Eres esclava del destino, del azar, de los reyes y de los desesperados,
y moras con el veneno, la guerra y la enfermedad;
y la amapola o los hechizos pueden adormecernos tan bien
como tu golpe y mejor aún. ¿Por qué te muestras tan engreída, entonces?
Después de un breve sueño, despertaremos eternamente
y la Muerte ya no existirá. ¡Muerte, tú morirás!

John Donne

A mi tío nunca lo llamé por su nombre. En mi niñez recuerdo al hombre duro e intrigante, que siempre tenía que despedirse apenas llegaba; me llamaba la atención aquel hombre que siempre tenía que salir a una reunión inesperada y secreta, aquel hombre con palabra de hierro y ojos penetrantes. Yo, un niño tímido por naturaleza, transido por el miedo y la ansiedad, apenas podía dirigirme a él con voz entrecortada. Confieso que yo, niño al fin, pecaba de impertinente y le decía cosas sin pensar demasiado. Descubrí que el hecho de hablar sin pensar le molestaba de manera muy particular. Mi tío, quien en ese entonces imponía su punto de vista con martillo de Dios, no pocas veces me reprendió en público, atenazándome con mis propias inseguridades, rodeándome en un terrible juego de ajedrez en el que yo inevitablemente perdía ante sus movimientos rápidos y contundentes. Esto generaba fricciones y no pocas veces nos despedimos con lágrimas (mías) y silencios incómodos. Por mucho tiempo, ese hombre no me parecía exactamente un ángel.

Pero nuestra relación se hizo más estrecha con algo mágico e inesperado: la literatura. Cuando descubrí mi pasión por las letras y terminé mis primeros textos, buscaba en vano a maestros de español que me dieran alguna opinión. Un día le comenté a tío sobre un cuento que había terminado, y él mostró un extraño interés. Le leí el cuento y le había gustado. Me dijo que él también escribía; me habló de Julio Cortázar. Desde ahí, mi tío siempre fue uno de mis primeros y más importantes lectores. Entre sus múltiples ocupaciones, siempre sacaba un momento para expresarme su parecer cada vez que podía. Entre texto y texto, fuimos bajando las armas que se levantaban al principio de nuestra relación, y aquel hombre impenetrable y hostil se develaba de pronto como un ser sensible, confidente y humano.

Mi tío, amante de la aventura, la bohemia y un sentido incorregible del romanticismo, me dijo una vez que los viajes consolidan las relaciones entre las personas. No podía tener más razón. A medida que nos llenábamos de carretera e historias, fuimos cada vez más cercanos, al punto de confiarnos cosas muy personales. Estas cosas se extienden y me remiten a las largas noches en el Club de profesores de la UASD, frente a una playa apacible y una luna esplendorosa; me llevan a una remota cafetería del Conde, al centro Esencia de vida de la Sucre, a recónditas recámaras en la fundación Cofradía, a su casa de cuento en La Cambronal. Las cosas que nos dijimos en esos mágicos lugares son como briznas de hierba que todavía flotan en los confines celestes. Los consejos, las risas, los sinsabores, los chismes aparecen de repente como joyas en el mar, y las voy reuniendo y atesorando celosamente en mi corazón.

Cuando supe que tío estaba enfermo, lo asistí por un tiempo muy breve. Descubrí que había cambiado mucho y que estaba dispuesto a cambiar un poco más. Él había dejado todo para concentrarse en su recuperación en Nueva York. En las noches de insomnio, entre lánguidas campanas y el lejano rumor de sirenas, me confiaba viejos errores, hermosos recuerdos, pasadas traiciones. Quería ser un hombre diferente, quería enmendar las cosas que entendía debían ser enmendadas. Ahora era un hombre sin ningún tipo de armadura, resuelto a entregarse por completo a todas las formas posibles de esperanza. Cuando llegó a Santo Domingo, y lo bajaban de aquella ambulancia, un poco más delgado y la voz desgastada, supe que todavía tenía la convicción de resistir cuando gritó una frase que me rompió la médula de los huesos, con la gallardía que siempre le caracterizó: “¡Patria o Muerte!”, a lo que los presentes respondían “¡Venceremos!”

Cuando supe que finalmente murió, me enfadé. Entendí en ese momento que no era esa la manera en que debía morir, y me llevó a ese poema de Oliver Wendel Holmes, en el que el poeta lamenta que un barco de guerra emblemático vaya a ser desguazado, destruido y ultrajado en un puerto. Holmes entendía que el barco debía perecer en batalla, en el seno de una tormenta y el mar, y así “morir” de manera honorable. Así entendía yo que debía morir mi tío, en medio de alguna gran guerra, levantado en armas e ideales, como sus referentes patrióticos y políticos. Pero luego de mucho reflexionar, me di cuenta de que mi tío libró una de las batallas más amargas y difíciles, porque no solo luchó contra el cáncer y sus estragos, sino que luchó contra todas las versiones de sí mismo, entre el miedo, la desolación, la incertidumbre y la soledad. Porque, a pesar de que recibía el apoyo de todos cuantos lo quisieron, él estaba ahí, solo, sin armas ni ejércitos, enfrentado a las sombras de la muerte, que lo arrinconaban y amenazaban entre el dolor y las lágrimas. Yo supe que mi tío sí venció, porque la última vez que lo vi, entre palabras dulces y serenas, me confió que ya no tenía miedo.

 

[1] Leído en el funeral de mi tío Ángel Pichardo Almonte, un hombre valiente, el 19 de agosto del 2023.