Cada vez son más quienes, en público o en secreto, ponen en duda el valor y la necesidad de la literatura. Si no es algo nuevo, pues los miembros mercantilistas de la sociedad la acusan de inutilidad, en los últimos tiempos las críticas arreciaron. En los planes de estudio pierde presencia pero, en ciertos niveles sociales, en cambio, se mantiene su conocimiento como una marca de distinción. Dentro el mundo anglosajón, que tanto queremos que nos sirva de modelo (cuando ya son otros los países y las culturas que despuntan), no extraña la referencia de los textos literarios clásicos en la conversación. Pero no pretendo que se imponga el conocimiento de algunas obras literarias para ocupar un lugar preminente en las reuniones sociales, sino que la sociedad interiorice que la literatura no sólo permite una ocupación placentera (lo que afortunadamente consigue), sino que trasluce y construye el ser de una sociedad. Nos guste o no el concepto de patria (tan discutido en algunos medios), la literatura basamenta las nacionalidades (e incluso los internacionalismos), y así se habla de obras fundacionales. Si en la Antigüedad y en la Edad Media la poesía épica cumplió esa labor de construir y definir la nacionalidad, curiosamente autores y críticos contemporáneos han visto en poemas cultos renacentistas como el Orlando furioso, de Ludovico Ariosto, La Araucana, de Alonso de Ercilla, o Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, el origen de las nacionalidades italiana, chilena o colombiana. Ello ya por sí solo justifica la necesidad de contar con historias de las literaturas.
Tal vez uno de los motivos del menosprecio que algunos sientan actualmente por lo literario se deba a que, en una cultura tan deseosa de las definiciones concisas, claras y lo menos discutibles, no conseguimos encerrar en una frase qué sea y qué no sea la literatura. Así, la propia palabra “literatura” se confunde muchas veces con la cultura, la condición del escritor, un nivel de lengua, cualquier escrito (“la literatura del medicamento”, se dice), el conjunto de los escritos, la falsedad (“eso es literatura”), etc.
Pero redactar una historia de la literatura es una tarea de enorme complejidad. Para empezar, resulta necesario poseer una noción clara del concepto de Historia y del concepto de Literatura, lo que ya es un escollo de importancia. Ni siquiera algunos críticos y profesores de la materia los conocen bien porque tampoco han reflexionado sobre su naturaleza. Los ejemplos podrían ser numerosos. ¿Cómo van a distinguir corpus de obras, sistemas de comunicación o canon literario, quienes no han pensado realmente en qué sea aquello que enseñan o de lo que opinan? Sin haber aclarado el concepto principal, se emplean términos y expresiones como “literatura oral”, “literatura popular”, “literatura para-popular”, literatura del pueblo”, “literatura fundacional”, “literatura marginalizada”, “infraliteratura”, “subliteratura”, “paraliteratura”, “contraliteratura” y otras calificaciones que olvido.
La literatura implica la existencia de unos objetos peculiares (los textos) provistos, por lo tanto, de características propias y que son sometidos a apreciación. La apreciación del objeto literario se produce, como él mismo, en unas circunstancias precisas pero, a diferencia de él, que permanece clausurado e invariable, son cambiantes. Si el objeto o texto literario lo definimos como clausurado e invariable, y por lo tanto escrito, el historiador tiene ya por delante un problema, ¿consideraría como literatura propiamente dicha la llamada “literatura oral”, cuyas características definitorias son la relación inmediata, y no diferida, con el receptor, cuya reacción puede motivar variaciones en el enunciado? Si el texto escrito está cerrado, el oral siempre es abierto.
El historiador debe necesariamente optar por referirse al objeto (elegirlo, seleccionarlo entre varios de similar período, género o fama…) en virtud de las apreciaciones que de él se hacen o hicieron en una u otra época por personas (los lectores) poseedoras de muy diferentes planteamientos estéticos, ideológicos, experienciales, conocimientos de temas varios, intereses o preocupaciones y, en la mayoría de los casos, imprevisibles. En un artículo próximo me referiré a ejemplos concretos.
Jorge Urrutia en Acento.com.do