En un período importante de nuestra historia literaria comenzó a correr en Latinoamérica el concepto de “literatura comprometida”. Según los viejos postulados de la ideología comunista, la literatura debía estar al servicio de las mejores causas sociales de los pueblos, para convertirse luego en la voz de los desposeídos, que en América Latina representaban a las grandes mayorías. Era importante tomar en cuenta el papel que debían desempeñar los intelectuales y escritores en la modificación de la conciencia colectiva de las naciones. Así que para la ideología comunista era muy válido que la literatura sirviera como vehículo de transmisión y adoctrinamiento de las ideas políticas y su intervención en la formación del pensamiento. Quienes asumían esta rara concepción, teniendo como base la poesía o la narrativa, eran considerados “escritores progresistas”. Esta errática idea de ideologizar el quehacer literario se extendió voz populis, en todo el continente, hasta muy avanzada la segunda mitad del siglo XX y recién terminada la guerra fría, con el fin de la URSS y la caída del Muro de Berlín. Esa era al parecer “la onda intelectual” del momento que funcionó como un mito político extendido allende los mares. En consecuencia, todo aquel que no fuera capaz de colaborar en la construcción de ese mito, era considerado como un “intelectual atrasado” y de segunda categoría.
En esa época fue muy importante la relación entre política y literatura. Anteriormente, la literatura había estado de repente muy ligada al tema político, a la denuncia de las injusticias sociales cometidas por terratenientes latifundistas y empresarios manufactureros que veían en la explotación indiscriminada de los trabajadores, una de las fuentes principales para engrosar sus ganancias. A esto se sumaron también los desmanes y megalomanías de caprichosos caudillos políticos y militares golpistas que sustentaron sus poderes en férreas dictaduras. De manera que se le dio cabida a una literatura que tenía que aportar posibles soluciones a esos problemas sociales.
Amén de la poesía, nació entonces la llamada novela regionalista que ponía en el candelero las inquietudes y los conflictos del campesino latinoamericano y su lucha por la conquista de la tierra, hasta ese momento en manos de los caciques y grandes terratenientes, apoyados por la oligarquía nacional de los países pobres. En esta época los escritores privilegiaban el qué decir, en desmedro del cómo decir. Sin embargo, desde que la novela fue vista como un arma social, los escritores, se desentendían de la forma y esto conflictuaba, hasta cierto punto con la estética del texto literario.
Luego de este período entró en escena la llamada literatura de vanguardia en la narrativa latinoamericana –véase el cuento y la novela–. En este grupo encontramos a Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares y el cubano Alejo Carpentier. A partir de aquí la novela latinoamericana da un giro importante y adquiere una nueva dimensión estética en cuanto a las técnicas narrativas: El manejo del tiempo, la posición del narrador y de los lectores frente al hecho literario, así como el cambio en los puntos de vista narrativos que sobresalen por encima del contenido. Una nueva dimensión filosófica y cultural, tomó posesión del hombre moderno en cuanto a la posición que este ocupaba en la sociedad. Entonces, un ferviente relato social se apoderó de la novela, que cuenta desde diversos ángulos, las preocupaciones del hombre, sus psicologismos e inquietudes. En un plano más estético esta novela propició también, el encuentro con el mito y la recreación de un pasado cultural remoto.
Es bueno destacar el efecto fractal que ha tenido nuestra historia. Desde guerras civiles, insurrecciones armadas, golpes de estado e invasiones extranjeras, hasta la presencia del dictador. Una figura abominable en el contexto de nuestra cultura, cuyos orígenes lo encontramos en viejos caudillos y en militares golpistas enquistados en el poder, bajo los falsos lemas de “salvadores de la patria”, “mecías de las naciones”, o “padre de la patria nueva”, fenómeno este que dio paso a los llamados “hombres fuertes”, como Juan Vicente Gómez en Venezuela, Anastacio Somoza en Nicaragua, Alfredo Stroessner en Paraguay y Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, para solo mencionar algunos. Sin duda que el tema de las dictaduras provocó en los escritores una nueva sensibilidad narrativa y nació así, la llamada novela del dictador. El fenómeno no fue algo sistemático en nuestra historia literaria, así lo atestiguan la diferencia de fechas en las publicaciones de las novelas, unas cercanas otras no tan lejanas, diríamos que el fenómeno fue algo espontáneo, surgido a raíz de las inquietudes personales de los escritores. Por eso, cada novela tiene particularidades específicas. Aunque haya coincidencias en la escogencia de modelos y personajes, cada uno lo hizo tomando en cuenta motivos y situaciones estéticas diferentes, de acuerdo con el contexto cultural de su país o región.
Surgieron entonces grandes novelas, algunas consideradas obras maestras. Entre tantas: El señor presidente de Miguel Angel Asturias, Yo el supremo de Augusto Roa Bastos, Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietri, El otoño del patriarca de García Márquez, El recurso del método de Alejo Carpentier y finalmente, La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa.
Anteriormente el cubano Alejo Carpentier, influenciado, hasta cierto punto por el surrealismo francés de Breton, publica en el año 1949 El reino de este mundo. Una novela muy peculiar en cuanto a su contenido. Un relato magistral y polifacético, cuya idea principal refleja el interés por interpretar la realidad latinoamericana a partir del encuentro con el mito y con la historia. En el prólogo a su novela, Carpentier inaugura un texto que casi es un manifiesto especulativo, el que de algún modo encuadra una estética sobre cómo deben ser abordadas la historia y la cultura del continente a partir de la novela.
¿Por qué seleccionar, precisamente la historia de Haití?
Mientras vivía en París, Carpentier se había sentido disgustado con el fenómeno de las vanguardias europeas y se dio cuenta de que estas ofrecían un panorama estéticamente desolador. Una especie de “literatura fingida” y teatralizante hasta cierto punto, que en nada conectaba con la realidad de los pueblos americanos y mucho menos con su historia. De ahí, que el viaje que hizo hacia Haití fue un hecho proverbial y algo determinante en la vida del escritor, cuando descubrió que en la historia de ese país se encontraba precisamente el material necesario para la creación de su futura novela, la que sirvió de impulso inspirador para destacar los hechos maravillosos de la historiografía caribeña, como bien lo afirma el propio autor: “el elemento maravilloso que identifica la realidad latinoamericana es el resultado espontáneo que surge de su naturaleza, gracias a los rasgos exclusivos por causa de un proceso histórico determinado”.
Sin embargo, El reino de este mundo no es una novela histórica, pues el autor se vale de unos hechos para elaborar la ficción. En algunos casos es fiel a estos hechos, mientras en otros lo toma como referentes. No hay en ella registro de un tiempo cronológico, en cuanto a la fidelidad de los acontecimientos narrados. Se trata más bien, de un esguince o guiño de ojo que el autor utiliza para recrear la intrahistoria, pues solo nos ofrece retazos, fragmentos y episodios de la vida de los personajes que deben ser reconstruidos por la memoria del lector. Se trata de una técnica muy novedosa, pues la verdad de los hechos en la voz del narrador es una mentira invertida que juega con la ficción y a la vez nos hace creer una ilusión, que en definitiva es falsa y en el mejor de los casos convierte la novela en un novedoso artefacto literario.
Precisamente eso es lo que tiene que hacer todo novelista: Ganarse el favor de fabular sobre unos hechos que al parecer son reales, pero que en definitiva ha tomado como material para su obra. Si hacemos un cotejo de la novela con la historia oficial de Haití, podríamos confirmar a ciencia cierta que estos hechos en verdad sucedieron. Sin embargo, como El reino de este mundo no es un libro de historia, el cuento del que hace gala Carpentier, bien podría ser comparado con legendarios relatos orales traídos de las entrañas del Congo, conjugados con antiguas leyendas folklóricas como las de Mackandal y Ti Noel, que a pesar de haber sucedido en el plano “real objetivo” pertenecen al mundo subjetivo de la ficción literaria y que al parecer adquieren categoría de mito, porque simplemente el lector no puede diferenciar cuando está en el plano de la realidad y cuando está en el plano de la ficción.
Luego de liberada la nación haitiana, la novela da un giro en el que, el general Henri Christophe toma el mando de Haití y establece una monarquía en la parte norte, específicamente en Cabo Haitiano, donde se hizo construir el Palacio de la Ferriere.
La noche del final, en la vida del personaje, que Alejo Carpentier titula en la novela última ratio regum, se recrean los últimos momentos de Christophe, en la soledad de su palacio. La rebelión ya estaba encaramada en los decorados marcos de las ventanas, junto con el fuego, en las puertas y en los largos pasillos del majestuoso palacio de La Ferriere. Así, que asistiendo a la ceremonia de su derrota, durante el cambio de la guardia presidencial, el monarca escuchó el tucumán, la música de los tambores Rada que los de su raza habían usado en contra de los franceses, los tambores del Congo, los tambores de Boukamán el jamaiquino y la voz de los Grandes Pactos, que anunciaban el final de aquella monarquía oprobiosa.
Jamás se había sentido tan solo. Como sabía que ya se acercaba el final, adoptó su pose de megalómano enfermizo, e hizo salir a las princesas de su palacio y se vistió como nunca antes sus mejores galas, como si asistiera a una gran ceremonia de la realeza francesa de aquellos días de gloria. Así que se terció en el cinto, su ancha cinta bicolor y tomó la espada por la empuñadura como quien se prepara para un duelo de esgrima.
En la noche del 8 de octubre de 1820, mientras las llamas cubrían gran parte del palacio de La Ferriere, y los tambores estaban ya demasiado cerca, él mismo se disparó una bala. Así que “la mano de Christophe soltó el arma, yendo a la sien abierta”. Cuenta la leyenda que se mató con una bala de plata. Con esta muerte finalizó en Haití la era monárquica y se extinguió para siempre el fantasma de la esclavitud.
Eugenio Camacho en Acento.com.do