No se sabe cómo el espejo se come el rostro, el rastro de un cuerpo que siempre será un enigma: el enigma del deseo y de los gritos del ojo. Pero el escritor revélase enmarcado en su escritura y más que en la escritura en su metaescritura asimilada al mundo táctil, visionario, tocado por aquella luz de espejo y eros, cronos, moira, ventisquero onírico. Sucede el factum en una contramemoria del deseo y del lenguaje.

Qué decir entonces de ese vidrio, de la navaja que persigue la delgada y transparente piel, capa intangible de la pupila y el himen solitario y alejado de esa mirada perversa o pervertida, olorosa y sulfurosa en su deseo.

Máquina. Se trata de aquella máquina que ha creado el pánico; ese “teatro pánico” y laberíntico instruido por Fernando Arrabal en su archivo de memorias contaminadas por los sueños y por toda aquella política de la interpretación de los sueños traumdeutung, ursprung, ich, bedeutung geist que como travesía de la representación no se exime de querer-comprender la trama de unidad o des-unidad de los arquetipos y de la imaginación sentiente.

La silla. Performance de Pastor de Moya.

Pero eso sí. Razón y sinrazón arquean un sentido, no solamente de la historia, de lo que se hace legible o ilegible según el tratamiento que escoja o acoja el lector o intérprete en el espacio del decir-hacer o del hacer-decir. ¡Vaya manera! Se trata en todo caso de una esquizoescritura que no transige con su horizonte de preguntas y respuestas.

Pastor de Moya aspira al chamanismo desde la parodia o lo paródico, e insiste en aquel aspecto de la danza que en la línea de Alejandro Jodorowky absorbe pulso, laberintos y pasos temerarios en el orbe de lo imaginario y lo transpotencial. Sin embargo, la aventura de la piel espejo no se aleja de la pendiente abisal, del delirio de la letra conspirativa, extremosa, radiante a veces, pulsional y rigurosa en travesía lúdica.

La cola de la invención foetea, palabrea, araña, come y se come, defeca y ofende la solemnidad de lo estático. ¿Cuál sería entonces la determinación del instante y la pregunta misma por el virgo potens? Desustancializar una perspectiva unificante martillea todo control de la razón; y entonces, ahorita mismo, la corriente interna (no alterna) fabrica una costumbre de bruma, invasión y demencia progresiva en el ámbito de los tropismos textuales.

La fuente de revelación y subversión conforma, bajo liturgia, cuerpos de legibilidad y entendimiento del mundo, del movimiento y de la vivencia de la temporalidad trascendente. Agonalidad. Violencia contra la razón. Estado de crueldad.

La desaparición como mentalidad ceremonial. El gesto de lo visible y lo decible. ¿Cómo debemos entender a Pastor de Moya? ¿Cuál sería el más alto estadio de creencia de su obra? Sabemos que Alfabeto de la noche, Buffet para caníbales, El jardín de los enanos y Jardines de la lengua constituyen una larga travesía de su imaginario personal. La fórmula que engendra estos textos, desfiguraciones, augurios y antimanuales al uso y al des-uso está marcada por la navaja y el punctum dedálico de la sinrazón.

En “Comiéndome las manos” (Revista Artes, No. 6, abril-junio, Santo Domingo, 2006), Pastor de Moya declara lo siguiente a propósito de los elementos constitutivos de sus obras:

“Los materiales o soportes que dan vida a mis obras están compuestos por piedra, platos, plumas, alambres, sal, papel, navajas (usadas por algún barbero, chulo o prostituta), cera, hilos, prótesis, pelos de vulva de chiva vieja, pantaloncillos, uñas, caja de dientes, lápiz labial, esmaltes, óleos, tinta de café y otros elementos que en ocasiones prometen transformarse en una burlante paradoja a las seriales poses a que nos tienen acostumbrados ciertos artistas”.

¿Cómo destapar la válvula críptica de un lenguaje que es un mundo de resonancias y estallidos perceptivos? El artista no es solo profanador, sino también santificador de los gestos o gestualidades paródicas, como muy bien hemos advertido en Historia de la noche (San Francisco de Macorís, 2001) y Puercus Pérez (2003), La musaraña (2006) y otras performances creadas por nuestro autor desde una visión poliédrica, repentina y polifónica.

Puercus Pérez

Las variantes que ha engendrado Puercus Pérez como videoperformance, acción artística o happening, se sostienen sobre la base de un texto cultural y metacultural donde rezos, velorio, comida, destrozo, decoraciones, cortes, fragmentaciones, arranques y disecciones precipitan los diversos relatos visuales que tienen sus implicaciones en la secuenciación de sus núcleos y alteridades.

La manía como locura dionísiaca, como repetición y diferencia, se funda mediante claves de alteridad, incendio de los sentidos y concentración de cardinales visuales. Los relatos alternativos e intermedios facilitan las metas de un trabajo artístico-cultural, pero verticalmente poético y ligado a los principales puntos fuertes de una imagen orgánica en movimiento.

La alteridad activada por vivir la locura y el trance, como muy bien señala Roger Bastide en su obra sobre el trance y la locura, convoca a espíritus sagrados y profanos en un rito de extrema crueldad que tiene sus antecedentes en Los Cenci y En el país de los tarahumaras de Antonin Artaud. El examen evocador de una travesía metahistórica o postidentitaria somete de una u otra manera un expediente crítico a propósito de un encuentro-desencuentro que se autoproyecta por sus niveles de conversión-de-conversión. Todo lo cual implica un golpe sacro-profano que no olvida sus signos y señales. Las voces de Puercus Pérez y la simbólica presentificadora de Altares y profanaciones, así como el pulso expresivo contextualizado de Reposo de las piedras (2000), Retrato de perro mudo con bigotes verdes (2005), La musaraña (2006), El jardín de los enanos (2002), Historia de la noche y el espejo (2001) y Chivulo Ramos “el Cojú” (2003), convierten el mundo local de nuestro artista en señal, vínculo y prótesis, para sellar una provocación basada en los principales movimientos de una acción desacralizadora del cuerpo y sus huellas.

Procesión, velatorio, trance dilatado, señal apocalíptica, hecatombe microcósmica, paranoia sacralizante y desacralizante, aseguran un macrotexto espectacular donde encontramos una dramaturgia de textos poéticos resituados en el marco de una combustión histórica cuyos efectos podrían producir órbitas y círculos en reversión y sinrazón.

El jardín de los enanos.

Ciertamente, la visualidad en la tensión relato-cardinal y en los niveles de relación que empalman con este síndrome conducen a este ojo que no es solo testigo, sino escritura, turbulencia perceptual, a reconocer temblores fisiológicos o fisiognómicos donde tipo y antitipo van articulando un mundo comprometido con fuerzas obstruyentes que, sin embargo, ayudan a resituar los elementos asumidos como factoides, semioides y generadores de acciones confirmativas de mundos sensuales y erótico-visionales.

¿Qué lugar ocupa el libro en este simulacro o transgresión de corte apocalíptico y creacional al mismo tiempo? Cada libro de Pastor de Moya es una invitación a la locura y a la representación de un instinto canibalesco y postcarnavalesco. Cada libro de este inscriptor implica una sucesión de actos provocadores funambulescos, lúdicos, reductores, vulvosos, masturbadores y “sueñosos”. ¿Verdad? ¿Mentira? A lo mejor.

En su pasmoso trance dilatado, asistimos a una crítica institucional desacralizadora y contextualizadora del espacio intelectual dominicano:

“El trance dilatado es una nueva propuesta dentro de las modalidades del arte y la cultura que tiene su origen en el desgaste y decadencia al que ha llegado el activismo cultural oficial y privado, en su fase degenerativa más gélida y en el agonizante fundamentalismo y paternalismo que esconden instituciones ligadas a estas áreas, tales como: Fundaciones, Academias, Ateneos, Universidades, Museos, Casas de Artes, Movimientos Literarios, Sociedades Culturales y otros manidos espacios dedicados a remover y batir tan llorosas celebraciones” (“Trance dilatado”).

Desde otro ángulo se acentúa el otro desprendimiento crítico-cultural propio de una alteridad producida y reproducida a la vez por el control-lenguaje alucinatorio y condenatorio de la sinuosa boca de lo crítico y de la crítica:

“El público, inteligente y educado, que todavía concibe la cultura y el arte como el grado supremo de elevación de la conciencia hacia el sano beneficio y consolidación de la nacionalidad, se siente cansado con la presencia de estos seres trepantes excretando por doquier su baba farandulera. Son los nuevos culturosos. Los tres gatos de la cultura. Falsos poetas, imitadores, publicistas, bailadores cojos y presurosos, pintores mancos, comensales sin lengua, quienes apuestan a sus relaciones públicas (como vencidos masturbadores del ojo), tratando de instaurar el reino de lo efímero en su insincero proyecto. Surge, entonces, la imperiosa y necesaria urgencia de que un fragrante grupo de artistas liquiden estas rancias modalidades estableciendo una opción más rica espiritualmente, dirigida hacia el goce” (ibid.).

La poética y la semiótica del trance dilatado cobra su definición mejor mediante la voz misma del artista y a través de sus instrumentos, mecanismos, movimientos imaginarios y definicionales:

“Es el trance dilatado, en su definición mejor, un espectáculo-acontecimiento de múltiples y disimiles lecturas y elecciones, al mismo tiempo. Este debe contener: lo blando de lo lúdico, la seducción y el misterio de la poesía, la respiración sinuosa de la noche, la claridad de agosto, lo salobre y pegajoso de una joven vulva, la libertad del buen happening, la espectacularidad del performance, la nitidez del fluxus, la mueca de la risa… Todo esto basado en un contexto que lo sustente y que pueda ofrecer una nueva lectura en su visión deconstructiva hasta convertirse en una instalación flotante que disemine por todas partes el perfume embriagante que irradia el auténtico arte en su irrepetible y pleno acto de posesión y completud” (ibid.).

La crítica subversiva y manifestante, activada por la obra misma, adquiere su tamaño desde la artisticidad de su objetivo. La presentificación de un estado seminal del cuerpo y el gesto se pronuncia allí donde la boca lo absorbe todo como letra, virtuema, semantema, unidad visual y culturema persecutor. Se trata de la mirada artística en su extensión más victoriosa.

La semiosis poética del espectáculo genera un movimiento accidental e incidental de la visualidad. Justo en el campo expandido de relaciones entre los signos performáticos y estratégicos de la representación, encontramos en función la sintaxis cultural ligada a una semántica constructiva o construccional de la cultura dominicana. Tanto la primera como la segunda crean perspectivas de orden, relación, rotación y traslación en, y desde, un universo genérico de formas, símbolos, signos dicénticos, remáticos cualisignos, representámenes, interpretantes y otras categorizaciones propias de la semiótica peirceana.

Y, precisamente, por más de lo que ve y significa nuestro autor como conciencia de sí, en la potenciación de un ritmo polifónico de la representación y la interpretación se produce un guion que se inscribe en la poética o en las poéticas de Puercus Pérez y que se pronuncia como secuencia herética y heterodoxa en “El velorio y entierro del puerco”:

“Aparecen unas imágenes borrosas, parecidas a las mallas sucias de algún serígrafo manco. Una pequeña multitud está a la espera de la llegada de un cerdo asado en la puya; el cual, en su interior, está relleno de un moro de guandules sabrosísimo que al final será degustado por los presentes, acompañado con la carne del muertico”.

El guion interpreta y es también un traductor sintáctico y semántico de estratos escriturales y visionales reconocidos en signos, textos y sentidos contextualizados en el marco de un espacio de resistencias útil para suplir las necesidades voyeristas de un espectador perverso y mirón, justificado por la presencia o el in praesentia de la enunciación.

La descripción, entonces, no se hace esperar:

“Dicho personaje comestible, dorado por el fuego de la leña y la vigilia, descansa en un ataúd. Sus únicos accesorios son: una corbata o corbatín (blanca o rosa), una manzana en la boca, algodones que le tapan las fosas nasales y unos lentes para protegerse de la claridad del sol o de la vida” (ibid.).

Comensales, rezadoras, llorones, buscones, gritones especiales, comedores de costillas de cerdo y rabo, conductores de Puercus Pérez, mirones o brecheros, así como una serie expresiva de acompañantes en el velorio y el entierro, participan de un ceremonial del llanto y de la risa que no concluye tan fácilmente hasta ser comido el puerco desde la carne hasta los huesos.

El acento perfomático se afirma y se enuncia en el espesor del personaje:

“Este llega escoltado por su madre (la acongojada y perversa madre puerca) la cual es una señora formal y medio sucia. Va vestida ampulosamente de negro, de la cintura para arriba, a la usanza de las antiguas rezadoras, con una mantilla y todo. También lleva puestos unos quevedos. Pero de la cintura para abajo viste tacones altos y medias pantis de color negro, parecida a una de las conejitas de Playboy” (ibid.)

La locura como condición real e imaginaria supone también la puesta en crisis de la representación. En este sentido, la escritura admite su injerto tal y como se hace legible en la obra de Jacques Derrida. La relación entre texto, injerto y diseminación se encuentra en la dispositio de Puercus Pérez y de toda la obra de Pastor de Moya. La escritura se convierte en archi-escritura y el texto es la suma de injertos que admite cualquier texto desestabilizador. El injerto no es un agregado, ni una línea o atadura mecánica, ni una prueba o un simple experimento ligado o amarrado a la nuclearidad textual. Escribir es un acto integrador de sentido literal o iconográfico, textual y sensual. Sin embargo, según Derrida:

“Escribir quiere decir injertar. Es la misma palabra al decir de la cosa es devuelto a su ser- injertado. El injerto no sobreviene a lo propio de la cosa. No hay cosa como tampoco hay texto original. De este modo, todas las extracciones textuales (…) no dan lugar —como se hubiera podido suponer— a 'citas', a 'collage', ni siquiera a 'ilustraciones'. Aquellas no se aplican a la superficie o en los intersticios de un texto que ya existía sin ellas. Y ellas mismas no se leen sino en la operación de su reinscripción, en el injerto. Violencia insistente, discreta de una incisión inaparente en el espesor del texto…” (ver Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Derrida, 1930, Eds. Del Orto, Madrid, 2000).

La musaraña.

La deconstrucción de aquello que se universaliza o particulariza en la órbita de lo que se escribe y se marca o activa como escritura, somete su decir como encuentro y desencuentro. Desde esta compleja dialéctica de lo visible literal y visual, el cuerpo del que duda Pastor de Moya es también la monstruosidad de la interpretación, la negatividad de un registro desde el cual Eros y Ananké propician la imago mortis y la imago mentis del texto-cuerpo en sus estrategias de tensión.

¿Qué significa hoy comprender el sujeto desde su fragmentación intensiva? La estética de lo monstruoso, lo obsceno, lo erótico y lo diabólico define y asume un concepto de belleza y fealdad que necesitan promover el movimiento de una historia de los dispositivos visuales y textuales emergentes. Lo poético y lo visual suponen entonces un abismo de la interpretación y el deseo.

Todo lo que Pastor de Moya engendra desde el ojo es, de manera atrevida, realidad mágica y metarrealidad de su escritura. Pues sí. Performance en el sentido cuasichamánico y paródico. En él la realista se transfigura-se-des-figura y se narra como capítulo siempre inacabado. El ojo se convierte en memoria, en materia mágica y esquizovisual. ¿Qué es lo que busca desde la violencia de la mirada el escritor? En cada acto de vida, imaginación y transcurso, el poeta, narrador y perfomero figuraliza y metafiguraliza la palabra y el cuerpo.

¿Arqueología del gesto y la palabra? Más bien mística y parodia; profanación y Eros contra Thánatos. No hay lectura que desde la boca profunda del abismo acelere el choque entre cuerpo y lenguaje. El estro vindicado, también cercano a los placeres de la apariencia involucra trabajo del sentido y necesidad crítica. La “vaginización” del universo contra la falocratización del otro-yo-silencio llega como el espejo que se escapa a toda posibilidad de no-ser y “ser” para la boca y la mano. Poema que alcanza su declive donde lo cotidiano pierde o gana su propio peso y dimensión. En la otra orilla de la interpretación se quiebra la doxa crítica, el tándem argumentativo que se ha sostenido como fuerza insurgente de la imaginación fundacional.

Aún no sabemos si el escritor y el perfomero se burlan de su espectador y lector, tampoco sabemos si la burla y la apoteosis concurren en un mismo escenario, reconstruido o bifurcado por el “otro” que mira desde su perplejidad. La santidad y el contra-argumento de la provocación hacen resbalar los tiempos de la imagen desgarrada por la comezón del sentido, la rasquiña de un lenguaje que se aleja en el proceso de la sustancia-forma y del sentido-pensamiento que produce el texto híbrido desde el cual Pastor de Moya inventa (en) su delirio extremo.

Por una de esas calles y lugares donde sucede (¿se lleva a cabo?) la procesión, el velatorio, el destrozo de Puercus Pérez se hace visible, el hueso del signo-sentido, la ocurrencia fantasmática de un espectáculo que a la par de grotesco es también propiciatorio, hostil, indoblegable y des-convergente. Se trata de una lucha entre el instinto y la mirada o el mirar; furia y alucinación que irrespetan la costumbre de mentir o decir lo que el otro acepta como la verdad.

En efecto, la poética de la irreverencia de este escritor y artista vegano genera un ámbito oscuro-claro-oscuro abierto a un decir de la carne y el sexo sazonado en, y por, el poema. La quebradiza y leve forma del poema es el pavor que la letra y la actitud convierten en fijeza y movimiento. Nombres, cifras, talismanes, alimañas, amuletos, suspensiones, finales de partida, inmovilidad y, sobre todo, contradicción y contravisión se convierten en texto sagrado y texto profano.