¡Buenas noches!

Constituye para mí un gran honor haber sido seleccionado por el Taller Literario Virgilio Díaz Grullón de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, recinto Santiago de los Caballeros, conjuntamente con las demás personas e instituciones que, en los diferentes renglones, han sido reconocidas esta noche con este importante galardón.

Como pudieron notar, este galardón lleva el nombre del prestigioso escritor dominicano don Virgilio Díaz Grullón, uno de los más importantes cuentistas de las letras nacionales y del Caribe, a quien no solo se le considera uno de nuestros más grandes narradores, sino a quien además se le atribuye el mérito de haber iniciado la literatura urbana en la República Dominicana, tal como lo resalta el profesor Juan Bosch en el prólogo que le escribiera en el 1981, a raíz de la publicación de su libro: “De niños, hombres y fantasmas”; razón de más para agradecer en mi nombre y en el nombre de todos los galardonados a las personas e instituciones que han hecho posible este reconocimiento, me refiero a la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Recinto Santiago de los Caballeros, en la persona de su director el maestro Juan Arias, y al Taller Literario Virgilio Díaz Grullón, en la persona de su mentor y guía el poeta, escritor y gestor cultural Enegildo Peña…

Como todos sabemos, la identidad del pasado y el presente es una sola cosa con la identidad de todos los objetos. Y por eso, tal como nos dice el crítico Harold Bloom, en su famoso libro La Angustia de las influencias: “Predecir, verdaderamente presagiar, es todavía un fin de aquellos que poseen el futuro en el sentido total y no restringido de esa palabra, el sentido de lo que está viniendo hacia nosotros, y no lo que es el resultado del pasado”.

A propósito de presagios, designios y otras cuestiones del más allá yo recuerdo, como ahora, cómo un grupo de muchachos aspirantes a escritores, a finales de los años ochenta y principio de los noventas, la mayoría estudiantes universitarios o recién graduados, desempleados, y sin un solo centavo en el bolsillo, pero con ansia de eternidad, nos desplazábamos, con muchísimo esfuerzo, desde diferentes puntos del país, al lugar específico de la convocatoria que habría hecho, con antelación, uno cualquiera de nosotros; encuentro y lugar que íbamos rotando, y que bien podría un día realizarse aquí, en Santiago de los Caballeros, donde a veces nos esperaban los anfitriones Enegildo Peña, Puro Tejada, Manuel Libre, Andrés Acevedo, Ramón Peralta, así como el pensador nihilista y poeta de los extrañamientos seguidor de Pessoa, el querido poeta recién fallecido Jim Ferdinand Durand, entre otros escritores y poetas que ahora no recuerdo; o bien podría el encuentro darse en San Francisco de Macorís, donde casi siempre nos recibían los poetas Noé Zayas y Juan Gelabert; o en La Vega, en el patio de la casa del poeta Pastor de Moya, lugar al que nos habría convocado previamente el director de La Mátracala, y hoy connotado escritor Pedro Antonio Valdez; y allí, ya sentados en círculo bajo el cobijo de un frondoso tamarindo del que colgaban varios sonajeros, y mientras nos pasábamos, celebrantes, de mano en mano, un pote de ron Brugal que bebíamos a pico de botella,  y mientras la voz desgarrante de La Lupe se dejaba sentir con todo su dramatismo desde cualquier rincón de la noche, empezábamos una riquísima e interminable discusión sobre los más variados e intrincados temas de literatura, arte y filosofía, o en todo caso sobre cualquier cuestión literaria en boga que nos permitiera llevarle la contraria al expositor de turno, o a cualquiera que se atreviera hacer un uso errático de tal o cual concepto; para ese entonces existía entre nosotros un vínculo fraterno, algo que iba más allá del bien y del mal, una especie de hermandad contemplativa y poética que nos hacía sentirnos profundamente humanos, como si cada uno de nosotros formase parte de un mismo linaje espiritual…; después, pasó el tiempo y nos vimos precisados a asumir nuevos compromisos; algunos nos casamos, formamos familia y todo aquel ritual se rompió; unos se fueron a batallar al extranjero y otros nos quedamos aquí, en nuestro querido terruño provinciano.

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Así, con el transcurrir de los tiempos, cada quien, por diferente vía, tuvo que asumir su propia purgación, y fue entonces cuando ya, un poco más holgados económicamente, y después de ganar algunos premios literarios, todos empezamos a publicar nuestras obras.

Sin embargo, como nos indica el escritor Mario Vargas Llosa, en su obra La verdad de las mentiras: “El regreso a la realidad, es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos”.

¿Conocen ustedes aquella brevísima obra maestra titulada El dinosaurio, del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando despertó, ¿el dinosaurio todavía estaba allí?” A mí me parece que este cuento brevísimo, de apenas una línea, nos habla de la persistente constancia del sueño en la realidad, de cómo lo soñado puede, por medio del lenguaje y de una forma fantástica, atravesar la realidad y hasta fundirse con ella.

¿Y por qué traigo este cuento a colación? Porque hoy, precisamente, necesitamos más que nunca de la imaginación y de la poesía. Necesitamos crear y difundir más la poesía, el cuento, el teatro entre nuestros niños; hacer que renazca la idea de “la utilidad de lo inútil”; oponernos a lo excesivo, a lo “excedente”, a aquello que, según Lacan, despoja al individuo de sus certezas imaginarias, hoy que todo se ha vuelto información, información y ruidos.

 

Pero, para qué hablar de poesía en tiempos de mezquindades, se quejaba en su tiempo el poeta Friederich Hölderlin; de qué forma propalarla y para qué si los tiempos han cambiado, si el mercado lo ha convertido todo en mercancía, en un espacio donde todo se compra y se vende; para qué la poesía, si nuestros políticos y dembowneros lo han corrompido todo, incluido el lenguaje, la inocencia…

 

Pero, insisto, ¿por qué y para qué debemos salvar a la Poesía?

Me parece que el escritor Nuccio Ordine, en su obra: La utilidad de lo inútil, nos avanza la respuesta, cuando nos dice: “Entre tantas incertidumbres, con todo, una cosa es cierta, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida”.

 

Yo soy de los que sostienen la hipótesis de que todo aquel que en estos tiempos se dedica a cultivar un arte, en cualquiera de su forma y manifestación, pertenece al último reducto de ángeles caídos: “un violín que nadie oye; criaturas meditando ante un espejo vacío”; y que, a pesar de todo, nos toca a nosotros los poetas, los narradores,  los artistas, los seres espiritualmente conscientes, la ingente y difícil tarea de hacer más humana la humanidad, tocar la llaga, enriquecer la imaginación de los pueblos; oxigenar el espíritu del hombre y de la mujer, vigorizar nuestra lengua-metafísica a través de los fabulosos mundos que vamos creando y recreando en el trayecto de nuestras vidas.

 

Creo, asimismo, que si aún persistimos en estos menesteres del espíritu, con sus fiebres y trances, a pesar de estos tiempos tan cruciales, ha de ser porque a ello nos mueve la fiereza de una voluntad inquebrantable, y la firmeza cierta de una gran rebeldía; ha de ser, en todo caso, porque tenemos la creencia, el pálpito o la terrible certidumbre, de que cualquier forma de arte, llámese literatura, pintura, música o poesía, constituye una resistencia a los egoísmos del presente; y está sola razón, en sí misma, nos parece suficiente para dar la batalla, para alzar el vuelo por sobre los escombros, para no desmayar… ¡Muchas gracias!