fórmula adecuada… Quizás lo que más ha faltado es apoyo exterior, además de consistencia interior. Siempre se echa de menos el apoyo entusiasta de los resortes oficiales. ¿Que nuestros creadores (artistas y literatos), muchas veces, sólo han servido de instrumento para aupar ambiciones políticas? Eso es innegable. Tanto en la dictadura como en la democracia.

Y, para peor mal, geográficamente sólo tenemos al lado un vecino, cercano y lejano a la vez. Cercano en la geografía, pero lejano en cuanto a los mutuos prejuicios que nos desvinculan y que oponen recíprocos muros de rechazo. Y porque siendo la lengua vehículo por excelencia de relación y comunicación ocurre que ese vecino se comunica en un código distinto… Pero para mirarse no hay que mover la lengua; sin embargo, somos vecinos indiferentes, que rara vez nos miramos de frente. Frecuentemente usamos antifaces para desconocernos mutuamente.

Sí, los dominicanos estamos muy solos. Y hay tantas cosas para compartir con los de allá, los de allende el mar y los que están del otro lado de la frontera. Demasiado Juan Bosch para nosotros solos. Demasiado Mir, demasiado Mieses Burgos, para hablar sólo de algunos de nuestros clásicos. Pero también demasiado Manuel del Cabral, demasiado Veloz Maggiolo y demasiado René del Risco Bermúdez para tanta soledad.

Qué gratificante es ver a un Borges idolatrado en Europa o en las vastas extensiones académicas de las Américas (dentro del confín de la lengua común y mucho más allá de esos confines). Congresos, coloquios, cátedras le consagran, aquí, allá y acullá. Lo mismo ocurre con otros grandes creadores oriundos de estas tierras hispanoamericanas. Cortázar, Sábato, coterráneos de Borges, e igualmente leídos profusamente y bien valorados dentro y fuera de su país; Paz, el nobel mejicano, como sus compatriotas Fuentes y Rulfo, sin desdeñar a Reyes, el amigo entrañable de nuestro Pedro, el hijo ilustre de Pancho y Salomé; García Márquez, José Eustasio Rivera y Jorge Isaacs en la cumbiambera Colombia; Martí, Guillén y Carpentier, también isleños, hijos de la Cuba intemporal; Donoso, el chileno del Boom, junto a Neruda, chileno universal; Onetti, Galeano y Benedetti, que salvan el buen crédito literario uruguayo; Rubén Darío y Ernesto Cardenal, que honran la patria de Sandino. Los peruanos universales: Vallejo y Vargas Llosa… Hay más, muchos más, pero dicen que para muestra basta un botón.

Sin embargo, nosotros seguimos siendo los grandes ausentes en las grandes editoriales, en los estudios académicos de universidades extranjeras, en las antologías de diferentes géneros, en los ensayos analíticos de los críticos consagrados. Tenemos un digno referente lejano: Pedro Henríquez Ureña; y luego, el vasto desierto.

Nuestras grandezas acaban en la costa. Desde el mar hacia adentro, hacia la porción de isla que nos corresponde, se nos llena la boca de nombres prestigiosos: pero allá donde la geografía coloca otra bandera, se nos caen de la boca las nomenclaturas ante indiferentes oídos extranjeros.

¡Qué solos estamos los dominicanos! Apenas hemos empezado a construir un sueño de grandeza que no acaba de cuajar. Porque seguimos siendo los grandes ausentes en los grandes escenarios. Y esa es nuestra mayor desgracia: ¡Tanta riqueza y sin hallar con quiénes compartirla!

(Podríamos hablar también de tanto Prats Ventós, de tanto Guillo Pérez, de tanto Ramón Oviedo… pero dejo ese terreno a otros más versados; por hoy (y por siempre) me quedaré sólo en el ámbito literario).

Si nos sobra talento, si hay tanto qué compartir, ¿por qué somos tan parcos en mercadear esta otra riqueza, que oferta bienes del espíritu?

Estamos solos en la isla. Irremediablemente. Necesitamos nuevos descubridores, que no nos maten nuestros sueños, que no nos desalienten, que no destruyan nuestras creaciones, ni aniquilen la inspiración que nos impulsa. Nuevos conquistadores, sin nuevos genocidios culturales. Eso sí, que nos miren con la mirada del otro, con el asombro del otro, con la extrañeza del que viene de lejos y nos concede una mirada reposada. Nos urge ese otro que nos contemple desde su distancia y nos revele nuestras flaquezas, pero también nuestras fortalezas. Ese otro que nos ayude a quebrar el cascarón de silencio que nos rodea. Y no es que seamos mudos, nos pasamos todos los días hablando, pero nuestras palabras sólo llegan a la orilla del mar y no se escuchan (o se escuchan muy débilmente) allá, en la otra orilla tumultuosa.

Y si algunos deben responder por tanto silencio y frialdad que nos llega desde fuera, que respondan los gobiernos, con sus diminutos ministros de Cultura; que respondan los pomposos ministros de Educación, que responda el cuerpo diplomático, tan ligero para la francachela y tan poco diligente para promover y ayudar a exportar nuestra grandeza espiritual, empeñado sólo en los rubros de la mesa y en los dígitos de las cifras que componen su salario. Que respondan los gerentes de las universidades, que llaman rectores, exitosos en lanzar al “mercado laboral” verdaderas manadas de iletrados con títulos, que no han leído media docena de libros en su vida y exhiben sin pudor su título y su anillo. Bien sabemos que si no hay lectores dentro que se interesen por los frutos de nuestros creadores ¿quién de fuera vendrá a preguntar por esos frutos? ¿Quién desde la otra orilla va a venir a interesarse por lo que nosotros desde dentro miramos con desdén, o ni siquiera miramos?

II.

Es increíble, en mi adolescencia y juventud había en Santiago de los Caballeros muchas librerías: Librería Santiago, Librería L y H Cruz, Librería Lendoiro, eran las más grandes, siempre estaban repletas de libros; pero había también pequeñas librerías en muchos lugares de la ciudad: en el Mercado Modelo; en la calle San Luis estaban la Espartaco, la Económica y la Ureña (o Germoso)… Había muchos lugares donde llenar la necesidad de libros, que era y será siempre un lujo para el espíritu, y que eran y serán siempre una necesidad humana: el cultivo de los valores del intelecto, la necesidad de llenar de contenido el espíritu, que se deleita en la belleza y en el conocimiento, que es otra forma de belleza. Ahora apenas hay librerías en la Ciudad Corazón. La única que es digna de llevar ese nombre es Centro Cuesta del Libro, del Supermercado Nacional, pero de la cual también es oportuno decir: basta con posar una mirada detenida sobre sus anaqueles para comprobar, tristemente, cómo los libros de autoayuda han ido derrotando a la literatura… Los Coelho, los Cuauhtémoc Sánchez, los Og Mandino… son los grandes vendedores del momento. La gran literatura, la auténtica literatura que tuvo su cuna en la portentosa cultura grecolatina, se ha ido quedando rezagada en las estanterías, agazapada detrás de esos potentes autores de best-sellers de la “literatura” de superación personal.

Y mientras tanto, qué sólo estamos los dominicanos, sin la mirada del otro que nos vea y nos diga: qué grande es tu Mieses Burgos; cómo adoro tu Pedro Mir; me encanta Veloz Maggiolo, y también tu Alcántara Almánzar, tu Efraím Castillo… adoro a los ochentistas: José Mármol, Fernando Cabrera…

Definitivamente, nuestros grandes escritores son nuestros grandes ignorados más allá de este gris territorio miriano, colocado en el mismo trayecto del sol. Y aquí mismo, esos grandes autores nuestros muertos están, ateridos de frío y soledad en nuestras escasas bibliotecas, y muchos son desafiantes ausencias en nuestras raquíticas librerías.

Somos una cultura principiante, eternamente principiante, porque siempre andamos como en el principio, llenos de sueños y utopías que no avanzan, que se quedan en el principio. Nuestros proyectos casi siempre quedan truncos, incompletos, incluyendo el más importante, como nación, el de Duarte: construir un Estado fuerte que implantara la justicia, el orden, la soberanía, la riqueza bien distribuida, el progreso científico, la moral social… En ese aspecto no estamos ni a mitad de camino. Seguimos como los científicos que no pasan de ensayo y error, ensayo y error… la rueda infinita. Y aquello de que “el futuro nos espera sonriente” es el cuento de nunca acabar. Ojalá lleguemos antes de que el futuro se acabe.

III

Ciertamente, los dominicanos estamos demasiado solos, vueltos sobre nosotros mismos, replegados sobre nuestra pobre osamenta, y, como el iluso coronel garciamarquesino, esperando ansiosos una carta que nunca llegará, o que si algún día llegara sería luego de que nos sentemos a la orilla del camino, reflexionemos larga y profundamente, y hagamos los ajustes necesarios en este proyecto de país que no avanza o que avanza muy lentamente, y que a menudo también da muchas vueltas en círculo.