En el 1996 el filósofo israelí Avishai Margalit publicó su libro The decent society (La sociedad decente, Barcelona, Paidós, 1997). En el texto se argumentaba sobre un nuevo concepto: la decencia o sociedad decente como categoría ético-política. Desde las páginas introductorias de este prodigioso libro se plantea la necesidad de construir un nuevo tipo de sociedad más allá del ideal civilizatorio. A la pregunta central de su investigación, ¿qué es una sociedad decente?, el filósofo no tarda en responder: “es aquella cuyas instituciones no humillan a sus ciudadanos”.
Lo más interesante de este abordaje es que las mismas instituciones no son abordadas desde un punto de vista abstracto si no concreto. Es decir, son analizadas desde su conducta real y no simplemente desde las normas y leyes que hace cumplir o que las resguardan. Así, por ejemplo, un ministerio o cualquier estamento del Estado se juzga o valora por la manera en que se comporta con sus ciudadanos en la oferta de sus servicios. Es así como la categoría de la decencia resalta y conecta con esta otra: la de humillación. Y la humillación es aquella conducta que denigra al individuo y la condición humana en general, provocando un malestar en la que el ciudadano se siente ya no querer formar parte de la vida social, país o institución.
El que se siga fortaleciendo la dimensión ética de nuestra sociedad y de las personas, es una de las mejores inversiones que puede realizar un Estado o cualquier poder político que se sienta comprometido con la verdadera transformación de la sociedad.
Por su parte, la teoría de la sociedad decente intenta ser una macroética. Una especie de ética social que contempla la vida ciudadana desde sus instituciones, cuya realización última es evitar la falta de respeto a cualquier ciudadano; y en la que su accionar se plasma en tratar de impedir, a toda costa, que las personas se sientan humilladas por condiciones que no aseguran el buen servicio y la solución de problemas.
Un hallazgo que quiero resaltar es que la teoría de la sociedad decente conecta con la filosofía hermenéutica por varias razones. Una de ellas es que esta filosofía destaca el papel del diálogo, el reconocimiento y la participación como fenómenos que fortalecen e integran la vida a las tradiciones y la cultura. Y la teoría de la sociedad decente intenta recuperar la necesidad del diálogo como condición previa de toda libertad y de toda democracia.
Bajo estas condiciones, se sustrae el imperativo de que en la medida en que se reconoce al otro y se le escuche bajo la forma del diálogo, también en esa medida se colabora con el respeto. Una sociedad indecente es aquella en que sus instituciones generan un malestar prolongado por la soberbia de quienes las dirigen. Contraria a la decente, donde la humildad y el honor fungen como aspectos básicos que condicionan el existir humano procurando, además, nuevos fundamentos para la solidaridad y la cooperación.
Por esta razón, en la semana de la ética a celebrarse durante el mes de abril, lo que más podemos aspirar cada dominicano o dominicana es alcanzar una sociedad decente. Pero una sociedad decente no posee ningún rasgo utópico o de incumplimiento. Lo interesante de este abordaje ético, es que la sociedad decente puede ser una realidad siempre y cuando exista inversión en políticas públicas, dedicadas a la formación de una ciudadanía crítica. Pero, asimismo, la de establecer las bases para que el bien común sea un cumplido a través de sus instituciones que forman parte de la vida social y política.
Antes de concluir estimado lector, quiero que recordemos una vez más la tesis de inicio: una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a sus ciudadanos. El que se siga fortaleciendo la dimensión ética de nuestra sociedad y de las personas, es una de las mejores inversiones que puede realizar un Estado o cualquier poder político que se sienta comprometido con la verdadera transformación de la sociedad.