El canon literario de la República Dominicana en el siglo XXI está sostenido sobre falsos pilares, la auto (re)afirmación sectaria de corífeos (eufemismo de pandillas) y quintas columnas en contra de su propia generación. Por lo que situar en su sincronía la calidad del trabajo en silencio de Pablo Reyes, uno de los mejores poetas de inicios del siglo XXI, más que un ejercicio de crítica literaria es una suerte de justicia poética.

Su propuesta, a pesar de implicar una evidente ruptura con los temas, el tono y la estilización que caracterizó las generaciones 80 y 90, no rehuye hacia el facilismo y —desde la voz poética— afronta un discurso logrado con maestría de poeta mayor, tanto por las ramificaciones de la problematización ontológica como por la plasticidad con que demuestra el dominio en la construcción estética de cada verso, estrofa y poema. Pablo Reyes es un torrente de recursos, un autor que transmite la sensación de dominar todas las técnicas y tácticas, como si escribir fuera una guerra semiótica a la que se debe acudir pertrechado hasta los dientes. La suya es una lírica que aprovecha todas las posibilidades de la lengua, en donde el asídenton, la metáfora, la aliteración, la alusión y la intertextualidad son los recursos más reiterados.

La propensión deriva a lo reflexivo; desde el planteamiento de un falso diálogo, es una de las principales características de Retazos del otro, su segunda publicación. El libro está tan bien logrado que no se percibe como la poesía de iniciación de un aprendiz de veintitantos años, sino a la muestra de un avezado.

Pablo Reyes.

Hemisferio de buitres

poblando de harina el camino.

Urgido,

enmarco lo que puedo

y huyo tras mi rostro.

No hubo suficiente orina

para adueñarme de la selva.

El rugido acopla los instantes,

la moneda equilibra su peso.

El mundo un tanto lejos

es la proyección de mi sueño.

Desde aquí se divisa la melena, el ojo,

el rostro sin voz,

ausente ausencia del león.

Voy dejando escamas por doquier.

Libre carga en las burbujas del humo.

Líquido corpiño de alambres

repela púas en mi túnel.

Caer es sacrificio.

La huida debe ser

hacia la esencia de las cosas.

Contrario a los surrealistas y su escritura cuasi automática, Reyes intenta dominar los movimientos de su canto, evita la hilvanación de figuras, imágenes y juegos de palabras sin sentido. Su afán de voz propia rehuye del lugar común y los nexos explicativos, haciendo que sus composiciones resulten fragmentadas, herméticas y lacónicas.

Retazos del otro es un poemario que desde la enunciación del título nos convida al pensamiento, tanto en la profusión de referencias como en las feroces connotaciones, siempre buscando un lado lúdico en el uso de la lengua y sus desinencias.

 

Lacre lengua ocre.

Lagaña luciferina en el dedo.

Cáscara vestida de guineo.

En mordisco obsidiana traición.

 

Y más adelante:

 

“Alguien dentro de mi piensa en otro

que a su vez

imagina a otro…

Hasta que olvido

la sombra de la Enana”.

 

Ese “otro” no es más que una alusión a la otredad ya planteada por varios autores. Pero el alter ego de la voz poética de Pablo Reyes no siempre coincide con la biografía del que escribe cada verso, porque como en el enigma de Borges: “Una cara nos mira desde el fondo de un espejo”.

Una de las grandes lecciones al leer este autor —aunque no lo plantee como aforismo o silogismo— es que la poesía no necesariamente tiene que ser testimonial, también puede implicar vértices que inclinen el relato hacia lo ficticio. Es una errata o equívoco —tan sostenido y difundido que se asume como principio de composición— sostener que el poema debe ser el espejo vivencial o anecdotario para constituir “arte auténtico”. Lamento decirles que éste no es un criterio de la lírica. El predominio de lo subjetivo no impone el destierro de la ficción. El poeta es un fingidor que canta, cuenta o recapitula tanto lo propio como lo ajeno, lo real como lo imaginario, la memoria como lo soñado, la verdad y la mentira. Ya lo decía mejor que yo Verlaine:

“Nosotros que cincelamos como copas las palabras

y hacemos muy fríamente versos emocionados”.

En la configuración del poema en Pablo Reyes hay un claro dominio de esta concepción. El texto es canal para expresar emociones e ideas: la poesía es una filosofía-que-canta, un libro es la praxis de una poética, un decir y su modo, el embellecimiento de una axiología. Se puede escribir buena lírica, como en este caso, sin tener que hacer una autocrónica, un collage con los matices de la autobiografía, una creación desde la epidermis lo reactivo.

En su cosmovisión la muerte tiene un papel fundamental. En el poemario aparece con tonalidades en variación de grises: desesperanzado, pesimista y apocalíptico. El suceso que refuta la vida no ocurre por cualquier cosa, sino que va siempre precedida de arma blanca. ¿Acaso no mataron a puñaladas a Julio César en el senado? ¿No fue una espada redentora el arma para la reivindicación del Mío Cid? ¿La lanza en el costado fue la que propició la resurrección del mesías? ¿Fue un regalo de los extraterrestres la daga que encontraron en el ajuar funerario de Tutankamón? ¿No es el puñal el símbolo universal de la infamia? Lo interesante es que en medio de tanto fatalismo, en el poemario nadie muere a la distancia de un tiro, atropellado o por cualquier otra cosa. Se prefiere la punzada, algo tan dramático como íntimo: personal: corpóreo. Como si el metal fuera una prótesis en extensión de la maldad. O algo así.

El poeta, influenciado por Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Lautremont, Verlaine y otros decadentistas y simbolistas, siempre preferirá la profundidad conceptual, la alusión, la referencia erudita que huye de la facilidad y lo ordinario. Como situado en el desapego de lo telúrico, en un plano distinto al narratario, nos propone un viaje por la instauración de un mundo propio, que tiene como punto de partida un génesis habitado por su propia mitología de Anelkas, Doctores y Enanas, creación que llega al final con la elegía. Una metáfora de lo posapocalíptico: lo definitivo, lo insoslayable, la nada para todo y para siempre. La muerte del otro es también la suya.

Pablo Reyes ha construido una voz tan particular que podríamos decir que en sus versos saboreamos conceptismo, surrealismo, hermetismo, barroquismo, decadentismo, simbolismo. (Incluso añadiríamos otros itmos sin errar). Percibimos claramente la influencia de Baudelaire, Vallejo, Borges, Huidobro, así como otras que subyacen en especie de homenajes, como Márquez, Rulfo, Onetti… Pero no es una simple asimilación o apropiación de técnicas, se trata de un recurso derivado de sus lecturas y erudición; su voz es inclasificable, la suya es una subversión constante, una batalla con las posibilidades del lenguaje, una obsesión por la plasticidad en el arte de la palabra, una apuesta por la autenticidad, una contradicción al espíritu clonador de la época.

En definitiva, aunque paradójicamente se trata de un autor poco conocido a pesar de la calidad de su poesía, me atrevo a sostener que por la complejidad ontológica de su discurso, el barroquismo de su estructuración, las connotaciones en sus guiños de intertextualidad, la originalidad en el abordaje temático, el arsenal estético con que esculpe versos y el tono que evidencia su rebeldía expresiva —como si quisiera sacarle nuevos filos y giros a la lengua—, considero a Pablo Reyes una de las principales voces entre los poetas que irrumpieron a inicios del siglo XXI, siguen activos y todavía tienen mucho qué ofrecer. Quizás sus mejores aportes a nuestra tradición literaria. Por este tipo de autores es que propongo una cruzada de relectura, ejercer la crítica con justicia y realizar las acotaciones al pie del canon, como praxis para lograr una verdadera anatomía de la poesía dominicana en las primeras décadas del siglo XXI.