Un extranjero llega a una institución mexicana e, interesado por conocer mejor el país, pregunta: “―¿Y México qué es, moderno o postmoderno”, a lo que, sin dudarlo ni un momento, el empleado de la institución responde lleno de razón (póngase el acento mexicano, por favor): “―Pos moderno, hombre”.

Es un chiste, pero se basa en una oposición teórica e histórica que no todo el  mundo tiene por qué conocer y, sobre todo, en toda su dimensión. “Moderno”, según el diccionario, es lo perteneciente al tiempo de quien habla o a una época reciente. Lo “posmoderno” debería ser lo posterior a lo moderno, pero no se puede pertenecer a lo que aún no existe, luego el hablante mexicano del chiste únicamente puede sentirse confuso con la pregunta. Necesitaría saber que existe un movimiento artístico y cultural de finales el siglo XX, originado desde la arquitectura, que se ha denominado en inglés “posmodernism” y que se caracteriza por su antirracionalismo, su culto a las formas, su individualismo y su descompromiso social. La confusión se incrementa al incorporar el término “posmodernidad”, lo que viene tras la “modernidad”, que se define como la cualidad de lo moderno.

Pero si acudimos a nuestros libros escolares de lengua y literatura, el Modernismo es un movimiento literario hispánico cuyo autor central fue Rubén Darío, estética que, con el tiempo, buscó huir de la intemporalidad y de la geografía indefinida para centrarse más en el sujeto inserto en un lugar, dando pie a lo que el crítico Federico de Onís denominó en 1934 el “posmodernismo”, tras del cual se manifestarían las vanguardias. Resulta además, que los portugueses a la vanguardia la denominan “modernismo” y los ingleses “modernism”, por lo que el “postmodernism” viene a ser nuestra “posvanguardia” aunque, como hablamos inglés pero no sabemos de verdad inglés, traducimos “posmodernism” por posmodernismo” y nos quedamos tan contentos. Incluso uno de esos sabios profesores de una grandísima universidad norteamericana a los que tanto admiramos asegura a bombo y platillo que el posmodernismo (en esa infame mala traducción) fue descrito primeramente por Federico de Onís quien, evidentemente, nunca oyó hablar de Robert Venturi y sus compañeros, autores en 1977 de Aprendiendo de Las Vegas, libro de arquitectura y urbanismo que  delimitó el concepto. El bueno de Onís había muerto en 1966.

No se me rebele, querido lector, tenga calma. Las Academias de la Lengua no siempre aclaran el léxico, pero no es cuestión de entrar a saco en los diccionarios para ejemplificarlo. Los académicos son, igual que los miembros de la Academia Sueca, personas como nosotros, ni han leído necesariamente más, ni hablan necesariamente mejor; además suelen permanecer en sus despachos y hablan poco con la gente de la calle. Incluso dudan también a la hora de poner algunos acentos. Por eso, los académicos salen del problema de las definiciones como Dios y los informantes buenamente les dan a entender.

También les suele ocurrir a los traductores, quienes no siempre se detienen a pensar todas las posibilidades semánticas de las palabrejas, que son muy traviesas. Una de esas palabrejas malditas es “romance”, que ahora encontramos referida, no a los poemas de origen popular con versos generalmente octosílabos que riman alternativamente en asonante, sino usada para, con espantoso e inculto anglicismo, referirse a la novela amorosa, sentimental o rosa (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), y eso que las retóricas inglesas lo explican muy bien: “many popular books of love and aventure are in this class”.

Y es que los traductores, con gloriosas excepciones, a veces conocen mejor la lengua que traducen que aquella en la que escriben. O a lo menor tampoco. La famosa novela “L’étranger”, del francés Albert Camus, se ha traducido al español como “El extranjero”, pero su protagonista no lo es en absoluto. Su título correcto debería haber sido, creo yo, “El extraño”, que extraño, raro, sí que venía a ser el pobre Meursault. ¿Y por qué “Madame Bovary” se tradujo hasta época muy reciente con el título en francés, en lugar de “La señora Bovary”? La gran novela italiana de Italo Svevo “La coscienza di Zeno” se titula en español “La conciencia de Zeno”, confundiendo “consciencia” con “conciencia”, cuando es una obra ligada a psicoanálisis. Es cierto que Svevo hubiera podido emplear la palabra “consapevolezza”, pero en español la diferencia entre “conciencia” y “consciencia” es más evidente que en italiano, donde “coscienza” puede cubrir sin problema los dos campos. Pero en fin, bastante es que traduzcan, no vamos  a pedirles que por lo que cobran, además, se autopsicoanalicen.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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