Siempre me fascinó el principio de las “Memórias póstumas de Brás Cubas”, que en 1881 publicase el brasileño Machado de Assís. Dudaba el protagonista ―es una novela escrita en primera persona― si debería comenzar por el principio o por el final, por el nacimiento o por la muerte. Unir así, de una tacada, cuna y sepultura sería un logro digno de Francisco de Quevedo. Éste sabía bien que entre ellas se establece la mayor de las distancias en la vida del ser humano, y la única, pero la cuna empieza a ser sepultura en el nacimiento, y la sepultura es cuna de la postrera vida.
Esto último me preocupa sobremanera porque si la postrera vida sucediere incómoda o no sucediere, no podría ya renunciar a la cuna y que me devolvieran el dinero.
“Yo me confieso esclavo y prisionero del mal, a quien me entregué de mi propio albedrío”. Hago mía esta frase de Quevedo porque no resulta elegante presumir del bien que uno ha hecho ni de lo bueno que ha sido. Líbrame, lector, del mal y luego ajustaremos cuentas.
En cualquier caso, el problema no radica en lo que se sea, sino en lo que el relato diga. Claro que, para escribir la historia de la propia vida, dice Alfred de Musset que lo primero es haber vivido. La sepultura. Por eso decide escribir la vida de otro. Pero Musset era, además de un pendón de tomo y lomo, un mentiroso. Y afirmo esto porque puede uno contar la propia vida sin llegar a vivirla. La cuna. De haberlo hecho, de haber vivido, la narración carecería de interés. Por obvia y conocida siempre. Las mejores anécdotas son las que se inventan. Al menos las que dejan al lector en la duda irredenta.
Pero el candidato a ser iluminado, debería ser antes iluminador. Y es que un padre, probablemente, para ser guía debe ser también guiado por el propio hijo. Fin y principio. Fin ―finalidad― del principio.
De modo que nací. No sólo porque mi señora madre, simpática y guapa andaluza donde las haya, llegase ya al término de un tranquilo embarazo (que remató viendo, justo aquella noche, Los tres caballeros, una película de Walt Disney), sino porque mi nacimiento era absolutamente necesario debido a dos razones. Primera, para que yo llegara escribir estas líneas. Segundo, para que mi padre pudiera dedicarme unos poemas, no porque fueran entrañables, sino porque fueron, primeramente, poemas.
“Tu vida recién hecha / es viva luz sobre mi pobre vida. / Abre dorada brecha / de sol en la sumida / oscura realidad del alma herida”. Es una estrofa (una “lira”) de un poema de mi padre. Me tomaba de la mano, recién llegados ―yo a la vida, él a la paternidad―, presentándome mi primera responsabilidad. Una de la que yo no podía ser consciente: tendría que ser luz para un alma herida por las circunstancias personales en las circunstancias históricas. Pero el candidato a ser iluminado, debería ser antes iluminador. Y es que un padre, probablemente, para ser guía debe ser también guiado por el propio hijo. Fin y principio. Fin ―finalidad― del principio.
Como ven, vuelvo reflexivo de las vacaciones. Y como dicen los toreros, esos que juegan cada día con la muerte, “Va por ustedes”.