En un artículo de 1920, Miguel de Unamuno cuenta una anécdota del dramaturgo y premio Nobel de Literatura José Echegaray. Parece que se le acercó un individuo, o estaba cerca de él, tal vez sentado en la misma mesa del café de una tertulia, bien, el caso es que, acercándose o no, le preguntó por la razón que permitía a una bicicleta mantener el equilibrio cuando iba velozmente rodando, o por qué un trompo, si giraba vertiginosamente, no perdía su equilibrio. Echegaray respondió: porque no tienen tiempo de caerse.
Cita a continuación Unamuno a Gracián quien, desde su conceptismo escribió: “El no admirarse procede del saber en los unos, que en los más del no advertir”. Me temo que ni la bicicleta ni el trompo, dada su condición de seres inanimados, mejor sería decir de objetos, saben o advierten. Ni siquiera en su condición está el progresar por el camino o el girar sobre sí mismos. Claro y cierto es, desde luego, que en ellos radica la posibilidad de rodar o girar, a condición de recibir el impulso humano.
Se recogieron en el libro donde leo una serie de artículos de Unamuno, reflexiones al hilo de lecturas más o menos caprichosas hechas entre 1895 y 1935. Esas fechas marcan prácticamente toda la vida productiva del autor, de manera que la antología de artículos es algo así como navegar por su pensamiento, mejor, por sus obsesiones. De hecho las lecturas se repiten y relacionan: Quevedo, Gracián, Góngora, algún cronista de Indias, Larra… A veces las opiniones no son sino eso, opiniones no necesariamente fundamentadas, incluso juicios atrabiliarios. También curiosas confesiones, como cuando, al responder a una petición del director de la revista “Helios”, en 1903, para un número dedicado a Góngora, asegura no haberlo leído, porque “tenemos los más de los españoles de algunas letras una idea más o menos clara del gongorismo; pero de Góngora no”.
Más curiosa aún es una observación posterior. Unamuno decide leer al poeta barroco para cumplir con la revista. Se propone empezar por las Soledades y por el Polifemo, las dos obras unitarias más conocidas del autor cordobés. “No tengo razón alguna para suponer que Góngora no quiso decir allí algo ―afirma―, pero yo no he acertado a dar con lo que quiso decir”. O sea, y hablando en plata: que no se enteró de nada. Intenta esconderse tras la mala edición que utiliza del autor pero, al fin, ya no puede más: “Aquellas violentas trasposiciones, aquel hipérbaton con el cual no hay rima que se resista, aquellas alusiones mitológicas, todo aquello me impacientaba y acabé por cerrar el libro y renunciar a la empresa”. Concluye: “La vida es breve y el arte es largo; hay mucho y muy bueno que leer y muy poco tiempo para leerlo. Poetas hay […] que creo me darán más contento que Góngora”.
Siguiendo a Gracián, si unos no se admiran por no advertir, en el caso de Unamuno no podemos creer que no supiera. Es admirable, desde luego, que el literato y pensador, ya en el camino de la fama y con enorme predicamento e influencia en los grandes autores del momento, como Darío, Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado, se atreva valientemente a ser sincero. Probablemente es que no tenía tiempo de caerse.
El libro de Unamuno se titula “De esto y de aquello”. Brujulea, reflexiona, apunta lecturas, se atreve a decir lo que piensa. No necesita seguir la llamada actualidad que registran o elaboran los periódicos, él mismo fabrica su actualidad. Respondo hoy a quienes me preguntaron por qué estas columnas llevas por título general De esto y de aquello. Pues por eso.