Jean Arthur Rimbaud –como Blake, como Holderlin o como Keats– fue un poeta profético, pese a que no fue un romántico, sino un simbolista, que sintió amarga la belleza romántica, y por eso, la injurió. La obra de Rimbaud está, por consiguiente, imbuida de un éxtasis cósmico, de un halo mistérico, de una visión alquímica. Su poesía embruja, obsesiona y atormenta. Lo hecho por Rimbaud a la poesía y la lengua francesas es de inestimable trascendencia. Nadie antes de él fue más lejos –ni más allá–, y de ahí que la deuda de los poetas franceses y occidentales con él es enorme. Nadie se ha atrevido a ir más acá o más allá en osadía, bravura, libertad expresiva e inventiva. Ni ha buceado o navegado a más profundidad abismal, como el autor de Una temporada en el infierno. Sin embargo, a los 18 años, dejó de escribir poesía y de publicar (solo escribió cartas), y se encerró, en un largo silencio, hasta su muerte. Se calló, enmudeció y abjuró de la escritura de poesía, y aun del oficio poético. Se negó a reconocerse poeta, y se enojaba cuando se lo recordaban o le pedían que volviera a escribir poemas. Traicionó su propio talento y su vocación precoz de poeta. Luchó por olvidar su oficio infantil, huyendo de la muchedumbre, de la fama y del éxito.

Rimbaud cantó con su voz a la conciencia de un mundo crepuscular, al escuchar sus ecos escatológicos, y de ahí que huyó, sin mirar atrás, de la civilización, para salvar sus ilusiones. Buscó así un eslabón perdido, una llave salvadora, este poeta-adolescente, soñador despierto, cuyos símbolos poéticos empleó para la adivinación, con “sandalias de viento”, y para nombrar el destino humano. Fue un innovador y, en sentido poético, un religioso, de espíritu profano, que nos aportó una nueva mirada del cielo y de la tierra, del infierno y del purgatorio (no así del paraíso). Es insólito que haya sido un adolescente o un niño quien sacudió, como nadie, sin miedo y sin rubor, los resortes sociales y los hilos del mundo occidental, con sus escalas de valores y sus códigos de ética. Traicionó la poesía, abandonándola, para vivir una vida nómada, como el buen salvaje, que huye de la civilización, de la ciudad y de la modernidad; contrario a Baudelaire, quien funda la modernidad, al ser un hombre de la ciudad, un poeta y ensayista urbanos, que escribe y piensa la vida del hombre en la gran urbe –y que fue un enamorado de la modernidad. En cambio, Rimbaud concibió la vida como vacuidad y amargura. Era solitario y taciturno. Hizo poesía con su vida y vida con su poesía. De ahí que su poesía es confesional y descarnada porque escribió con el sentimiento y la pasión, antes que con el pensamiento, pese a que su obra lírica está atravesada por ideas. Fue un “místico en estado puro”, dijo de él Paul Claudel. Pero tanto Rimbaud como Baudelaire fueron arquetipos o pioneros del flaneur: encarnaciones de la figura del paseante solitario y citadino sin rumbo.

Arthur Rimbaud.

Rimbaud se consideraba un inútil, y por eso se negó regresar a Francia, a la vida urbana, donde no tenía ni trabajo ni amigos. No quiso volver a ser un ciudadano sino que prefirió ser un nómada y un habitante del Tercer Mundo que abandona el Primer Mundo: de vivir en un país desarrollado a otro subdesarrollado, del continente colonizador al continente colonizado. En la práctica y en su vida, fue un poeta romántico y en la escritura, un poeta simbolista, por su vida bucólica y romántica, al huir de la sociedad para refugiarse en la naturaleza.  Al parecer, vio en la civilización una jungla peor que la naturaleza salvaje. Se acostumbró, en África, a la vida libre, nómada, aventurera, a ser un desconocido, que se hartó de los reflectores de la vida pública parisina, con sus escándalos y exhibicionismos. Compró una libertad para volverse esclavo de otra libertad, seducido por la ambición del dinero, no por la fama, que ya la tenía en París, la cual despreció y desdeñó. No persiguió la gloria, ya que la desconocía. No se sentía libre, pues su vida era un desasosiego –como la de Fernando Pessoa. Rechazó el triunfo porque, acaso, no quería ser feliz. Quería, más bien, ser alguien anónimo, un desconocido, cuando en París era una precoz celebridad o una joven promesa de la poesía francesa. Quiso ser no solo un “desconocido de sí mismo” como Pessoa –al decir de Octavio Paz–, sino un desconocido de los demás. Rimbaud prefirió la esclavitud del tedio a la libertad de la alegría. Optó por vivir en el ostracismo. Se sentía un paria, un rebelde, un inconforme, un vagabundo, un réprobo de la sociedad, cuando en Francia lo idolatraban. Le fastidiaban los aplausos. Cultivó el arte de injuriar y de odiar, empezando por odiar su ciudad natal, Charleville, o por injuriar la belleza –como lo hizo en un célebre poema. Fue un espíritu insaciable de curiosidad, de sueños infinitos, pero con inconmensurables temores e inseguridades. “Toda su vida es un círculo vicioso, de idénticas pruebas y tormentos. Lo vemos, víctima de la ilusión de que la libertad pueda lograrse por medios externos. Lo vemos seguir siendo un adolescente toda su vida, negándose a aceptar la prueba del sufrimiento o a acordarle alguna significación “, afirma Henry Miller, en El tiempo de los asesinos.

Rimbaud era capaz, como Swedenborg, de “hablar con los ángeles”, pero también de hablar con los demonios. Nos dejó un repertorio de versos y frases, memorables y terribles, como buen enfant terrible de la poesía francesa, pese a que prometió “ser bueno”. Convirtió su vida bohemia y vagabunda en fracaso, sin dejar de ser un vidente: un ser que vio más allá o que se situó más allá de su mirada y de las miradas comunes de los otros. Pero descubrió que, a los ojos de la sociedad, era un fracasado y un loco. Y era así, pues nunca asumió ningún compromiso, y acaso por eso renunció a su oficio de poeta, condición que se había ganado con creces, prematuramente. Desde niño supo que debía llegar hasta el final, y quizás por esa razón, vivió con tanta intensidad, premura y velocidad, pues se sabía un ser de vida breve, cuya inocencia tenía el valor de la experiencia, de una vida que soñaba con alcanzar la pureza del espíritu. Era un ser en el mundo, pero sus sueños estaban en otra parte: se sentía vivir en un mundo extrínseco. Fue un hombre que quiso “hacer monstruosa el alma”. Rimbaud, como Baudelaire, navegó en las profundidades del mal y flotó en los abismos de las fantasías. Exploró en el imperio del misterio, buscando no la belleza, sino la fealdad del mundo: buscó el infierno en la tierra y lo encontró en la temporalidad de la carne. Esto así pues había perdido la fe en el hombre. Quizás se desengañó, al oír decir a Lautreamont, que la “poesía debe ser hecha por todos”: lo interpretó como un signo de decadencia y banalidad de la poesía, y de ahí que huyera de ella. Rimbaud renunció a su vocación temprana porque comprendió que la poesía ya era incapaz de vaticinar, y había dejado de ser la vocación más elevada. Acaso porque el poeta había perdido la fe en la religión poética y porque su voz dejó de cantar y había dado su último canto de cisne.

“Su vida de poeta, que fue la fase lunar de su evolución, está marcada por el mismo eclipse que marca su vida posterior de aventurero y hombre de acción, que fue su fase solar. Después de haber escapado por un pelo a la locura de su juventud, consigue nuevamente zafarse de ella con su muerte. La única solución posible para él, de no haber sido arrebatado por la muerte, era la vida contemplativa, el camino místico. Y estoy convencido de que sus treinta y siete años de vida no había sido sino una preparación para su forma de vida”, dice Henry Miller.

Rimbaud anheló la libertad como filosofía de vida y como salvación, y la buscó en la huida, en el nomadismo y en la aventura sin límites de sus deseos. La libertad que buscó terminó con su vida: concluyó con su muerte prematura y dolorosa. Pese a los triunfos y logros de sus fantasías, su vida fue una gran ilusión: un sueño de niño, un juego infantil, una búsqueda, hija a un tiempo, de la cólera y de la ira. Jamás pudo conquistar la realidad que soñó, pues buscó lo imposible porque estaba inconforme con su vida. Por eso decía que había que “cambiar la vida”. Pero, ¿cuál vida? Quiso arrancarse la máscara de su cara porque tenía una sed infinita de otredad. Caminaba con “sandalias de viento” porque quería satisfacer su sed de cielo. La fiebre de su ser corroía sus entrañas. Era un “barco ebrio” sin rumbo ni horizonte. Un iluminado que habitaba en las catacumbas del infierno. También, era un ser que se sentía de otro mundo: atávico, arcaico, es decir, un francés que se creía un extranjero en su territorio. Un expatriado, un excluido, un ser de las orillas que habitaba en el reino de lo siniestro, en “los desiertos del amor”. La poesía de Rimbaud parece esotérica: tiene un aura de esoterismo, de un hermetismo cifrado, pero aireada por la  música de sus palabras. Parece escrita para una secta de iniciados. “Rimbaud se negó a convertirse, para poder sobrevivir, en algo distinto de lo que era su oficio de poeta”, dice Henry Miller.

Arthur Rimbaud con Paul Verlaine.

Contemporáneo de Nietzsche, Dostoievski, Baudelaire, Strindberg o Van Gogh, Rimbaud fue un espíritu lastrado por las mismas angustias que los hombres y artistas de genio de la segunda mitad del siglo XIX. Fueron especies de mártires de la palabra y del pensamiento, de la escritura y del arte, que prefiguraron o presagiaron un futuro angustiante y cruel, violento y siniestro, trágico y terrible. Pero a la vida de Rimbaud, quizás lo que le faltó fue la palabra fe: perdió la fe en dios, en la poesía, en el mundo, en la civilización occidental, en el arte y en el hombre mismo. He ahí la explicación de su pesimismo y su derrotismo. De ahí que su vida estuviera gobernada por la carencia, por un sentimiento de carencia que hizo que su alma se volviera gris. Pero acaso, esa misma falta de fe, hizo que su obra fuera más pura –o más inocente. Sin embargo, su obra de juventud no parece brotar del dolor o el sufrimiento –como la de Kafka, Proust, Artaud o Holderlin–, sino de la angustia –como la de Kierkegaard o Pessoa. Quizás Rimbaud experimentó una forma de angustia, como el último suspiro o canto de cisne del romanticismo, y por eso podríamos decir que parece la vida de un “romántico incurable” e impenitente. Por consiguiente, vemos su vida y su obra, hoy, como extrañas, raras y exóticas, y se debe, creo, a que ya nadie siente y piensa de esa manera romántica o mística. En 1891, desde África, Rimbaud le escribió a sus parientes: “Adiós, matrimonio; adiós, familia; adiós, porvenir; mi vida ha pasado. Ya no soy más que un tronco inmóvil”.

Como se ve, Rimbaud fue un alma prisionera en un cuerpo atormentado, que deseó con fervor una libertad personal porque tenía deseo no de fama sino de volar, caminar y viajar. Era un espíritu nómada, no sedentario, que hizo revivir o reivindicar la vida de los primitivos, al salir de las cavernas para conquistar el mundo salvaje y natural. Nació con una herida simbólica que nunca terminó de cerrarse: la herida de la ansiedad y de la incomprensión de sí mismo. Contrario a los budistas, que dicen que uno debe morir donde nació, Rimbaud no tenía planes de regresar a Francia, sino de viajar a China y a la India, hasta el canal de Panamá –que estaba en planes de construcción. Era coherente con su espíritu aventurero y nómada. Por eso quería dedicarse al comercio y a trabajar en cualquier oficio para ganar dinero. Era su ambición. Era un genio con hambre de dinero, comida y trabajo. Era, en una palabra, un inadaptado.

Rimbaud pierde muy temprano su inocencia y su esperanza, extraviándose en una vida de misterio. En apenas tres años que duró escribiendo poesía, pudo profetizar, con la iluminación de un vidente, el destino de sí mismo y descubrir la magia y la virtud de la poesía, antes de iniciar su vagabundeo por el mundo.  Rebelde, angustiado y desesperado, Rimbaud vagó por el mundo, hasta que se rindió porque quedó vencido por la enfermedad que lo llevó a la tumba, prematuramente, por sus excesos e indisciplinas con su cuerpo y su salud. Derrotado por la vida, se resignó hasta pedir la misericordia de su hermana Isabelle y del mundo. Renunció  a su yo (que era el otro), pero tampoco encontró a ningún otro que lo salvara de la enfermedad y de la muerte inexorable; asediado por el dolor, finalmente, se disuelve en la otredad de la nada. Después de perderle el amor y el sentido a la poesía, y utilidad vital a su oficio literario, emigra, deserta y huye sin rumbo.